Se llama Jesús Jiménez Estrada. Tiene setenta y ocho años. Desde los catorce ha dedicado su vida a los libros. Hace 40 años, al perder su empleo en una editorial, encontró la manera de seguir conviviendo con los libros, lo hizo a partir de un hallazgo que lo convirtió en el encuadernador de tinieblas.
Ciudad de México, 29 de mayo (SinEmbargo).– Ciudad de México, 1982. Jesús se pasea por los pasillos de la librería México, propiedad de su padre, ubicada en la esquina de Palma y Donceles. A sus cuarenta años acaba de perder su empleo en la editorial Hermes, en la que trabajó durante más de dos décadas, así que aún no se acostumbra a las horas muertas.
Busca algo que leer entre los anaqueles viejos y, de pronto, se encuentra con un volumen de pasta dura, negra, con el título Libro de San Cipriano.
Lo hojea. Lee la nota del traductor: “Aquí os presento un libro de valor inestimable, el ‘Tratado completo de la verdadera Magia’, escrito por el monje alemán Jonás Sufurino”.
Y en la siguiente página se encuentra con la presentación del monje Sufurino, quien explica que el volumen se compone de los textos transcritos que “los espíritus superiores de la corte infernal” le han dictado. La obra, uno de los textos imprescindibles del ocultismo, incluye invocaciones, encantamientos, sortilegios, hechizos antiguos y otros actos de magia negra.
Jesús regresa al mostrador con el libro en mano. Lo lee, interrumpido a lapsos por algunos clientes, hasta llegar a la última página. Queda fascinado por la historia. Y luego tiene un arrebato infantil: deshace el libro, le arranca la pasta de cartón rígido y lo fotocopia hoja por hoja.
Se siente inspirado, creativo.
Así que encuaderna las fotocopias: pega los folios sobre los lomos, luego los coloca sobre un trozo de cartón corrugado y forra las portadas con cuero.
Pero eso no le basta.
Así que, con engrudo, papel periódico y cartón, moldea sobre la superficie de la portada la silueta en relieve de una estrella de cinco puntas y una flecha que zigzaguea hacia los bordes. La labor le lleva un día y medio.
Una vez listo, coloca el ejemplar en el mostrador. Y unas horas después, llega un cliente y pregunta por él:
—Y este libro, ¿en cuánto sale?
Jesús se sorprende y suelta, para salir al paso:
—Setecientos pesos.
—Me lo llevo.
A partir de ese momento Jesús deja de ser un librero más del Centro Histórico y se convierte en Jiménez, el encuadernador de tinieblas.
***
“Me llamó Jesús Jiménez Estrada. Tengo setenta y ocho años y desde los catorce dedico mi vida a los libros”. Así se presenta Jiménez, como le gusta que lo llamen, mientras acomoda su mercancía en su puesto fijo, instalado en el Callejón Condesa, a unos metros del Eje Central Lázaro Cárdenas.
Este lugar es uno de los corredores culturales del Centro Histórico que se resiste a la extinción. En 2020 el Gobierno de la Ciudad de México, en colaboración con la asociación civil Los Rescatadores, instaló 68 carritos a lo largo de los 800 metros cuadrados del corredor.
Es una mañana fría de noviembre de 2021. Algunos libreros bostezan, lucen desganados, apáticos. Jiménez, en cambio, luce alegre, avispado, memorioso.
Viste una chamarra negra, abrigadora, y el cubrebocas de rombos grises oculta su sonrisa. Él es uno de los libreros más longevos: calcula que lleva más de veinte años ininterrumpidos aquí. Su puesto es uno de los más llamativos, debido a que sus creaciones, en primera fila, obligan a los transeúntes a detenerse de forma abrupta, como quien descubre un túnel en medio de la nada y se planta en el umbral con una mezcla de miedo y curiosidad.
—¿Cómo se inició en el oficio de librero?
—Cuando era niño acompañaba a mi papá a vender libros a la Lagunilla. En esa época se instalaban los chachareros, ropavejeros y los libreros en esas calles. Nosotros llevábamos un atado de 20 libros. En ese entonces mi papá compraba El Universal y lo desplegaba sobre el piso, como tapete, y ahí poníamos lo que íbamos a vender.
A los catorce años entró a trabajar a la editorial Hermes, que estaba ubicada en Ignacio Mariscal 52. “Mi papá —cuenta— me presentó con el gerente, que era Antonio López Fernández, ex militar en España y uno de los representantes del exilio español. Él me dio mi primera oportunidad”.
Trabajó veintiséis años en la editorial, tres como ayudante y 23 como jefe de almacén.
A la par, Jiménez siguió montando su puesto todos los domingos en La Lagunilla, siguiendo la tradición familiar.
Como librero ha participado en ferias locales y nacionales, incluida la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.
Después de la editorial Hermes, trabajó en las librerías que su papá abrió en las calles del Centro Histórico.
Actualmente vive en la colonia Progreso Nacional. Ahí instaló su taller, en donde confecciona sus enigmáticas creaciones.
—¿Cuánto tiempo le lleva cada libro?
—Un día completo, pero tengo que esperar otros tres o cuatro para que se sequen.
—¿Con qué los hace?
—Con paciencia y mucho amor.
Hojeo una de sus creaciones. Y me revela uno de sus secretos: el deterioro de las páginas, en apariencia natural, es una falsa pátina, mezcla de café y otros ingredientes.
—Pero, ¿cuál es el truco de las portadas?, ¿cómo le hace para que queden así? –le insisto.
—Un mago nunca revela sus trucos –bromea y suelta una carcajada.
***
Jiménez tiene una relación física, corporal, con los libros: sus manos han encuadernado cientos de ejemplares. A la manera de un escultor, moldea seres de pesadilla, como si estuvieran inspirados en los personajes de la literatura de terror, de Lovecraft a Stephen King. Es como si le diera vida a las tinieblas.
Confiesa que tiene una fascinación por la literatura de terror, por el género de fantasía, lo esotérico y las ciencias ocultas.
Algunos de sus compañeros libreros le han reprochado a Jiménez: “Usted no vende porque hace figuras satánicas y esas cosas traen mala suerte”.
Jiménez, al escuchar ese tipo de comentarios, suele responder, con una sonrisa en el rostro:
—¡De qué me hablas! Si esos son los que más me dejan.
Lo satánico y lo oculto —me explica— son temas que él lee como ficción. Y está convencido de que ese tipo de lecturas avivan las llamas de la imaginación y nos devuelven esa inocencia infantil que hemos perdido en la edad adulta. Él suspende su incredulidad y se sumerge sin prejuicios en el universo de lo siniestro.
Si bien Jiménez también vende libros de viejo, no intervenidos, sus creaciones son las que saltan a la vista. Algunas de ellas adornan la primera fila de su puesto, como aquel volumen de cuero grueso, cuya cubierta tiene un rostro con los ojos en blanco, boca semiabierta, cabello de serpientes, como medusa, con el color y la textura de la corteza de un árbol. Una chica de lentes oscuros y morral de cuero al hombro se acerca al puesto y pasa sus dedos sobre la cubierta.
—¡Qué padre! ¿Usted los hace? –le pregunta.
—Sí, yo mero –responde Jiménez.
La chica levanta el libro, lo hojea y luego pregunta por el precio.
—Ése se lo dejo en 3 mil 500, señorita –le dice Jiménez.
La joven, con delicadeza, lo devuelve a su sitio y le agradece.
Al principio, cuenta Jiménez, vendía sus creaciones a costos irrisorios, hasta que se enteró de que tenía un par de clientes que los revendían, como artículos de colección, hasta en 8 mil pesos.
Por eso decidió que sus libros, con encuadernados únicos, oscilarían entre los 2 mil y los 3 mil 500 pesos.
—Va a regresar por él –me dice Jiménez, confiado, seguro.
—¿Usted cree?
—Sí, siempre pasa.
Horas más tarde, para mi sorpresa, la chica regresa por el libro.
—Ya ves, te lo dije. A veces miro a algunos clientes y siento como que el libro que agarran lo hice para ellos. Y me dan ganas de decirles: “Llévatelo, mano, que te ha estado esperando”.
—Y, ¿cuál es el libro que me ha estado esperando a mí? –le pregunto.
—No se ve que el terror y la fantasía sean lo tuyo –hurga entre pilas de libros de viejo que tiene frente a él y saca dos ejemplares–, así que me la jugaré con estos dos.
Me los entrega. Uno de ellos es Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, una de mis novelas favoritas; el otro: Los anillos de saturno, de W.G. Sebald, una obra que no he leído.
—¿Le atiné con alguno?
Asiento, sorprendido.
—Pero no se espante –me dice, con una sonrisa de oreja a oreja–. A veces el azar juega del lado de los que somos medio esotéricos. Ahora dígame, ¿se los lleva? Si se anima, le hago un descuento.
Y veo cómo, detrás de la bruma misteriosa, se asoma el colmillo del librero.