La prosa torrencial y visceral de Žižek recorre la degradación moral de la presidencia de Donald Trump, la variedad de las luchas de emancipación sexual, las guerras por delegación, las últimas revueltas urbanas.
Ciudad de México, 27 de octubre (SinEmbargo).- En su nuevo libro, El coraje de la desesperanza (Anagrama) Žižek parte de una frase de Giorgio Agamben, «el pensamiento es el coraje de la desesperanza», que resulta especialmente pertinente en nuestro momento histórico, cuando incluso los diagnósticos más pesimistas suelen terminar, por regla general, con alguna mención de la proverbial luz al final del túnel. Para Žižek, el auténtico coraje no consiste en imaginar una alternativa, sino en aceptar el hecho de que no existe ninguna alternativa clara: el sueño de una alternativa no es más que un fetiche que nos impide analizar debidamente el punto muerto en que nos encontramos.
El auténtico coraje consiste, por tanto, en admitir que la luz que hay al final del túnel probablemente es el faro de otro tren que se acerca en dirección contraria. En los últimos años, este tren ha encarnado los diferentes problemas de nuestro paraíso capitalista global: la renovada amenaza fundamentalista-terrorista; las tensiones geopolíticas con y entre los nuevos poderes no europeos (China y Rusia); la aparición de nuevos movimientos emancipadores radicales en Europa (Grecia y España); y el flujo de refugiados que cruzan el Muro que separa el «Nosotros» del «Ellos».
La prosa torrencial y visceral de Žižek recorre la degradación moral de la presidencia de Donald Trump, la variedad de las luchas de emancipación sexual, las guerras por delegación, las últimas revueltas urbanas, la asunción del capitalismo como algo consustancial a la naturaleza humana y el uso de la mentira como principal arma política para ofrecernos otra lúcida instantánea de los tiempos que vivimos.
Fragmento de El coraje de la desesperanza de Slavoj Žižek, con autorización de Anagrama
INTRODUCCIÓN V de Vendetta, segunda parte
En un maravilloso artículo sobre la novela de Italo Svevo La conciencia de Zeno, Alenka Zupančič desarrolla una sistemática matriz de las relaciones entre repetición y final. La versión básica es la falsa referencia a la libertad de elección en la que (si tomamos el caso de fumar) mi conciencia de que puedo dejar de fumar cuando quiera garantiza que no lo haré nunca, pues la posibilidad de dejar de fumar es lo que bloquea el cambio; me permite aceptar seguir fumando sin mala conciencia, de manera que el dejar de fumar se halla constantemente presente en el mismísimo origen de seguir haciéndolo. (Tal como observa perspicazmente Zupančič, deberíamos imaginar una situación en la que el sujeto debe obedecer la orden siguiente: puedes fumar o no, pero en cuanto empieces a fumar ya no tendrás elección, no se te permitirá dejarlo. En estas condiciones, mucha menos gente escogería fumar.) Cuando ya no puedo tolerar la hipocresía de esta excusa permanente, el siguiente paso consiste en una inversión inmanente de esta postura: decido fumar y proclamo que este es el último cigarrillo de mi vida, de manera que disfruto fumándolo con la plusvalía especial que proporciona saber que es mi último cigarrillo…, y vuelvo a hacerlo una y otra vez, repitiendo sin cesar el final, el último cigarrillo. El problema de esta solución es que solo funciona (es decir, solo genera plusvalía del goce) si cada vez que proclamo que este es mi último cigarrillo creo sinceramente que lo es, de modo que esa estrategia también se viene abajo. En la novela de Svevo, el siguiente paso consiste en que el psicoanalista (que hasta ahora ha intentado convencer a Zeno de que fumar es peligroso para su salud mental y física) cambia de estrategia y afirma que Zeno debería fumar todo lo que quiera, pues la salud no es realmente un problema, sino que el único rasgo patológico es la obsesión de Zeno con fumar, su pasión por dejar de hacerlo.
Por lo tanto, a lo que habría que poner fin no es al hecho de fumar, sino al propio intento de fumar. Como era de esperar (para cualquiera con experiencia analítica), el efecto de este cambio es catastrófico: en lugar de sentirse por fin aliviado y capaz de fumar (o no) sin sentimiento de culpa, Zeno se siente perturbado y desesperado. Fuma como un loco y sin embargo se siente totalmente culpable y no obtiene ninguna satisfacción narcisista de esa culpa. Desesperado, se viene abajo. Haga lo que haga, resulta un error: ni las prohibiciones ni la permisividad funcionan, no hay salida, ningún compromiso placentero; y puesto que fumar ha sido el centro de su vida, incluso el hecho de fumar pierde su sentido, no tiene objeto. Así que, totalmente desesperado –sin que tampoco sea una gran decisión– deja de fumar… De esta manera, la salida surge de manera inesperada cuando Zeno acepta que la situación es totalmente desesperada. Y esta misma matriz debería también aplicarse a la perspectiva del cambio radical. La actitud predominante entre los «izquierdistas radicales» del mundo universitario sigue siendo la que en 1937 George Orwell describió a propósito de la diferencia de clases:
Todos despotricamos contra las distinciones de clase, pero muy pocos son los que desean abolirlas de verdad. Aquí es cuando te topas con el importante hecho de que toda opinión revolucionaria extrae su fuerza de la secreta convicción de que no se puede cambiar nada.
Lo que quiere dar a entender Orwell es que los radicales invocan la necesidad del cambio revolucionario como una especie de signo supersticioso que debería conseguir lo contrario, a saber, impedir que el cambio se dé en realidad, como el izquierdista universitario actual que critica el imperialismo cultural capitalista, pero al que, de hecho, le horroriza la idea de que su campo de estudio pueda acabar resultando innecesario. Su postura es aquí la misma que la del fumador convencido de que puede dejar de fumar si así lo decide: la posibilidad del cambio se suscita para garantizar que no se llevará a cabo. Así es como obtenemos una panoplia de estrategias que al final equivale a lo mismo, hasta que llegamos al «aceleracionismo» (el capitalismo se derrumbará a través de su exceso de desarrollo, por lo que hemos de participar en él hasta el final…). Solo cuando desesperamos y ya no sabemos qué hacer podemos llevar a cabo el cambio: tenemos que pasar por ese punto cero de desesperanza. En resumen, en política tenemos que poner en práctica una inversión parecida a la que se da en «Der Leiermann», la canción que concluye el ciclo Winterreise de Schubert. Parece describir la absoluta desesperación del amante abandonado que al final pierde toda ilusión, incluso la capacidad de llorar y desesperarse, y nos habla de un hombre que toca el organillo en la calle. Sin embargo, como han observado muchos comentaristas, esta última canción también puede leerse como una señal de futura redención: mientras que todas las demás canciones presentan las cavilaciones interiores del protagonista, aquí, por primera vez, el protagonista se vuelve hacia el exterior y establece un mínimo contacto, una identificación empática, con otro ser humano, aunque esta identificación sea con otro ser fracasado y desesperado que ha perdido incluso su capacidad de llorar y se ve reducido a llevar a cabo gestos mecánicos y ciegos. Dos años antes de la muerte de Lenin, cuando quedó claro que no habría una revolución en toda Europa y, sabiendo que la idea de construir el socialismo en un solo país era absurda, el propio Lenin llegó a esa misma conclusión cuando escribió:
¿Y si la absoluta desesperanza de la situación multiplicara los esfuerzos de los trabajadores y los campesinos por diez y nos ofreciera la oportunidad de crear los requisitos fundamentales de una civilización diferente para los países de Europa Occidental?
La operación ideológica básica de Stalin consistió precisamente en invertir la lectura de la situación que había hecho Lenin: presentó el aislamiento de la Unión Soviética como una oportunidad única para construir el socialismo en un solo país. En esa situación histórica, la fórmula de Stalin era de esperanza. Sin embargo, la década siguiente evidenció el precio que se había pagado por el intento de vivir según esta esperanza: purgas, hambrunas masivas, etc. La lección del comunismo del siglo XX es que tenemos que hacer acopio de fuerzas para asumir completamente la desesperanza. Giorgio Agamben dijo en una entrevista que «el pensamiento es el coraje de la desesperanza», una idea que resulta especialmente pertinente en nuestro momento histórico, cuando incluso los diagnósticos más pesimistas suelen terminar, por regla general, con algún atisbo alentador de alguna versión de la proverbial luz al final del túnel. El auténtico coraje no consiste en imaginar una alternativa, sino en aceptar el hecho de que no existe ninguna alternativa claramente discernible: el sueño de una alternativa es señal de cobardía teórica y funciona como un fetiche que nos impide analizar detenidamente hasta el final el punto muerto en que nos encontramos. En resumen, el auténtico coraje consiste en admitir que la luz que hay al final del túnel probablemente es el faro de otro tren que se acerca en dirección contraria.
Este tren en dirección contraria últimamente ha asumido muchas formas. En los últimos años, los problemas de nuestro paraíso capitalista global han estallado en cuatro niveles y el enemigo ha adquirido cuatro figuras: la renovada amenaza fundamentalista-terrorista (la declaración de guerra contra el ISIS, Boko Haram…); las tensiones geopolíticas con y entre los nuevos poderes no europeos (China y sobre todo Rusia); la aparición de nuevos movimientos emancipadores radicales en Europa (Grecia y España, por el momento); el flujo de refugiados que cruzan el Muro que separa a «Nosotros» de «Ellos» y que por tanto «amenaza nuestro modo de vida». Resulta fundamental ver la interconexión de estas amenazas, no porque sean las cuatro caras del mismo enemigo, sino porque expresan aspectos de la misma «contradicción» inmanente del capitalismo global. Aunque el fundamentalismo y el flujo de refugiados se vea como el elemento más amenazante de los cuatro (¿no es el ISIS un brutal rechazo de nuestros valores civilizados?), las tensiones con Rusia suponen un peligro mucho más grave para la paz europea, mientras que movimientos como Syriza, antes de su capitulación, socavan desde dentro el capitalismo global en su versión neoliberal. Pero aquí no debería haber ningún malentendido: los poderes occidentales pueden coexistir fácilmente con los regímenes fundamentalistas; mientras en el caso de Putin el problema consiste en cómo contener a Rusia en términos geopolíticos (recordemos que su ascensión al poder es el resultado de los catastróficos años de Yeltsin, marcados por la corrupción, los años en que los asesores económicos occidentales contribuyeron a humillar a Rusia y llevarla a la ruina). Así que aunque los Estados Unidos formalmente hayan declarado la guerra al ISIS y aunque se hable constantemente de la amenaza de una guerra con Rusia, el auténtico peligro son los nuevos movimientos emancipadores moderados y «amables», desde Syriza en Grecia hasta los seguidores de Bernie Sanders en los Estados Unidos y su supuesta radicalización. Debido a esta percepción errónea de la política radical, vivimos en una época de pseudoconflictos: en el Reino Unido, el «sí» o el «no» al Brexit; en Turquía los militares o Erdogan; en Europa oriental, los nuevos fundamentalismos báltico-polaco-ucranianos o Putin; en Francia, el burkini o los pechos al aire; en Siria, Assad o Daesh… En todos estos casos, aunque uno podría inclinarse sin gran entusiasmo por una u otra opción, la postura definitiva debería ser la indiferencia, que Stalin expresó como nadie cuando, a finales de la década de 1920, le preguntaron qué desviacionismo era peor, si el de derechas o el de izquierdas, a lo que replicó: «¡Ambos son peores!» ¿Existe todavía potencial para un cambio auténtico debajo de estas pseudoluchas? Existe, pues la función de estas pseudoluchas consiste precisamente en bloquear el estallido de las verdaderas.
La furia, la rebelión y un nuevo poder constituyen una especie de tríada dialéctica del proceso revolucionario. En primer lugar, aparece una furia caótica: la gente está insatisfecha y lo demuestra de una manera más o menos violenta, pero sin una meta u organización claras. Cuando esta furia se organiza, surge una rebelión con una organización mínima y una conciencia más o menos clara de quién es el enemigo y qué hay que cambiar. Finalmente, si la rebelión triunfa, el nuevo poder se enfrenta a la inmensa tarea de organizar la nueva sociedad. (Recordemos el diálogo que mantuvieron Lenin y Trotski justo antes de la Revolución de Octubre. Lenin dijo: «¿Qué será de nosotros si fracasamos?» A lo que Trotski contestó: «¿Qué será de nosotros si triunfamos?») El problema es que esta tríada casi nunca se presenta en su progresión lógica: la rabia caótica se diluye o se convierte en populismo de derechas; la rebelión triunfa pero pierde energía y acaba transigiendo de múltiples maneras. Por eso la furia se da no solo al principio, sino también al final, como resultado de proyectos emancipadores fracasados. Recordemos, en Estados Unidos, protestas como la de Ferguson de agosto de 2014, después de que un agente de policía matara a tiros a Michael Brown. ¿Acaso no se trata de casos ejemplares y actuales de lo que Walter Benjamin denominó «violencia divina»? No forman parte de una estrategia a largo plazo, sino que, tal como lo expresó Benjamin, son medios sin fines. ¿No se puede decir lo mismo de otras protestas que siguieron a la de Ferguson, como los disturbios de Baltimore de abril de 2015, y también de los disturbios de los barrios periféricos franceses del otoño de 2005, cuando vimos miles de coches ardiendo y un importante estallido de violencia pública? En esas protestas, lo que más llama la atención es la ausencia total de una perspectiva utópica positiva entre los manifestantes: si el Mayo del 68 fue una revuelta liderada sobre todo por estudiantes y obreros con una visión utópica, las revueltas de 2005 de los barrios periféricos de París no fueron más que arrebatos entre comunidades de inmigrantes convertidas en guetos carentes de ninguna visión colectiva. Si el tan repetido tópico de que vivimos en una época posideológica tiene algún sentido, es este. El hecho de que no hubiera ningún programa en la periferia de París mientras esta ardía es, en sí mismo, un hecho que hay que interpretar. Resulta revelador de nuestra situación políticoideológica. ¿Qué clase de universo habitamos, que se celebra como una sociedad donde se puede elegir libremente, pero en la que la única opción con que se encuentra el consenso democrático impuesto consiste en actuar a ciegas?
He aquí cómo Göran Therborn caracteriza de manera sucinta nuestra situación: «La especie humana nunca había dispuesto de posibilidades como las actuales para crear un mundo mejor. Al mismo tiempo, el abismo que se abre entre el potencial humano y las condiciones actuales de la humanidad nunca ha sido más amplio.» ¿Por qué este abismo? En su Idea del socialismo, Axel Honneth comienza con la gran paradoja de la situación presente: existe una creciente insatisfacción con el capitalismo global que a menudo estalla en episodios de furia, pero resulta cada vez menos posible articular esta furia en un nuevo proyecto político de izquierdas. Si esta creciente furia llega a articularse en un programa, suele ser bajo el aspecto del populismo de derechas. Cuando nos asombramos por el enigmático auge del fundamentalismo musulmán, ¿no debería asombrarnos también el no menos enigmático auge del fundamentalismo religioso-nacionalista en países como Polonia, Hungría y Croacia? En las últimas décadas, Polonia ha sido uno de los pocos éxitos definitivos europeos: tras la caída del socialismo, el producto per cápita creció más del doble y durante los últimos años se mantuvo en el poder el gobierno moderado liberal-centrista de Donald Tusk, y luego, surgiendo prácticamente de la nada, sin que hubiera grandes escándalos de corrupción como en Hungría, la extrema derecha se hizo con el poder y ahora nos encontramos con un amplio movimiento que pretende prohibir el aborto incluso en los casos límite de peligro mortal para la salud de la madre, violación y deformidad del feto. ¿Qué está pasando?
El caso de Polonia también es importante por otra razón: supone una contundente refutación empírica de la actitud predominante de la izquierda liberal cuando rechaza el populismo autoritario como una política contradictoria condenada al fracaso. Aunque ello en principio sea cierto –a largo plazo todos estamos muertos, como dijo J. M. Keynes–, a (no tan) corto plazo podría haber muchas sorpresas:
La idea más extendida es que en 2017 los Estados Unidos (y probablemente también Francia y Holanda) se encontraran con una gestión errática que pondrá en práctica políticas contradictorias que benefician primordialmente a los ricos. Los pobres perderán, porque los populistas no tienen la menor esperanza de recuperar el empleo industrial a pesar de sus promesas. Y proseguirá la masiva entrada de inmigrantes y refugiados, porque los populistas no tienen ningún plan para abordar los orígenes del problema. Al final, los gobiernos populistas, incapaces de gobernar con eficacia, se derrumbarán y sus líderes se enfrentarán al impeachment o no conseguirán la reelección. Pero los liberales se equivocaban. PiS (Ley y Justicia, el partido derechista-populista que gobierna) ha pasado de ser una nulidad ideológica a convertirse en un partido que ha conseguido introducir escandalosos cambios con una velocidad y una eficacia récord […]. Ha llevado a cabo la transferencia social más importante de la historia polaca contemporánea. Los padres reciben 500 eslotis (120 dólares) al mes por cada niño que tienen después del primero, o por todos los niños en familias más pobres (la renta media neta mensual es de menos de 2.900 eslotis, aunque más de dos tercios de los polacos ganan menos). Como resultado, la tasa de pobreza ha disminuido entre un 20 y un 40%, y entre un 70 y un 90% entre los niños. La lista continúa: en 2016, el gobierno introdujo la medicación gratuita para las personas de más de setenta y cinco años. El salario mínimo supera el que pedían los sindicatos. La edad de jubilación se ha reducido desde los sesenta y siete años para hombres y mujeres a los sesenta para las mujeres y los sesenta y cinco para los hombres. El gobierno también planea reducir los impuestos para los contribuyentes de rentas bajas.
El PiS hace lo que Marine Le Pen también promete hacer en Francia: una combinación de medidas antiausteridad –transferencias sociales que ningún partido izquierdista se atreve ni a plantear– y una promesa de orden y seguridad que reafirma la identidad nacional y hace frente a la inmigración. ¿Quién puede mejorar esta combinación, que aborda directamente las grandes preocupaciones del ciudadano medio? Podemos atisbar en el horizonte una situación extrañamente perversa en la que la «izquierda» oficial impone medidas de austeridad (al tiempo que defiende los derechos multiculturales, etc.), mientras la derecha populista aboga por medidas antiausteridad para ayudar a los pobres (al tiempo que presenta un programa nacionalista xenófobo): la más reciente ilustración de lo que Hegel escribió como die verkehrte Welt, «el mundo al revés».
¿Y si Trump se mueve en la misma dirección? ¿Y si su proyecto de proteccionismo moderado y grandes obras públicas, combinado con medidas de seguridad antiinmigración y una nueva paz perversa con Rusia, acaba funcionando? En francés se utiliza el así llamado ne explétif después de ciertos verbos y conjunciones; también se conoce como el «ne no negativo», porque en sí mismo no tiene un valor negativo: «se utiliza en situaciones en las que la frase principal posee un significado negativo (ya sea negativo-malo o negativo-negativo), como en expresiones de miedo, advertencia, duda y negación». Por ejemplo: Elle a peur qu’il ne soit malade («Teme que esté enfermo»). Lacan observó que esta negación superflua transmite perfectamente el vacío que separa nuestro auténtico deseo inconsciente de nuestro deseo consciente: cuando una esposa teme que su marido esté enfermo, es posible que lo que le preocupe es que no esté enfermo (es decir, que desee que esté enfermo). ¿No podríamos decir lo mismo de esos liberales de izquierda horrorizados por Trump? Ils ont peur qu’il ne soit une catastrophe. Lo que realmente temen es que no sea una catástrofe.
Pasemos al otro extremo, a la construcción del nuevo poder. Cuando, un día después de ganar el referéndum en contra de la presión de la Unión Europea y decir que «no» a las políticas de austeridad, el gobierno de Syriza cedió completamente a esa presión, esa pasmosa inversión representa el «juicio infinito» definitivo (coincidencia de los opuestos) de la política izquierdista contemporánea que está en el poder: no hubo mediación gradual entre los dos extremos, no se fue lentamente hacia un compromiso, sino que se dio una inversión directa y brutal: inmediatamente después de un decidido «no» a las políticas de austeridad, Syriza se convirtió en su fiel ejecutor. Tenemos que aceptar esta paradoja en su sentido más puro, no minimizarla remitiéndonos a circunstancias concretas (el miedo, o incluso una absoluta corrupción por parte del liderazgo de Syriza, etc.). Nos enfrentamos aquí con una inversión dialéctica totalmente hegeliana, en la que la postura ética más elevada se convierte en sumisión renunciando a los propios principios.
En la escena final de la película V de Vendetta (2006), miles de londinenses desarmados llevan una máscara de Guy Fawkes mientras marchan hacia el Parlamento; sin haber recibido orden alguna, los militares permiten que la multitud entre en el Parlamento, y la gente se apodera de él. Cuando Finch le pregunta a Evey por la identidad de V, ella le contesta: «Era todos nosotros.» Muy bien, es un precioso momento extático, pero estoy dispuesto a vender a mi madre a unos tratantes de esclavos para poder ver V de Vendetta, segunda parte: ¿qué habría ocurrido el día después de la victoria del pueblo? ¿Cómo habrían (re)organizado su vida cotidiana?
Haciéndose eco de las grandes protestas populares de años anteriores, donde cientos de miles de personas se reunieron en lugares públicos (desde Nueva York hasta París pasando por Madrid, Atenas, Estambul y El Cairo), el «ensamblaje» (no en el sentido de la teoría del ensamblaje desarrollada por Latour y De Landa, sino en el sentido de analizar los fenómenos de ensamblaje en lugares públicos), con sus efectos performativos y su capacidad de enfrentarse a las existentes relaciones de poder, se convirtió en un tema popular de la teoría. Deberíamos mantener una distancia escéptica hacia ese tema: sean cuales sean sus méritos, ni siquiera roza el problema clave de cómo pasar de una protesta ensambladora a la imposición de un nuevo poder, de cómo ese nuevo poder funciona en contraste con el viejo. Jean-Claude Milner nos relata que en una ocasión Althusser improvisó una tipología de líderes revolucionarios digna de la clasificación que hizo Kierkegaard de los seres humanos en funcionarios, criadas y deshollinadores: los que citan refranes, los que no citan refranes, y los que se inventan (nuevos) refranes. Los primeros son unos bribones (es lo que Althusser pensaba de Stalin), los segundos son grandes revolucionarios condenados al fracaso (Robespierre); y solo los terceros comprenden la verdadera naturaleza de una revolución y triunfan (Lenin, Mao). Si dejamos aparte la lectura que hace Milner de esta tríada (los auténticos líderes importaron la idea de la revolución del extranjero, y para que pareciera arraigada en su país tuvieron que disfrazarla con la forma popular de los refranes), su importancia reside en el hecho de que presenta tres maneras distintas de relacionarse con el gran Otro (la sustancia simbólica, el dominio de las costumbres no escritas y la sabiduría que donde mejor se expresa es en la estupidez de los refranes). Los bribones simplemente reinscriben la revolución en la tradición ideológica de su país (para Stalin, la Unión Soviética era la última fase del desarrollo progresivo de Rusia). Los revolucionarios radicales como Robespierre fracasan porque simplemente representan una ruptura con el pasado que no consigue imponer una nueva serie de costumbres (recordemos el absoluto fracaso de Robespierre a la hora de reemplazar la religión por un nuevo culto al Ser Supremo). Líderes como Lenin y Mao triunfaron (al menos durante un tiempo) porque inventaron nuevos refranes, lo que significa que impusieron nuevas costumbres que regulaban la vida cotidiana. Una de las mejores historias sobre Samuel Goldwyn nos cuenta que, al ser informado de que los críticos a veces se quejaban de que en sus películas había demasiados viejos clichés, anotó en un memorándum que mandó a su departamento de guiones: «¡Necesitamos más clichés nuevos!» Tenía razón, y esa es la tarea más difícil de una revolución: crear «nuevos clichés» para la vida cotidiana habitual.
Hay una idea que circula de manera clandestina entre muchos izquierdistas radicales decepcionados, una repetición más suave de la opción terrorista que tomaron algunos después del movimiento de 1968 (Action Directe en Francia, la BaaderMeinhof en Alemania, por ejemplo): solo una catástrofe radical (preferiblemente ecológica) puede sacar de su sopor a la masa y darle así nuevo ímpetu a la emancipación radical. La versión más reciente de esta idea se relaciona con los refugiados: la afluencia en grandes cantidades de refugiados podría revitalizar la izquierda radical europea. Me parece un pensamiento obsceno: a pesar de que un suceso como ese seguramente le daría un gran impulso a la brutalidad contra los inmigrantes, el aspecto realmente delirante de esa idea consiste en que intenta llenar el vacío creado por la ausencia de proletarios importándolos del extranjero para que nazca una revolución gracias a un agente revolucionario suplente…
Naturalmente, podemos afirmar que las repetidas derrotas de la izquierda no son más que etapas en un largo proceso educativo que podría acabar en victoria; imaginemos, por ejemplo, que Occupy Wall Street creó las condiciones para el movimiento de Bernie Sanders, que a su vez podría ser el primer paso en la aparición de un movimiento izquierdista nutrido y organizado. No obstante, lo menos que se puede decir es que, a partir de 1968, la estructura del poder demostró una extraordinaria capacidad para utilizar movimientos de protesta como fuentes para su propia renovación. Pero si el cuadro es tan desolador, ¿por qué no dejarlo y resignarnos a un modesto reformismo? El problema, simplemente, es que el capitalismo global nos enfrenta a una serie de antagonismos que no se pueden controlar, y ni siquiera contener, dentro del marco de la democracia capitalista global. Ni más ni menos que Elon Musk, la icónica figura de Silicon Valley, el fundador de SolarCity y Tesla, propuso la fórmula: «Los robots harán vuestro trabajo, el gobierno pagará vuestro salario»:
Los ordenadores, las máquinas inteligentes y los robots parecen ser la fuerza de trabajo del futuro. Y a medida que más y más empleos sean reemplazados por la tecnología, la gente tendrá menos trabajo que hacer, y al final se mantendrá cobrando del gobierno, predice Elon Musk. Según nos dice, no habrá más opciones: «Casi todo parece indicar que acabaremos con una renta básica universal, o algo parecido, a causa de la automatización.»
Si esta perspectiva no es el final del capitalismo, ¿qué puede serlo, entonces? También deberíamos observar que la fórmula de Musk implica un gobierno fuerte, y no solo una red de cooperativas locales. De manera que la verdadera cuestión que se plantea hoy en día es la siguiente: ¿hemos de aceptar el capitalismo como un hecho de la naturaleza (humana), o el capitalismo global contiene antagonismos tan poderosos que impiden su reproducción indefinida? Encontramos cuatro antagonismos. Se refieren a: (1) el bien común de la cultura en el más amplio sentido de capital «inmaterial»: las formas de capital «comunicativo» inmediatamente socializadas –sobre todo el lenguaje–, nuestros medios de comunicación y educación, por no mencionar la esfera financiera, con las absurdas consecuencias de una circulación descontrolada del dinero virtual; (2) el bien común de la naturaleza exterior, amenazado por la contaminación humana: todos los peligros concretos –el calentamiento global, la muerte de los océanos, etc.– son aspectos de un descarrilamiento del sistema de reproducción de la vida sobre la tierra; (3) el bien común de la naturaleza interna (la herencia biogenética de la humanidad): con la nueva tecnología biogenética, la creación de un Hombre Nuevo en el sentido literal de transformar la naturaleza humana se convierte en una posibilidad realista; y, por último, aunque no menos importante, (4): el bien común de la propia humanidad, del espacio social y político compartidos: cuanto más global se vuelve el capitalismo, más aparecen nuevos muros y apartheids, que separan a los que están DENTRO de los que están FUERA. Esta división global viene acompañada del aumento de las tensiones entre los nuevos bloques geopolíticos (el «choque de civilizaciones»). Es esta referencia al «bien común» lo que justifica la resurrección de la idea del comunismo: nos permite ver cómo esos bienes comunes se van cerrando de manera progresiva en el proceso de proletarización de aquellos que quedan excluidos de la mismísima sustancia de sus vidas.
Solo el cuarto antagonismo, la referencia a los excluidos, justifica el término comunismo: los tres primeros de hecho tienen que ver con la supervivencia antropológica, económica e incluso física de la humanidad, mientras que el cuarto es, en última instancia, una cuestión de justicia. Pero aquí topamos con la vieja y aburrida cuestión de la relación entre socialismo y comunismo: ¿por qué llamar comunismo a la meta de un movimiento emancipador radical? En la tradición marxista, el socialismo se conceptualizó como la (in)fausta fase inferior del comunismo, de forma que supuestamente el «progreso» iba de socialismo a comunismo. (No es de extrañar que, en relación con la triste realidad de la vida bajo el «socialismo real», abundaran los chistes, como aquel tan conocido sobre la Unión Soviética, en el que un grupo de moscovitas lee un gran cartel de propaganda que dice: «¡En veinte años viviremos en el comunismo plenamente desarrollado!» Uno de los allí reunidos se echa a reír y salta de alegría y dicha, y cuando los demás le preguntan por qué, contesta: «Tengo cáncer, y dentro de veinte años seguro que estaré muerto.») Pero la realidad era diferente; casi todos los países socialistas comenzaron con una versión del comunismo primitivo pero radical (la Unión Soviética entre 1918 y 1920, etc.), y después, para poder sobrevivir, tuvieron que «retroceder» y llegar a acuerdos con la vieja sociedad, de manera que el desarrollo fue del comunismo al socialismo (que combinaba lo viejo y lo nuevo). Lo peor que podemos hacer hoy en día es abandonar el nombre de «comunismo» y defender una versión adocenada del «socialismo democrático». La tarea a la que nos enfrentamos en la actualidad es precisamente la reinvención del comunismo, un cambio radical que va más allá de cualquier idea vaga de la solidaridad social. En la medida en que, durante el curso del proceso histórico del cambio, su objetivo se vaya redefiniendo, podemos decir que hay que reinventar el comunismo como nombre para lo que surge como meta después del fracaso del socialismo.
El sistema reacciona ante la teoría «radical» de hoy tal como describe Hegel en el prefacio a la Filosofía del derecho, donde menciona «una carta de Joh. v. Müller, el cual, refiriéndose a la situación de Roma en el año 1803, cuando estaba bajo dominio francés, escribe: “Un profesor, al preguntarle cómo les iba a las universidades públicas, contestó: ‘On les tolère comme les bordels!’ [‘Se las tolera, como a los burdeles’]”». ¿No es lo mismo que ocurre hoy en día en el mundo universitario «radical», al que se tolera del mismo modo? Se considera que «aunque no puede hacer mucho bien, tampoco puede hacer mucho mal». Mi opinión es que solo un comunismo reinventado puede devolver a la teoría su fuerza emancipadora.
Este enfoque del comunismo (que he expuesto en algunos libros recientes) se ha visto sometido últimamente a una serie de críticas. Básicamente, mis críticos identifican cinco pecados capitales: mi (abiertamente admitido) eurocentrismo, es decir, mi insistencia en las raíces europeas del proyecto de emancipación universal; mi rechazo de las propuestas más radicales de la Plataforma de Izquierda griega (el Grexit, etc.) tras la victoria del gobierno de Syriza en el referéndum; mi crítica a la transformación de los refugiados y los inmigrantes en una nueva forma de proletariado global y mi insistencia en los problemas de la identidad cultural; mis dudas acerca de algunos de los componentes ideológicos del movimiento LGBT+; y, por último aunque no menos importante, mi «apoyo» al «fascista» Donald Trump. Como ya esperaba, todos estos reproches se combinan en la tesis de que en realidad no soy más que un racista eurocentrista homófobo que se opone a cualquier auténtica medida radical… El presente libro aborda de manera sistemática todas estas críticas.
El coraje de la desesperanza es sin duda un libro sombrío, pero prefiero ser pesimista: al no esperar nada, a veces me llevo alguna sorpresa agradable (pues las cosas generalmente no son tan malas como podrían), mientras que los optimistas ven sus esperanzas defraudadas y acaban constantemente deprimidos. Las dos partes del libro desarrollan un sombrío diagnóstico a dos niveles: el del caos económico-político en el que estamos inmersos –»Los altibajos del capitalismo global»– y el del escenario ideológico en el que se libran las batallas políticas económicas: «El teatro de sombras ideológico». (Este escenario no es solo un reflejo secundario de la «auténtica» lucha económica, sino que es el mismísimo escenario en el que se libran las «auténticas» batallas.) La primera parte ofrece una rápida perspectiva general de los callejones sin salida del capitalismo global; a continuación describe el destino de Syriza como intento de salir del capitalismo global; y concluye con una perspectiva general del regreso de la religión como factor político, desde China hasta Israel. La segunda parte comienza con un análisis de la así llamada «amenaza terrorista» del fundamentalismo religioso; a continuación aborda la encarnizada batalla mundial por la sexualidad que libran los conservadores y las fuerzas de la corrección política; y concluye con la furia populista como reacción predominante a estas encrucijadas. Un breve movimiento final dibuja una imagen aún más sombría de cómo las actuales tensiones geopolíticas podrían conducir a la Tercera Guerra Mundial.
Slavoj Žižek (Liubliana, 1949) estudió Filosofía en la Universidad de Liubliana y Psicoanálisis en la Universidad de París, y es filósofo, sociólogo, psicoanalista lacaniano, teórico cultural y activista político. Es director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades de la Universidad de Londres, investigador en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana y profesor en la European Graduate School. Es uno de los ensayistas más prestigiosos y leídos de la actualidad, autor de más de cuarenta libros de filosofía, cine, psicoanálisis, materialismo dialéctico y crítica de la ideología.