Yo soy la luz del mundo;
el que me sigue,
no andará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida.
Juan 8:12
Lo conocí en una reunión de recalentado navideño. Al principio apenas podía hablar. No sé si influyó que hubiera pocas sillas y la casa fuera muy pequeña o realmente no tenía deseos de articular palabra alguna. La timidez treinteañera lo distinguió de los demás, pero lo que más lo hacía destacar era su nombre, Jesús Amado.
¿Y realmente lo fue? Al parecer no. Fue crucificado como Jesucristo, pero antes de tiempo y de otra forma. Su madre lo golpeaba desde muy temprana edad para callar su llanto. Un manotazo en la boca era suficiente para subir el decibel de las lágrimas y después aprender a guardar silencio para enfrentar la impaciencia materna.
Jesús a diferencia del fundador de la religión cristiana, no fue adorado por los pastores y astrónomos de Oriente, sino ignorado por su padre hasta los diez años, momento en que supo de su existencia, mientras tanto sobrellevó con estoicismo el ciclo de una familia en destrucción.
Amado predicaba el amor, la paz y solidaridad sin saber que esa propaganda le traería consigo una tunda de golpes con un cable mojado. ¿La causa? Ir por la calle y ver a un vagabundo hambriento, regalarle un pollo entero y regresar a casa con las manos vacías y cuestionamientos resumidos en gritos y golpes, como única solución al reclamo del hambre y una desobediencia espontánea que fue premiada salvajemente.
Día a día, tenía que buscar la manera de subsistir, ya que su orfandad implícita, le obligaba a cazar la comida del día, realizando unas labores por unas cuantas monedas. Desde limpiar parabrisas, recoger basura o lo que fuese, con tal de que él y su madre pudiesen distinguir el azul del cielo.
Las casualidades llevaron a Jesús a conocer a su padre. Entre fotografías, su media hermana reconoció al hombre que los trajo al mundo y fue la detonante de que empezara a vivir con su papá y su nueva pareja, a quien considera madre por la crianza y no solo por traer al mundo, que poco a poco se cae como las migas del pan.
Y así, Jesús resucitó al tercer día, tras haber sido crucificado con el amor violento de su madre. Primero fue sepultado ante el olvido y se apareció a su nueva familia que se quedó sentada frente al sepulcro, mientras era sepultado de su antigua vida.
A los veinte rescató de los siete demonios a la que creyó sería María Magdalena, pero con un bonus extra de amor, no solo admiración y agradecimiento por salvarla de un cataclismo social. Pero la gratitud no sería el reconocimiento, ni las lágrimas ni la primera aparición, sino la infidelidad de su esposa con un desconocido al que estuvo a punto de matar con un trozo de vidrio y solamente se limitó a exclamarles víboras, como si un grito borrara la traición.
Jesús predica el evangelio de las experiencias con los discípulos de las palabras guardadas en la memoria, como si fuera un paseo en el parque. Parece que la incomodidad de un comedor pequeño y muchas personas en la mesa, trajo a relucir reminiscencias de un ¿Jesús Amado? La cena está servida.
@taciturnafeliz