Alma Delia Murillo
28/06/2014 - 12:02 am
La Puta Torre de Babel
Desde luego que no, que las palabras no son inocentes. Ninguna palabra y ninguna frase lo es: ni puto ni te amo. Y se puede hacer tanto daño con una como con la otra. Pero las palabras tampoco son culpables a priori. Luego de regaños, gritos y sombrerazos; luego de leer y escuchar a quienes […]
Desde luego que no, que las palabras no son inocentes. Ninguna palabra y ninguna frase lo es: ni puto ni te amo. Y se puede hacer tanto daño con una como con la otra.
Pero las palabras tampoco son culpables a priori.
Luego de regaños, gritos y sombrerazos; luego de leer y escuchar a quienes asumieron posturas de institutrices y maestros encumbrados señalando a bárbaros y palurdos; luego de leer alegatos para un lado y para el otro sobre el verdadero significado de la palabra puto; y luego incluso de la resolución de la FIFA, de algo estoy cierta: queda un mal sabor de boca porque, una vez más, un evento que nos involucra como colectivo ha dejado claro que somos un país profundamente escindido, roto, pulverizado, segmentado no sólo en los actos sino, principalmente, en las ideas.
Y, ay, cómo duele decirlo, pero esta pulverización ideológica es precisamente el corazón de nuestra tragedia como pueblo. Por algo somos el crisol del mestizaje. Entrañable y doloroso mestizaje que a lo largo de la historia ha enmarcado nuestras acciones más gloriosas, nuestros resentimientos grupales más miserables, nuestra vergüenza y nuestro orgullo.
A partir del suceso “Puto” salieron a relucir cinismos, sapiencias, moralidades comparativas (que no discusiones éticas, de eso vi muy poco), presumibles sensibilidades sociales e intelectualismos de avanzada.
La cosa es que delante de la realidad, la ignorancia y la intelectualidad son primas hermanas; más hermanas que primas, de hecho.
En este festival de ideologías hay una perversión de fondo y es que parecemos amar más a nuestras ideas que a la vida misma. Me refiero a la vida en tanto que natura, a la naturaleza con todas su contradicciones, con sus manifestaciones grandiosas y violentas. Hace unos días leí una certera y punzante frase de Fernando Martínez Monroy – quien fuera uno de mis maestros decisivos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hace algunos años – y me resultó escalofriante pero absolutamente verdadera: “Educar sobre la base de valores y no sobre el uso de la inteligencia, generará siempre fanatismos”.
Ya sé que a muchos no les va a gustar esa sentencia, que cuestionarán si no hay que enseñarles a los hijos lo que es bueno y lo que es malo, lo que es tolerancia y lo que es homofobia, lo que sí y lo que no.
Pero la reflexión que hace Fernando no se refiere a educar sin códigos y tampoco sugiere que no delimitemos valores. Invita a que atendamos más a nuestra esencia humana que a los conceptos: la inteligencia llega antes que los conceptos y que las ideas. Y la inteligencia, cuando se cultiva sin pelearse con el instinto, sirve para discernir, para aguzar la intuición, la capacidad de dudar, de analizar el entorno y, entonces, de transformarlo.
Lo diré de otra manera: las ideas cuando se convierten en ideologías se vuelven fijas, rígidas, artríticas y a menudo constituyen un fardo para la vida porque la existencia es dinámica. Exactamente igual que el lenguaje.
Las palabras están vivas, significan y resignifican, son símbolos o códigos en tanto que representan convenciones asumidas. Pero para perpetuar el significado inamovible de una palabra, hace falta una legión de defensores que se empeñe en ello.
Cuánto hemos perdido y cuánto seguiremos perdiendo mientras esta pulverización de causas cada vez más estrecha, más subdividida y, paradójicamente, menos incluyente se empeñe en señalar al lenguaje como culpable y siga revistiendo palabras de agresión. Vocablos como “gordo”; “feo”, “torpe”, “ciego”, “prostituta” y hasta “muerte” a la que ahora llamamos “lamentable deceso” se han ido convirtiendo en impronunciables como si no fueran parte de la vida y es por ello que cada vez les tenemos más miedo.
Y es que yo no creo en las cruzadas contra mal, ni religiosas ni ideológicas porque no abonan al pensamiento complejo y mucho suman al radicalismo y a la miopía social.
Leí tantos exhortos morales que casi no podía creerlo; como si se tratara de intelectuales civilizando salvajes, evangelizando con la nueva Biblia de la Tolerancia que no deja de llamar mi atención la manera en que promueve la tolerancia en tanto idea o valor pero constantemente manifiesta ser intolerante con la vida y sus manifestaciones reales.
Francamente vi reaccionar a más intelectuales ofendidos en su identidad intelectual que homosexuales ofendidos en su identidad homosexual. Si se hubiera levantado la comunidad gay para señalar el evento como algo que los lastimó, que atentó contra ellos o que amenazó sus derechos, habría sido la primera en comprenderlo y apoyarlo pero me parece que no fue así, tengo amigos homosexuales cercanísimos y la mayoría de ellos se mostraron incluso desconcertados por la respuesta de la “comunidad intelectual”.
Porque en honor a la verdad muchos de los textos reprobatorios sobre el uso de la palabra puto parecían más pretexto de algunos para renegar de la parte identitaria de ser mexicanos que tanto les molesta. Se desbordaron las declaraciones del tipo “Qué vergüenza, los mexicanos no saben comportarse cuando viajan, qué tristeza que el mundo nos reconozca por eso”… ¿Aristocracia intelectual, superioridad moral, clasismo intelectual? ¿eso no es también discriminatorio?
Lo he dicho ya otras veces y lo sostengo: cuando la conciencia incluyente se vuelve selectiva no es auténtica. Se trata simplemente de la selección natural que hacemos todos alrededor de nuestras filias, fobias y neurosis para afianzar nuestra identidad a partir de un personalísimo código de creencias que no deberíamos imponer a los demás.
Creo que de nuevo nuestra hipocresía civilizatoria ha salido a darnos un par de sopapos en la cara: somos animales. Y la parte animal tiene exactamente el mismo peso que la parte racional en nuestra especie, es así. Y no lo digo yo sino la vida misma, nuestra historia toda, damos cuenta de ello desde la concepción hasta la muerte. Por cierto, los invito a leer a Edgar Morin y su propuesta epistemológica del pensamiento complejo. Qué vulnerables nos hemos vuelto por no aceptar nuestra condición animal, aceptándola podríamos ponerla a nuestro favor y volar. Pero no.
Tanto pretendemos ocultar y renegar de nuestra animalidad encerrándola en el ático que no está haciendo otra cosa que crecer en el ambiente húmedo y oscuro propicio para cultivar cuanta bacteria sea capaz de infectarla. Y nosotros en el cuarto de arriba pretendiéndonos todos razonamientos, todos ideas límpidas y asépticas.
El animal que somos un día de estos va a salir debajo de nuestro frágil tapete de la civilización y nos va a agarrar a mordidas a todos. O pregúntenle a Uruguay cómo se siente con el evento de Suárez, si lo hiciéramos seguro volveríamos con cien Uruguayes metidos en los ojos y más confundidos que claros.
Lo que me lleva a señalar la ironía que hay en esto del Mundial que en realidad deberíamos llamar “Los Mundos”, los infinitos, inabarcables, inimaginables mundos que habitan en cada Continente, en cada país, en cada ser humano.
O preguntemos a España cómo se siente con su derrota futbolística y republicana. Volveremos con doscientas Españas rezumbando en la cabeza.
La verdadera evolución vendría si fuéramos capaces de mirar todos esos mundos, de llenarnos de preguntas delante de ellos y de alejarnos -como de la peste- de las respuestas, sobre todo de las respuestas categóricas. Yo digo. Y por hoy ya me callo la puta boca.
@AlmaDeliaMC
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