Midsommar, el terror neurálgico que resignifica a las flores como un elemento aterrador

29/09/2019 - 1:00 pm

Ari Aster desafía las fórmulas del cine de terror convencional, pues en Midsommar el horror ocurre de día. Las escenas resplandecientes, los campos llenos de flores y la compañía de amigos ya no son referentes de seguridad; las largas horas de luz del solsticio de verano desplazan a las pesadillas de la noche al día.

Por Lilia Ávalos

Ciudad de México, 29 de septiembre (SinEmbargo).– El verano es asumido como el momento ideal de los blockbusters, ¿pertenecen a estas fechas las películas de terror? ¿Hay cabida para cintas que proponen estilos y temas distintos a los que ya se saben taquilleros?

Midsommar (2019), segunda película dirigida por Ari Aster, tiene por protagonista a Dani —Florence Pugh, reconocida con el British Independent Film Award a mejor actriz por Lady Macbeth (2016)—, una adolescente que tras perder a su familia se va de viaje a Suecia con su novio y un grupo de amigos para presenciar el “Midsommar”, un festival de solsticio de verano que desconcierta a los visitantes por la violencia explícita de sus ceremonias. Dani se muestra a lo largo de esta historia como una joven con vínculos humanos devastados por la tragedia familiar y por la relación disfuncional que mantiene con su novio Christian.

Midsommar presenta rasgos del folk horror, género en el que contrastan las costumbres secretas de los pobladores con la visión “cosmopolita” de sus visitantes en escenarios de campos abiertos y luminosos. Así, lo que los invitados perciben al principio como un ambiente festivo deriva en una prisión pesadillezca con sacrificios y rituales sexuales. La principal referencia de este género es The Wicker Man (1973) de Robin Hardy, donde se contraponen las prácticas de la religión cristiana y el culto celta a partir de la búsqueda de una niña desaparecida.

Ari Aster desafía las fórmulas del cine de terror convencional, pues en Midsommar el horror ocurre de día. Las escenas resplandecientes, los campos llenos de flores y la compañía de amigos ya no son referentes de seguridad; las largas horas de luz del solsticio de verano desplazan a las pesadillas de la noche al día. La desorientación temporal, la ambigüedad entre sueño y vigilia, además del uso de narcóticos en los rituales convierten a los visitantes en presas fáciles de la voluntad de sus anfitriones. Así como el letrero de bienvenida se le muestra de cabeza, lo que Dani vivirá en ese pueblo le resultará no sólo ajeno sino contrario a lo que les era conocido.

Contrastan dos tipos de violencia: las escenas viscerales y explícitas que rayan en lo gore y la violencia velada de la manipulación y el engaño. Los visitantes se asumen poseedores de una autoridad y conocimiento necesarios para utilizar las costumbres que presencian como parte de una investigación antropológica: son jóvenes criados en ambientes urbanos, estudiantes universitarios modernos. Lo que desconocen es que fueron llevados ahí para provecho de la comunidad. Son doblemente engañados: por sus anfitriones y por la idea errónea que tienen de sí mismos.

Ari Aster va perfilando su poética cinematográfica a partir de la ambigüedad y las contradicciones que generan los vínculos humanos, temas que también desarrolla en su ópera prima Hereditary (2018). La tragedia familiar se potencia en ambas cintas como la causa del horror que se producirá a partir de la limitación que tienen los personajes para interactuar con el duelo y la pérdida, así como con emociones reprimidas como el miedo. Es la tergiversación en el manejo de emociones lo que termina desencadenando el horror, no los hechos trágicos en sí.

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El dolor puede resultar tan intolerable que se recurre a decisiones u omisiones que no hacen sino acercarnos a la posibilidad de la muerte, donde nada tiene cabida, ni siquiera el dolor: en la muerte podemos ser libres. Las decisiones que toman los personajes de Aster parecen a simple vista absurdas: Annie en Hereditary, la primera película de Aster, lee en voz alta un conjuro del que desconoce el contenido en su desesperación por reencontrarse con un familiar muerto; Dani, en Midsommar, decide quedarse en el festival incluso cuando ocurren muertes violentas y desapariciones inexplicables.

Además de Midsommar, otra película de terror estelar este verano fue Anabelle 3: viene a casa de Gary Dauberman, que muestra fórmulas del género de terror que se suceden sin desarrollar trama ni personajes: casa con entes sobrenaturales, noche, adolescentes solos, apariciones “sorpresivas” de fantasmas, gritos y música dramática. Por el contrario, el estilo de Aster crea horror mediante la contradicción intrínseca de sus personajes o la espera y la paciencia con la que construye cada guiño de la trama y la respuesta de quienes participan en ella desde la ambigüedad que genera lo desconocido.

Midsommar no es una película complaciente pues desmecaniza los recursos comerciales del género de horror. Aster se aleja del efectismo simplista en un género que recurrentemente se limita a generar temor por medio de lo sobrenatural, lo malvado y lo sorpresivo —como lo hace Anabelle— y apuesta por un terror lento pero neurálgico en el que logra resignificar las flores, los campos verdes y el cielo azul como elementos terribles.

El festival de solsticio de verano en Suecia es para los protagonistas de esta película una confrontación a sus creencias y a las maneras que conocían de procesar sus emociones.  Midsommar es lo mismo: un viaje sin posibilidad de ser abandonado y sin retorno posible, la incomodidad de ver expresadas nuestras propias contradicciones y el terror de encontrarnos con nosotros mismos aun en un campo de flores.

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