Alma Delia Murillo
28/12/2013 - 12:03 am
Estos son mis finales
Nos contamos la vida en años. Y 2013 agoniza. Uno más o uno menos, según desde dónde movamos la línea del tiempo. Luego de sumar y restar a mí siempre me salen las cuentas en ceros. Me fascina el cero: el número redondo, el círculo vacío, la posibilidad de todo. Cuando era niña pensaba que […]
Nos contamos la vida en años. Y 2013 agoniza. Uno más o uno menos, según desde dónde movamos la línea del tiempo. Luego de sumar y restar a mí siempre me salen las cuentas en ceros. Me fascina el cero: el número redondo, el círculo vacío, la posibilidad de todo.
Cuando era niña pensaba que la palabra anuario se refería a guardar, literalmente, los años en el armario pero no entendía muy bien cómo. Ahora sé que no estaba tan errada: los años se guardan en un armario de carne y hueso. Y aunque la memoria lo olvide todo, el cuerpo no olvida porque el cuerpo es el tiempo.
Por ejemplo aquí, en la punta de mi lengua guardo el mes de julio del año 2013. Porque julio es la muerte de mi abuela. Ella podía tocarse la punta de la nariz con la punta de la lengua, me quedé boquiabierta más de una vez contemplándola con el asombro de un niño que se deslumbra ante el truco de un mago.
Y aquí, en las yemas de mis dedos que repentinamente se han puesto frías, guardo el mes de marzo: la ansiedad, la lejanía, el miedo a dar el salto. Marzo la dureza de saberme sola.
En el hipotálamo guardo el mes de mayo y huele a sangre, a enfermedad superada.
En estas piernas persistentes que me hicieron atravesar la ciudad corriendo, vive agosto. Noviembre habita en el centro de mi pecho y es el brinco, la libertad.
El amor empezó en junio desplazándose de mi ojo derecho a mi vientre; ahora para el amor tengo el cuerpo entero.
Me detengo y miro, no tiene nada de especial mi año y sin embargo sí: la impronta de que mi ordinaria existencia me pertenece muy poco. La bendita certeza de que todo termina y no puedo hacer nada para impedirlo porque, gracias al Universo, no depende de mí. Qué alivio saber que la vida no es para siempre; entender delante de la cana que señala el espejo, del rostro en transformación constante y de las arrugas que se van profundizando, que sí, que somos efímeros. Entenderlo de verdad, con las células del cuerpo y no con las ideas. Y sonrío al pensar que cuando tenía seis años creía que al cumplir quince sería muy grande y a los quince juraba que llegar a los veinticinco era envejecer.
Entonces me digo: si el tránsito de la vida es escandalosamente breve, esos propósitos de Año Nuevo son un verdadero despropósito; bien mirados no son más que otra manifestación posmoderna del negocio de la bondad. Persisten por la idea millonaria de que todo lo que hacemos, comemos, aprendemos y vivimos nos induce a ser buenos o estar buenos; vaya ironía. Y es sin duda una idea rentable porque se materializa en un montón de servicios y productos concebidos para tales fines.
El negocio de ser mejores es redondo y mueve mercados internacionales pero para el ser es extenuante. ¿De dónde vendrá el deseo vehemente de apegarnos al canon transitorio de bondad o de persona correcta?
Esas listas de inicio de año donde nos prometemos ser más flacos, más atléticos, fumar menos, cambiar de coche, visitar más a la familia y ser mejores personas; las encuentro infantiles, por decir lo menos, y mutiladoras por decir lo justo. Porque son listas para limitar, para no ser o para ser como la fórmula correcta dicta.
Vuelvo a detenerme y miro los doce meses de mi año 2013 y es una auténtica pasarela de la felonía porque desfilan delante de mí como entrañables monstruos: chuecos, rotos, gordos, torcidos, viciosos, diferentes, feos. Hermosamente ingrávidos, libres incluso del peso de mi propia existencia, comprometidos con la vida y nada más. Porque ni enero ni diciembre dependen de mí y si muriera ahora mismo, ahí seguirían.
Y de nuevo me pregunto: ¿qué tiene que ver la vida con esas listas de propósitos pegadas en la puerta del refrigerador o en el block de notas digital? Y la respuesta es nada.
Creo en pocas cosas pero sí creo en los finales de ciclo. Creo en celebrar nuestra finitud, nuestra existencia limitada y por lo mismo tremendamente maravillosa.
Y, creo, sobre todo, en volver a intentarlo. Y para volver hay que irse, y siempre será admirable quien se atreve a hacerlo porque invariablemente, de allá a donde nos fuimos, regresamos siendo otros.
Dijo Groucho Marx “Estos son mis principios, si no te gustan: tengo otros”. Cuánta sabiduría sintetiza esa deliciosa frase que nos ha hecho reír tanto, en ella se declara el entendimiento cabal de que las ideas son fijas pero la existencia es dinámica.
Por eso es que yo, a toro pasado, reconozco como progenitora responsable a mis finales: estos son, yo los parí. Pero también sé que los principios se irán modificando para vivir la vida con la dosis mínima posible de amargura y para no dejar que me coman las neurosis disfrazadas de falsas lealtades.
Del otro lado de la pared que está a punto de derrumbarse hay un año nuevo de mirada húmeda, un año tierno, recién nacido: dejemos que sea.
Les deseo que ese año nuevo los encuentre con palabras de amor hinchándoles el pecho, con la cabeza llena de disparates, con las ganas rezumando en las rodillas. En fin: que su anuario en el cuerpo baile, aunque a veces duela tener delante la certidumbre de los finales.
Pero si ya volvimos, volvamos a intentarlo.
@AlmaDeliaMC
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