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Jorge Javier Romero Vadillo

28/11/2019 - 12:04 am

Una jurista a la Suprema Corte

«Ante la vacante abierta en el máximo tribunal por la renuncia intempestiva y todavía no explicada de Eduardo Medina Mora, el Presidente de la República ha enviado la terna correspondiente al Senado».

Foto Cuartoscuro

La historia de la Suprema Corte de Justicia, durante todo el régimen del PRI, estuvo marcada por su sumisión al Ejecutivo. Con base en reglas formales e informales, el órgano que se suponía la cabeza de uno de los tres poderes de la Unión no fue más que un instrumento del poder concentrado en la Presidencia de la República. No solo su acción estaba limitada por sus atribuciones constitucionales, sino, además, el control que ejercía el presidente sobre el Congreso, también garantizado por una combinación de reglas formales y prácticas informales fuertemente institucionalizadas, hizo que durante la mayor parte del siglo XX todos los ministros fueran nombrados sin obstáculos por el ejecutivo, por más que tuvieran que pasar por el filtro del Senado, mero trámite para cumplir con el expediente constitucional.

El diseño constitucional de la Suprema Corte la hacía un cuerpo con facultades muy restringidas. La mayor limitación formal del órgano superior del poder judicial era su ámbito de competencias. Desde la Constitución liberal de 1857, la concepción del Poder Judicial Federal se basaba en que su deber era garantizar la observancia de las garantías individuales mediante el juicio de amparo. De acuerdo con la teoría constitucional heredada por la Constitución de 1917 de su antecesora decimonónica, el buen ejercicio de las funciones del Poder Judicial Federal y de la Suprema Corte de Justicia era la mejor garantía en contra de la dictadura y el despotismo; el sistema federal sólo podría subsistir si ese poder era fuerte. En el arreglo institucional real, basado en las prácticas informales, el Poder Judicial Federal quedó, sin embargo, subordinado al Ejecutivo y el juicio de amparo apenas si constituyó un valladar frente a la arbitrariedad presidencial; por supuesto, la Corte nunca jugó un papel determinante para garantizar el orden federal, en sí mismo bastante endeble.

Sin embargo, el Poder Judicial Federal no quedó al margen de los cambios institucionales que vivió el país a partir de la década de 1980. En 1987, hacia el final del gobierno de Miguel de la Madrid, se llevó a cabo una reforma que pretendía darle a la Suprema Corte una nueva imagen para convertirla en un órgano de salvaguarda constitucional. Se trató de un primer paso para transformar la Corte en un tribunal constitucional, pues la reforma preveía que la Corte conociera sólo de aquellos asuntos en los que se impugnara la constitucionalidad de una norma general inferior a la Constitución o se hiciera un pronunciamiento sobre algún precepto de ella. No obstante, el cambio no fue del todo perceptible porque los procesos para llevar a cabo el control de la regularidad constitucional fueron los mismos, basados en tradicional juicio de amparo.

El cambio promovido por el presidente Ernesto Zedillo apenas tomó posesión fue mucho más trascendente, pues fue un paso para convertir a la Suprema Corte en un tribunal constitucional más cercano al modelo europeo que a su prototipo original, la Corte Suprema de los Estados Unidos. Surgieron entonces dos nuevos juicios: la Acción de Inconstitucionalidad y la Controversia Constitucional, que han tenido enorme relevancia en el funcionamiento de la democracia mexicana con pluralismo político y múltiples alternancias en el poder, a pesar de que en su momento llamó poco la atención de los analistas y no provocó gran discusión política, pues los partidos sólo eran capaces de prestarle atención a la reforma de las reglas electorales, sin darse cuenta de la necesidad de impulsar otros cambios institucionales que permitieran dirimir legalmente las controversias entre los actores políticos y que garantizaran la gobernabilidad independientemente de quién tuviese la mayoría.

Cuando el gobierno de Zedillo presentó la iniciativa, parecía tener claro que el funcionamiento de la Constitución en un régimen democrático necesitaba de un tribunal con atribuciones para controlar la constitucionalidad de cualquier acto de autoridad, permitir que los órganos del Estado defendieran sus competencias, facultar el planteamiento de cuestiones de constitucionalidad de tipo abstracto y darles a las resoluciones efectos generales a diferencia del muy limitado juicio de amparo, atado por la cláusula Otero.

Con la reforma de 1995 cambiaron también los criterios de integración de la Corte. A partir de entonces, el presidente propone una terna de candidatos al Senado, ante el cual tienen que comparecer los propuestos para hacer públicos sus méritos y las objeciones que sobre ellos existan. Si la terna no es aprobada, el presidente debe proponer una nueva y si esta también es rechazada, entonces el presidente podrá designar a cualquiera de sus integrantes, por lo que el Ejecutivo mantiene su supremacía en el nombramiento. Un cuarto de siglo después de su establecimiento sería ya tiempo de reformar el método de nombramiento de ministros, para garantizar un proceso más transparente y democrático, pero hoy por hoy esas son las reglas del juego.

Ante la vacante abierta en el máximo tribunal por la renuncia intempestiva y todavía no explicada de Eduardo Medina Mora, el Presidente de la República ha enviado la terna correspondiente al Senado. Su primer acierto ha sido que esté formada por tres mujeres, lo que significa un paso importante para avanzar hacia la paridad también en la cúpula judicial, donde hasta ahora nueve de sus once integrantes son varones. También ha acertado el presidente al nominar a tres profesionales del derecho que han concitado respeto generalizado. Ahora es el Senado el que tiene que hacer bien su trabajo y llevar a cabo un escrutinio a fondo de sus carreras y de sus capacidades. En esta ocasión todo parece indicar que el nombramiento será certero y que a la Corte llegará una jurista con merecimientos.

Tengo para mi, sin embargo, que, entre las tres nominadas, dos son las que tienen los méritos necesarios: Ana Laura Magaloni. Parafraseo la conocida ocurrencia de Luis Cardoza y Aragón sobre los grandes del muralismo, porque no tengo duda de que se trata de la mejor opción que puede tomar el Senado. La doctora Magaloni ha dedicado su carrera a estudiar críticamente el sistema de procuración e impartición de justicia en México, ha hecho trabajo de campo entre las víctimas de un sistema carcomido y ha reflexionado sensatamente sobre su reforma. Se trata de una mujer comprometida a fondo con la justicia, desde la academia y desde el activismo de base. Nada le haría mejor a la Corte hoy que ella se sentara en su pleno.

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Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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