El otorgamiento en España del Premio Cervantes a Elena Poniatowska desató una polémica inédita. A quienes validaron tal reconocimiento se les ha tachado de lambiscones; a los que lo denostaron, de resentidos. Sandro Cohen, por ejemplo, emitió esta valoración literaria en Facebook:
«….no hallo ni una sola obra de creación literaria suya que merezca el Premio Cervantes. Al contrario: se trata de novelas y relatos de principiante que no resisten siquiera el mínimo escrutinio. Y si uno los considera en conjunto, no les llega ni a los talones de las obras de escritores como Ricardo Garibay, Rubén Bonifaz Nuño, Fernando del Paso, Eduardo Lizalde (para acercarnos un poco a la generación de Elena) o—entre los más jóvenes, aunque ya maduros— las de Marco Antonio Campos, Guillermo Fernández, Vicente Quirarte, Ignacio Padilla, Enrique Serna, Jorge Valdés Díaz Vélez, Adriana Díaz Enciso, Jorge Fernández Granados, Claudia Hernández de Valle Arizpe, Blanca Luz Pulido, Jorge Volpi o dos decenas más de poetas, ensayistas y narradores que sí podrían merecer la distinción que ofrecen los monarcas españoles».
Al no encontrar razones estéticas para el otorgamiento de este galardón, hay quienes consideraron motivos extraliterarios, como los de su militancia política y el renovado activismo social de sus últimos años. Pero en este ámbito la autora de Hasta no verte, Jesús mío tampoco parece convencer a sus maldicientes. Para muchos resulta difícil creer que quienes «le dieron la llave para abrir México fueron los mexicanos que andan en la calle». Ésta es una afirmación que reblandece los sentimientos, además de ser políticamente correcta de boca de una extranjera que ha sido bien apreciada por los mexicanos, pero se le considera tan falsa como ésta: «Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos». Para comprobar tal impostura, algunos vuelven a colgar en el clavito de la pared aquella foto paradigmática en donde Poniatowska va tomada del brazo de Carlos Salinas de Gortari, rodeada por la élite cultural de México: Monsiváis, Tovar y de Teresa, Krauze. Aunque Elenita, como se le conoce con cariño, diga que «todos somos venidos a menos, todos menesterosos» y «en reconocerlo está nuestra fuerza», para muchos está muy lejos de ser pueblo y de representar a los indígenas de México, aunque use sus atuendos, de los que Gil Gamés hace mofa en su artículo “Sancho Panza de los pobres”. Sin embargo, en su más reciente artículo para Milenio, «Odio y envidia a la Poni», Braulio Peralta refuta esta guerra sucia y sale en su defensa:
Elena Poniatowska: traidora de su clase. Renunció a la nobleza y la burguesía que el mundo le deparaba. No vive en un castillo. Sale a la calle a marchar, a denunciar, a escribir de los que no tienen nada. Toma a caudillos y líderes de ejemplo para las nuevas generaciones. Está con Andrés Manuel López Obrador. Es fiel a sus amigos. No traiciona principios ni responde a sus detractores. Calla ante la avalancha de odios y envidias inmerecidas. Ella tiene un proyecto literario: en ello le va la vida»
Apenas ayer, Luis González de Alba, en el mismo Milenio, iniciaba así su columna “Los europeos nos roban la historia”:
En un pasmoso alud de mentiras y miel, ante los reyes de España Elena Poniatowska escamoteó con ágil capote la Conquista para banderillear a Estados Unidos como invasor tragón resistido por indios “con escudos de oro y penachos de plumas de quetzal”.
Será difícil, por lo visto, ponernos de acuerdo en los atributos estéticos de la obra de Poniatowska y si estos fueron suficientes para hacerla merecedora del máximo galardón de las letras en lengua española (así de mostrenco es el gusto estético), como también será difícil hacerlo con respecto a su integridad ética, pues los límites de la moral son resbaladizos. No creo, eso sí, que la obra de Adriana Díaz Enciso, Ignacio Padilla o Claudia Hernández de Valle Arizpe esté por encima de la de Poniatowska, como lo afirma Cohen, como tampoco creo que ésta sea una traidora de su clase, como lo sentencia Peralta, o que su discurso ante los reyes de España haya sido “un pasmoso alud de mentiras y miel”, como lo asevera González de Alba. Tales afirmaciones me parecen desproporcionadas. Creo, en cambio, en un aspecto que fue inobjetable y, ahora, encomiable: Poniatowska criticó duramente en las pasadas elecciones al fascismo panista, la neodictadura priista y a la envilecida Televisa, además de luchar sin dobleces por un proyecto (el lopezobradorista) que, en su momento, representó la mejor opción política para nuestro país, sobre todo ahora que aquellos presagios apocalípticos con que nos amenazaban empiezan a hacerse realidad. Ésta es la enseñanza: siempre será mejor tomar partido que quedarse escondido detrás de la infame sombra. Poniatowska perdió la contienda política de un país, pero ganó la batalla literaria de todo un idioma. Que Dios la agarre confesada.