Este libro se pregunta por las rupturas que acarreó el cine del 68 en esta región: ¿cuándo, en qué años sucedió en cada país?, ¿cómo interpretarlo más allá de la mirada «eurocéntrica»?, ¿qué significados y valores comunes reconoce con los fenómenos ocurridos en otras geografías?, ¿hasta dónde podemos generalizar con la pregunta sobre América Latina como región y no deberíamos indagar en las singularidades de caso nacional?
Ciudad de México, 29 de septiembre (SinEmbargo).-1968 constituye un punto de referencia histórico ineludible del siglo XX. La expresión 68, como indicación de una nueva sensibilidad político-cultural, ha sido estudiada desde diversas disciplinas también para lo cinematográfico. Pero ¿hasta dónde se ha indagado en su significación en América Latina?
Este libro se pregunta por las rupturas que acarreó el cine del 68 en esta región: ¿cuándo, en qué años sucedió en cada país?, ¿cómo interpretarlo más allá de la mirada «eurocéntrica»?, ¿qué significados y valores comunes reconoce con los fenómenos ocurridos en otras geografías?, ¿hasta dónde podemos generalizar con la pregunta sobre América Latina como región y no deberíamos indagar en las singularidades de caso nacional?
Estos y otros interrogantes motivan los ensayos a cargo de destacados especialistas. Aun cuando indagan en un período más amplio, la larga década del 60, muestran que el 68 constituye un momento clave de las rupturas cinematográficas en América Latina. Sin excluir las perspectivas comparadas o los vínculos transnacionales, los capítulos profundizan en la especificidad de las configuraciones culturales nacionales en que dichas rupturas tuvieron lugar. Y, al mismo tiempo, focalizan en la copresencia en cada caso de tres dimensiones características: lo experimental, lo contracultural y lo político.
Junto a capítulos dedicados a Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México y Uruguay, otros abordan los lenguajes y estéticas del documental, los diálogos cine-televisión o el recurso al género histórico-político.
Coordinado por Mariano Westman, Doctor en Historia del Cine por la Universidad Autónoma de Madrid (2004), el libro Las rupturas del 68 en el cine de América Latina (Akal) trae ensayos de David Oubiña, Javier Sanjinés, Ismail Xavier, Sergio Becerra, Iván Pinto, Juan Antonio García Borrero, Álvaro Vázquez Mantecón, Cecilia Lacruz, María Luisa Ortega, Mirta Varela y Paula Halperin.
México El 68 cinematográfico
Por Álvaro Vázquez Mantecón
El objetivo de este texto es el de presentar un panorama sobre cómo el movimiento estudiantil de 1968 transformó la manera de concebir el cine de una generación de cineastas mexicanos. La participación de brigadas que registraron en película los sucesos sería decisiva. Fue un proceso amplio que también incluyó el cambio de actitud de muchos artistas e intelectuales en relación a la manera en que entendían el papel del arte y la cultura en la sociedad. Aquí se verá también cómo el 68 creó las condiciones para establecer un vínculo de la cinematografía mexicana con los nuevos cines latinoamericanos que antes era prácticamente inexistente.
Antecedentes: sobre el cine político en México
En México, la práctica de un cine militante fue un producto directo del movimiento estudiantil de 1968. Aunque en sus orígenes el cine de la revolución a principios de siglo había incursionado en la participación política, que puede percibirse en las películas producidas por distintos bandos en contienda, como el maderismo de Salvador Toscano o en la cercanía al obregonismo de Jesús H. Abitia, lo cierto es que a lo largo del siglo XX el cine mexicano mostró un carácter más bien apolítico. Desde el surgimiento de la industriacinematográfica en los años treinta la aparición de temas políticos tuvo un carácter marginal, quizá en parte como resultado de la censura, pero sobre todo porque el tema no integraba el interés comercial de los productores. La aparición del cine independiente a fines de los años cincuenta trajo consigo la posibilidad de abordar temas políticos. El brazo fuerte (Giovanni Korporaal, 1958), una cinta pionera de la producción independiente mexicana, abordó desde un punto de vista satírico la manera en la que solía transcurrir la política en un pueblo del interior del país. Sin embargo, no sería justo decir que la producción independiente haya estado interesada en el cine político. La generación de nuevos cineastas que aspiraba a hacer un cine distinto al industrial en términos generales quería hacer películas inspiradas en el neorrealismo italiano, la Nueva Ola francesa, o en la experiencia mexicana de Buñuel. Pero al menos, el abordaje de un tema político ya era posible desde la producción independiente. Cuando se convocó al Primer Concurso de Cine Experimental de 1965, que intentaba propiciar una renovación tanto de temas como de profesionales (directores, fotógrafos, guionistas) en el panorama cinematográfico mexicano solamente una de las películas presentadas abordaba la política: La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965). En ella se hacía una diatriba sobre la penetración del capitalismo transnacional y sus efectos en la sociedad mexicana con un lenguaje vanguardista. Por su temática era una película solitaria, pero tampoco es un dato menor el que esa cinta haya resultado ganadora en el certamen.
También en 1965, fuera del Concurso de Cine Experimental, el realizador Óscar Menéndez filmó Todos somos hermanos, una película sobre las movilizaciones políticas de la izquierda mexicana de los años sesenta, que incluía materiales tan diversos como una dramatización sobre el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo y escenas documentales de las manifestaciones en protesta por la invasión de República Dominicana por las tropas de la OEA o fotografías de Héctor García y Enrique Bordes Mangel sobre la represión al movimiento ferrocarrilero. Menéndez había estudiado cine a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta en Checoslovaquia y a su regreso había estado vinculado con el Partido Comunista Mexicano. El equipo de realización de Todos somos hermanos estaba conformado por trabajadores de Radio UNAM, espacio donde trabajaba por aquellos años. Menéndez envió Todos somos hermanos al Festival Internacional de Cine de Viña del Mar de 1967. Fue la única película mexicana en aquel certamen decisivo para la conformación de un Nuevo Cine latinoamericano.
La aspiración a un cine diferente al industrial en los años sesenta fue acompañada por la aparición de revistas como Nuevo cine (1960- 1961), y por la creación de espacios para la formación de cineastas como el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (1963), dependiente de la UNAM. Si uno revisa los números de la revista o las primeras películas realizadas por los estudiantes se puede dar cuenta de que las principales preocupaciones de esa nueva generación estaban puestas en las vanguardias y en la apuesta por un cine de autor. Es una actitud que podría hacerse extensiva a otros ámbitos de la cultura mexicana del momento, en donde la búsqueda de renovación de lenguajes artísticos y el interés por lo que sucedía en el mundo constituían una actitud beligerante en contra del largo dominio de una cultura oficial nacionalista.
Sin embargo, algunos materiales fílmicos constituían una excepción a esa regla. En los días previos al estallido del movimiento estudiantil un grupo de estudiantes del CUEC, entre los que se encontraban Alfredo Joskowicz y Leobardo López Arretche realizaban un documental sobre la violencia en la Universidad. Entre mayo y junio de 1968 el equipo realizó una serie de entrevistas en varias escuelas y facultades de Ciudad Universitaria. A veces en tono comedido y otras exasperado, Joskowicz repetía a cuadro una pregunta inquietante: «¿Cree usted que estaría justificado el uso de la violencia para hacer valer las demandas de los estudiantes?». Era común que el entrevistador terminara trenzado en una discusión acalorada con sus entrevistados. A la distancia, este material parece documentar una actitud nueva: el uso del dispositivo del documental como un instrumento de concientización política y una posible reacción. Al menos marca el hecho de que el equipo que filmaría el movimiento estudiantil a partir del mes de julio estaba preparado para una participación cinematográfica activa. El documental en curso se suspendió, pero el grupo siguió trabajando como parte activa del movimiento. Pero la mayoría de los estudiantes del CUEC ha afirmado a través de los años que el estallido del movimiento los tomó por sorpresa. Uno de ellos, Federico Weingartshofer definió los sucesos de 1968 como «una sacudidota».
LA SACUDIDOTA
El movimiento estudiantil de 1968 provocó sin duda una de las crisis políticas más profundas que experimentara el sistema político mexicano después de la revolución de 1910. El conflicto entre el Gobierno y los estudiantes puso al descubierto el autoritarismo de un régimen que se negaba a reconocer las demandas de libertad política de una clase media que había crecido al amparo del desarrollismo de los años sesenta. Lo que comenzó como una protesta por los excesos de la policía en la represión de un pleito entre pandillas en el centro de la Ciudad de México terminó como una movilización generalizada de los alumnos de los principales centros de enseñanza, primero en demanda de castigo a los responsables de la represión, pero después y de manera más amplia, a favor de las libertades democráticas en el país. Los estudiantes conformaron un movimiento que, a diferencia del que le precedió en París en el mes de mayo, tenía demandas políticas concretas cifradas en un pliego petitorio y una organización estructurada en torno a un Consejo Nacional de Huelga (CNH). Este carácter programático separa la movilización mexicana de la espontaneidad mostrada por las protestas europeas de ese mismo año (Praga, París, Berlín) y pondría un matiz necesario a la idea de un «68 global» proclamada por Immanuel Wallerstein. El movimiento estudiantil creció durante los meses de agosto y septiembre, recibiendo un importante apoyo por parte de las clases medias urbanas. La cercanía de la celebración de los Juegos Olímpicos en la Ciudad de México en el mes de octubre incrementó la tensión entre el Gobierno y la dirigencia estudiantil. En el mes de septiembre las dos principales instituciones de educación superior del país, la UNAM y el Instituto Politécnico Nacional, fueron ocupados por el ejército. El 2 de octubre, diez días antes de la inauguración de las Olimpiadas, policías y soldados dispararon sobre una manifestación pacífica en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco y los dirigentes del movimiento estudiantil fueron encarcelados.
Durante los meses de agosto y septiembre muchos artistas e intelectuales mostraron simpatía por el movimiento estudiantil y tomaron una distancia crítica con el régimen posrevolucionario. Escritores como Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska acompañaron a los estudiantes y publicaron dos crónicas que se volvieron emblemáticas como testimonio del evento. El poeta Octavio Paz renunció a su cargo como embajador de México en la India después de enterarse de la masacre de Tlatelolco. Sin embargo, fueron pocos los medios masivos de comunicación que publicaron sus opiniones a favor de las demandas de los estudiantes: un par de revistas de circulación relativamente restringida, entre la vastedad de publicaciones alineadas a la política del Estado. Muchos pintores también acompañaron al movimiento, al principio de manera espontánea, pero después de manera organizada. Por ejemplo, en los últimos días de julio, cuando iniciaba el conflicto, los integrantes de una exposición del Salón de la Plástica Mexicana –un espacio organizado por el Estado que reunía a los artistas contemporáneas más destacados– decidieron utilizar el espacio y sus mismos cuadros para expresar su inconformidad con las autoridades por la dureza de la represión.