Con ustedes, el hipocondriaco de las pastillas de colores, el hombre sin barba, el fakir de uñas largas y tacones puntiagudos, el malabarista de las palabras sin acento. Observen cómo se atreve a entrar en la habitación con esa mujer que da mordiscos, lamidas en las orejas y le puede sacar el corazón…
Por Sismaí Guerrero Osorno
Ciudad de México, 28 de septiembre (SinEmbargo).- Ante ustedes, el monstruo que dice “te amo” con los labios cerrados. El trapecista de las medias de red, lleno de cicatrices. ¡Pasen y vean al hombre bala entre sus piernas!
Con ustedes, el hipocondriaco de las pastillas de colores, el hombre sin barba, el fakir de sus uñas largas y sus tacones puntiagudos, el malabarista de las palabras sin acentos.
No pierdan de vista cómo juega a la ruleta rusa con todos los besos que no le dan y caen en otra boca, o cómo es capaz de doblarse hasta caber en el bolsillo de atrás de todos los pantalones que ella ya no se pone.
Observen cómo se atreve a meterse en una habitación a solas con esa mujer que da mordiscos en el cuello, lamidas en las orejas y le puede sacar el corazón con sus propias manos para ponerlo bajo una lluvia de septiembre.
Ríanse de su daltonismo, mientras el arcoíris se burla junto con ustedes, o de cómo se le escapa el único conejo de su sombrero, mientras planea un abrazo interminable en el aeropuerto de una ciudad sin nombre.
¡Pásele, pásele! ¡Todo este circo cabe en un solo hombre y la entrada a su interior es gratuita!
Hola.
La primera vez que pronunció mi nombre, me di cuenta de lo mucho que me pesa ser yo. Después de eso, dio un profundo jalón a su cigarro, como si el mundo entero cupiera en su boca. Y yo, que nunca he querido ser nada, mucho menos un ídolo, quise volverme humo.
Llevaba un vestido negro y flores en los besos. Se había puesto una sonrisa malévola desde temprano y esa mueca de felicidad se le extendió por todo el rostro como una enfermedad terminal. Igual que aquel montón de maquillaje que iluminaba su cara, como si su piel estuviera en una guerra constante por cambiar de color.
Según ella, no tenía edad ni venia de ningún sitio, se llamaba Alicia, aunque era mentira, como mentira eran sus labios o mentirosas sus manos capaces de construir amaneceres en la playa de una ciudad donde el mar solo habita en las postales de sus ojos enormes.
Se llamaba Alicia y era mentira, pero siempre he dejado que me engañe. Alicia se convirtió en otoño y marchitó las flores de sus besos, enlutó el suelo de la habitación con su vestido negro y su desnudez me regaló diez segundos de paisaje. Desfilaron sobre mis neuronas muertas, todas las mujeres de mi vida en una interminable huelga de caricias.
Me vistió de besos pornográficos y un suicidio colectivo de espermatozoides sucedió sobre el prohibido paso de sus piernas. Luego, con la vista perdida en un horizonte lejano de mi pecho, se prendió otro cigarro y volvió a decir mi nombre. Y yo, que nunca he querido ser de nadie, ni siquiera mío, quise volverme humo, ser suyo y de su boca.