Jorge Javier Romero Vadillo
28/04/2016 - 12:04 am
Dilma y los defectos del presidencialismo
Lo que ocurrió en Brasil fue la ruptura de la coalición en la que había sustentado su presidencia Dilma Rousseff. Se trataba de una coalición inestable, lubricada con el reparto de parcelas de rentas. Un equilibrio precario forjado desde los tiempos de Lula, que requería para su funcionamiento de una tolerancia amplia con la corrupción, el reparto de comisiones y el pago directo de sobornos políticos, como los que provocaron el primero de los escándalos en los que se ha visto involucrado el partido mayoritario y que condujo a la caída del principal operador político de Lula, Dirceu.
La situación política de Brasil da grima. Es una pena que la crisis económica haya roto la coalición gobernante y haya sacado a flote lo peor del fariseísmo político. Una clase política envilecida, clientelista y patrimonialista, especializada en la extracción de rentas a costa de la eficiencia económica y basada en la desigualdad social, que logró un acuerdo institucional distributivo, con múltiples identidades sociales e intereses corporativos incluidos en el sistema de reparto, pero incapaz de resistir un choque como el provocado por la caída del precio de las materias primas de los últimos años. Entiendo las valoraciones cargadas de emoción que lo consideran un golpe de Estado, pero no las comparto, aunque repruebo éticamente la conducta de la oposición. Empero, con independencia de las valoraciones morales, es necesario entender lo que está ocurriendo desde una perspectiva institucional, que explique los incentivos que han tenido los actores para comportarse como lo han hecho y encuentre las deficiencias en el sistema de reglas democráticas que los han propiciado.
Lo que ocurrió en Brasil fue, como menciono arriba, la ruptura de la coalición en la que había sustentado su presidencia Dilma Rousseff. Se trataba de una coalición inestable, lubricada con el reparto de parcelas de rentas. Un equilibrio precario forjado desde los tiempos de Lula, que requería para su funcionamiento de una tolerancia amplia con la corrupción, el reparto de comisiones y el pago directo de sobornos políticos, como los que provocaron el primero de los escándalos en los que se ha visto involucrado el partido mayoritario y que condujo a la caída del principal operador político de Lula, Dirceu.
Las rupturas de las coaliciones gobernantes no son extrañas en las democracias contemporáneas, sobre todo en situaciones de crisis económica como la que vive Brasil. Sin embargo, el grado de encono y polarización que llegan a tener este tipo de enfrentamientos depende, en buena medida, de la capacidad del arreglo institucional para procesarlas. El nivel de saña alcanzado en esta crisis y la enorme dificultad para superarla que seguramente enfrentará el gigante sudamericano le debe mucho a la falta de flexibilidad del régimen presidencial.
Durante los años de estabilidad y crecimiento vividos por Brasil, que comenzaron durante la presidencia de Fernando Henrique Cardozo, una y otra vez se dijo que se trataba de un caso exitoso de modernización estatal y buena gestión. Lula les encantó a los inversores, en tiempos en que la producción brasileña alcanzaba altos precios en el mercado. La política era capaz de procesar la diversidad social y económica sin grandes conflictos. No hay que olvidar que Rousseff fue reelecta con mayoría absoluta después de un primer mandato exitoso, pero la crisis le estalló en las manos a la Presidente apenas comenzado su segundo mandato y el consenso social se rompió. El apoyo social a Dilma se estrechó y los políticos oportunistas adheridos a la coalición legislativa que apoyaba a la Presidente tuvieron incentivos para romper con ella, en la medida en la que sus fuentes de renta se redujeron o desaparecieron y el tema de la corrupción se convirtió en el eje de la contestación social. Como todos tiene cola que les pisen, la mejor estrategia es pasarle la factura completa al partido mayoritario y tratar con ello de desviar la atención de los vicios propios.
El tema, sin embargo, es que el Partido de los Trabajadores se volvió extremadamente vulnerable por sus propias culpas –ha estado inmerso en la corrupción sistémica lo mismo que el resto del espectro políticos– y su mayoría endeble en el legislativo. Sin duda, el gobierno de Dilma estaba herido de muerte, sin embargo la situación se ha recrudecido por la rigidez del arreglo presidencial que impide ya sea el adelanto de las elecciones o la separación del jefe de gobierno vía una moción de censura basada en la formación de una nueva mayoría.
La primera lección institucional de la historia reciente del Brasil es que si bien en el presidencialismo se pueden formar coaliciones estables –como ha argumentado José Antonio Cheibub (2007, Presidentialism, Parliamentarism and Democracy) en contra de la defensa clásica del parlamentarismo de Linz y Valenzuela–, estas suelen basarse en el reparto de parcelas de rentas y en el pago directo de apoyos legislativos y no existen mecanismos para resolver con tersura su rompimiento. Con las reglas de la Constitución brasileña se puede destituir con relativa facilidad a un Presidente –si Dilma cae sería el segundo mandatario removido a partir de una rebelión del Congreso después de Collor de Mello–, pero a costa de imputarlo judicialmente, en lugar de que sea un proceso meramente político que implique juego limpio y un proceso claro de formación de una nueva coalición.
Si Brasil tuviera, como lo pretendieron a principios de la década de 1990 los líderes los políticos del país, un régimen parlamentario, Dilma hubiera podido poner su futuro en manos de los electores con un adelanto de los comicios, que hubiera obligado a fijar los términos de la coalición en su contra con base en una oferta programática clara. También hubiera tenido la oportunidad de debatir su permanencia ante una moción de censura que también hubiera obligado a aclarar los términos de un nuevo acuerdo mayoritario. En el régimen presidencial esto es, sin embargo, imposible. La única salida para resolver de manera anticipada la salida de la presidente es el impeechment, que implica una acusación de delito, aunque en este caso suene a acto de birlibirloque.
Si Brasil fuera un régimen parlamentario, en cualquier caso, ya fuera una elección adelantada o una moción de censura, la alternativa tendría que plantearse de cara a los electores o al parlamento, encarnada en un líder opositor con un programa explícito. En el presidencialismo brasileño, en cambio, la acción contra la presidente es más una acción de Fuente Ovejuna, un linchamiento tumultuario en el que tiran la piedra los que de ninguna manera están libres de pecado.
Es muy probable que caiga Rousseff. Su margen de maniobra se ha estrechado enormemente. Pero ¿podrá formarse en Brasil un gobierno estable capaz de llegar hasta las nuevas elecciones presidenciales en paz y sin que el hundimiento económico se agrave?
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