Hoy, los padres de los cuatro jóvenes desaparecidos en Tierra Blanca verán al subsecretario de Derechos Humanos de Gobernación, Roberto Campa Cifrán. Hace ya 4 meses que policías estatales se los llevaron. Sólo Bernardo Benítez ha sido identificado. De los cuatro restantes, entre ellos una joven menor de edad, aún no se sabe nada. “A estas alturas, lo que nos digan o lo que encontremos, creo que es bueno”, dijo Carmen Garibo, madre, en entrevista con Ciro Gómez Leyva.
Mientras tanto, en Narcisa Millán Fernández, la madre de mayor edad en la Brigada de Búsqueda de Desaparecidos de Veracruz, sigue escarbando. Se le ve renguear, apoyada de una varilla sobre los cañaverales de la comunidad de El Porvenir, Córdoba, donde fueron hallados cientos de fragmentos óseos, lapidados en una cavidad clandestina con aromas a combustible y exterminación.
La mujer de 60 años visita la tierra de Javier Duarte cada que sus posibilidades económicas se lo permiten. No pierde las esperanzas de encontrar a su hijo.
Por Miguel Ángel León Carmona
Córdoba, Veracruz, 29 de abril (SinEmbargo/Blog.Expediente).– «A mi hijo lo levantaron policías municipales de Córdoba, Veracruz. Todavía lo dejaron hacer una llamada y avisó que le exigían 30 mil pesos en menos de 20 minutos para soltarlo. Nosotros no teníamos el dinero, así que viajé desde la Ciudad de México para hablar con las autoridades, pero tal vez llegué tarde, pues me aseguraron que no lo tenían… Llevo seis años buscándolo”.
Habla Narcisa Millán Fernández, la madre de mayor edad en la Brigada de Búsqueda de Desaparecidos. Se le ve renguear apoyada de una varilla sobre los cañaverales de la comunidad de El Porvenir, Córdoba, donde fueron hallados cientos de fragmentos óseos, lapidados en una cavidad clandestina con aromas a combustible y exterminación.
La mujer, de 60 años visita la tierra de Javier Duarte cada que sus posibilidades económicas se lo permiten. No pierde las esperanzas de calmar su pena, originada el 26 de noviembre de 2010, uno de los últimos pendientes en el Gobierno de Fidel Herrera Beltrán.
Aquella ocasión se registró la última señal vitalicia de Arturo Sanabria Millán, un joven de 23 años, nacido en la Ciudad de México, pero con raíces veracruzanas, así lo aclara su madre, nacida en Poza Rica, la misma que hoy embala huesos y simula entablar conversaciones con los finados.
“No digo que mi hijo sea un pan de Dios. Cuando desapareció iba con dos amigos que se dedicaban al narcomenudeo. Algunas ocasiones lo descubrí sangrar de la nariz por consumir cocaína… Pero si cometió algún delito lo hubieran encarcelado. Yo llevaría seis años visitándolo, diciéndole que lo amo y lo perdono. No era necesario matarlo, si es que lo hicieron”.
Una historia más de desaparición forzada y sin denuncia. Los familiares del ausente aguardan los resultados periciales de la Fiscalía General del Estado, suplican a las fuerzas celestiales que entre los 500 fragmentos óseos, recolectados en quince cocinas humanas, se encuentre alguna proporción de Arturo Sanabria Millán.
SALIÓ A VER A SU FAMILIA Y YA NO REGRESÓ
La mañana del jueves 25 de noviembre de 2010, Arturo Sanabria decidió emprender un viaje a Coatzacoalcos, Veracruz. Visitaría a familiares de su madre, gastaría un fin de semana con sus dos amigos, “El Negro” y “El Chino”… Y así fue, encendió el motor de un Honda Civic, color negro y partió a un mundo desconocido, de donde pocos, muy pocos han vuelto.
El joven reportó vía telefónica a su madre que pasaría la noche en Córdoba, Veracruz. Y así lo hizo. Se sabe que amanecieron en el sitio y se dispusieron luego a continuar con su viaje, ya a 300 kilómetros de distancia, aproximadamente. Sin embargo, a las 10 de la mañana del 26 de noviembre los planes cambiarían para los tres amigos.
Con base en la versión de los dos sujetos que sobrevivieron, los viajantes pasaron a una gasolinera, en las afueras de la ciudad, para tomar un refrigerio. El único que esperó en el auto fue Arturo Sanabria, al único que levantarían también.
Bastaron cinco minutos en el establecimiento para que al salir el escenario fuera diferente: a Arturo, policías municipales lo tenían esposado, con su mejilla derecha aprisionada contra la lámina del cofre. El detenido, con mirada fría, indicó a sus compañeros que huyeran del lugar. Ellos hicieron caso y acudieron a la terminal del ADO; luego partieron de la ciudad.
Fue a las 20:00 horas cuando el teléfono de uno de los amigos sonó. Era Arturo y se le oía angustiado, aseguran. “Cabrón, los policías me piden 30 mil pesos y en menos de 20 minutos. Dicen que sólo así me van a soltar, ¡ayúdenme!”. Al fondo, del lado del detenido, el único sonido que se apreciaba era el de oficinistas hundiendo teclas sobre máquinas de escribir.
Los amigos le indicaron que apenas estaban en el estado de Puebla, que los aguantara. Sin embargo, alguien del otro de la cobertura arrebató el teléfono: “A ver hijos de su pinche madre, en este momento queremos la lana aquí, si pasan los 20 minutos ya valió madres todo”.
El tiempo se gastó hasta la madrugada del 27 de noviembre. Los 20 minutos se habían multiplicado por 15. Los amigos llegaron hasta el domicilio del hermano de Arturo Sanabria; gritaron y patearon la puerta hasta que los escucharon.
El hermano se enteró de lo sucedido y pasó la noticia hasta doña Narcisa. “Jefa, que atoraron a mi carnal en Córdoba”, la madre recuerda el momento de hace 64 meses y vuelve a llorar; lo hace sobre una piedra que ocultó a cadáveres apilados. “Si nos hubieran dado más tiempo. Si hubiera tenido el dinero…” lamentos que le arrebatan la respiración.
La madre, sin pensarlo, acudió del lugar de la detención; sin dinero, sin conocer la ciudad, solo con la necesidad por recuperar a su hijo. Doña Narcisa acudió a la comandancia municipal, ahí dio las señas de su desaparecido:
“Mide un metro con 90 centímetros, es moreno; tiene porte de militar, cabello rizado, casquete corto y sin patillas. Lleva puesto una bermuda de mezclilla, camiseta blanca y huaraches tejidos, porque hacía mucho calor cuando lo levantaron”.
Los oficiales en turno revisaron una libreta con los nombres de los detenidos, pero las señas de Arturo Sanabria no estaban, mucho de su vehículo con placas del Estado de México. A la madre la enviaron al ministerio público, donde el delegado, secó las lágrimas de la mujer, registró su número telefónico y le juro:
“Madre, no se preocupe. Regrese a su casa. En cuanto sepa de su hijo yo mismo le llamo. Confíe en mi”.
Fue el último contacto que tuvo doña Narcisa con las autoridades cordobesas, no le han llamado desde entonces. Tampoco le ofrecieron interponer una denuncia, nada. Hasta ahora, los asesores jurídicos de la brigada nacional, le aconsejan hacerlo y ella asegura lo haría a la brevedad.
“SUS AMIGOS ANDABAN EN EL NARCOMENUDEO”
Doña Narcisa al no ver respuesta de las autoridades decidió hacer lo que muchas madres con hijos desaparecidos: inició una búsqueda por su cuenta; comenzando por rastrear el directorio telefónico de su hijo. Fue allí donde encontró el número de “El Chino”, uno de los acompañantes.
Doña Narcisa llamó a la casa del amigo y contestó una voz femenina. “Señora mi hijo se escapó de la casa y para qué le voy a mentir, se dedica a la venta de droga. No pude ayudarlo con su problema”, fue cuando la conducta de Arturo Sanabria se entrelazó con sus amistades.
La mujer acomoda sus anteojos y comparte que su hijo tuvo un trabajo como ensamblador en la Ciudad de México, que estudió hasta el primer semestre en el Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), incorporado a la UNAM, pero nunca pudo controlar su afición por la cocaína, que más tarde mutó en adicción.
“A veces lo veía sangrar mucho de la nariz. Tenía la mala costumbre de secarse con cualquier trapo que encontraba. Cuando los ponía a remojar, quedaban pedacitos como de bicarbonato… Era cocaína. Más tarde su hermano me confesó que también era adicto a la piedra, también conocido como Crack. Sólo así até cabos y ahora acepto que pudo haber estado inmerso en algún negocio malo”.
“Yo veo a tantos presos famosos que cumplen sus condenas en la cárcel. Es más, el mismo Chapo de Sinaloa está seguro en su celda. Entonces por qué a mi niño lo desaparecieron. Lo hubieran encarcelado, si es que debía algo. Yo llevaría seis años visitándolo, diciéndole que lo amo y lo perdono. No era necesario matarlo, si es que lo hicieron”.
Y así la madre, entre reproches por la suerte que le ha tocado vivir, ayuda a cubrir de plástico los hallazgos y pregunta sin titubear a las autoridades de la FGE que resguardan el área:
“¿Para cuándo sabré si estos pedazos son de mi hijo? Sus amigos se lo llevaron. Por qué no les pregunta si en este pozo lo echaron para ahorramos tiempo”.
Los agentes periciales se inmutan ante el reclamo y sólo fijan su mirada al suelo removido. Doña Narcisa decide ignorar su presencia y se hinca frente a las osamentas tiznadas, ahí figura entablar una conversación con lo que pudiera ser su desaparecido:
“Mi vida, si tú estás aquí en puros huesitos, este rosario te lo ofrezco. Tú, Dios mío, sabes dónde lo tienes. Si finalmente lo encontré, manda una señal y acaba de una buena vez con esta pena” y así permanece la mujer de 60 años. Sólo sin que nadie le impida sacudir su sufrimiento.