“Llegué cinco minutos antes de la cita. Compré una cerveza, subí al segundo piso y lo busqué en la muchedumbre. Resultó fácil encontrarlo. Guillermo Fadanelli —un hombre alto con atuendo de chavo-ruco y una gorra negra— resaltaba entre la multitud”, escribe Juan Carlos Toriz Sánchez. El siguiente es un relato de ficción.
Por Juan Carlos Toriz Sánchez
Ciudad de México, 27 de julio (SinEmbargo).– Desde Bukowski y Hemingway, pasando por Márquez y Vargas-Llosa, hasta Basquiat y Warhol: las peleas a golpes en el arte y la ficción literaria han sido una tradición que no debiera olvidarse.
Yo decidí (a pesar de sus treinta y tantos libros y de su trayectoria) darme en la madre con Guillermo Fadanelli.
¡DE PIE HIJO DE PERRA!
Esa tarde-noche caminaba rápidamente —con mi novela bajo el brazo— hacia la pulquería de Insurgentes. A las 7:00 de la noche, me reuniría con Guillermo Fadanelli. Ese hombre había sido mi héroe de la literatura mexicana. El hecho de que fuese a revisar mi novela y que existiera la (ínfima) posibilidad de ser publicada en Moho, me producía una sensación de espanto y emoción extrema.
Llegué cinco minutos antes de la cita. Compré una cerveza, subí al segundo piso y lo busqué en la muchedumbre. Resultó fácil encontrarlo. Guillermo Fadanelli —un hombre alto con atuendo de chavo-ruco y una gorra negra— resaltaba entre la multitud de putas y borrachos. Me acerqué a la mesa con seriedad y confianza.
Mentira
Estaba muerto de miedo.
—¿Qué tranza, Guillermo? —dije con la voz más ronca que tenía—.
—¿Eres Juan? —respondió con apatía y sin mirarme a los ojos—.
—Sí, gracias. Traigo mi novela —le mostré los papeles que traía bajo el brazo.
—Nada hay que agradecer. Realmente no vine por ti sino porque tenía ganas de beber una cerveza y escuchar un poco de música.
Hubo un silencio incomodo y ambos bebimos algunos tragos de nuestras cervezas.
—¿Te vas a quedar mirándome o me vas a mostrar tu “gran obra de arte”? —dijo con sarcasmo y haciendo énfasis en la frase “gran obra”—.
Extendí el manuscrito. Fadanelli lo cogió con sus manos largas y huesudas.
Leyó la primera hoja.
Esperé.
—¿En serio quieres publicar esto? —agregó unos segundos después.
—Sincho, esa es mi novela.
—¡Es una basura! —aventó los papeles a la mesa— No está bien escrita.
—¿Cómo puedes saberlo con haber leído una cuartilla?
Dio un trago a su cerveza y después replicó:
—Llevo años en el negocio de la literatura, conozco a un escritor con tan sólo mirarlo y tú no eres un escritor —dio otro trago a su cerveza—, así que no me quites más el tiempo y regresa cuando tengas algo legible.
Un cúmulo de palabras se condensó en mi garganta. Sentí ganas de llorar.
Bebí un trago de cerveza.
—Mira Memín —repliqué con la garganta seca— ¿te puedo llamar así, verdad?
—Lárgate antes que te rompa la cara —dijo mirándome a los ojos—.
—Ni madres cabrón, me vas a escuchar —bebí mi cerveza de un trago y seguí— no vine hasta aquí para verte la cara sino para…
—¡Lárgate! —me interrumpió agitando las manos— Ya te dije que no pienso leer basura.
—¿Quién chingados te crees para decir eso? ¿Fante, Kennedy Toole, Bukowski? —me reí de manera fingida— no eres ninguno de esos. Solamente eres un viejo con mucha pinche suerte y buenos aforismos.
Fadanelli soltó una mueca y se acomodó la gorra.
—Vas a leer mi novela o el que te va a romper la cara seré yo, ¡¿ENTIENDES?!
La cara de Guillermo se ensombreció y dio el último trago de su cerveza.
—Mira, ningún badulaque —respondió visiblemente molesto— puede venir a hablarme de esa manera. Soy Guillermo Fadanelli: mi trabajo me costó estar en el lugar que estoy…
—¿Trabajo? —lo interrumpí—. Solamente te juntaste con las personas adecuadas en el momento adecuado: maldito oportunista.
La cara de Fadanelli tomó un gesto lúgubre y seco.
—¿Quieres que nos partamos la madre? —lo reté—.
—Sí, pero te propongo algo: vamos pelearnos como dos hombres, sin patadas ni jaloneos y si logras tirarme la gorra y asestarme un golpe en la cabeza —dudó en decir lo siguiente de la oración— serás publicado…
—Me parece bien…
—PERO, pero, pero —continuó sin escucharme— si yo te logró tirar esos putos lentes o te alcanzó un madrazo en la nariz: no volverás a publicar y además tendrás que pagar un cartón de chelas, ¿entendido?
—¡Hecho! Es un trato.
—Salgamos a la calle, te voy a dar una catedra.
Salimos de la pulquería sin aspavientos. Estaba asustado. Me sentía como en una reta de Street Fighter o dentro de un capítulo de los Caballeros de Zodiaco. Fadanelli fmarchaba recto y sin mirar a nadie. Yo sabía mis desventajas: Guillermo era cinco u ocho centímetros más alto, había sido jugador de baloncesto y boxeador profesional. Yo era un boxeador amateur y corredor de fines de semana. Profesional en nada.
En la calle nos pusimos en guardia. Muchas personas recorrían la avenida Insurgentes y nos miraban con curiosidad. Era obvio: un par de borrachos haciendo el ridículo. Miré los puños y movimientos de mi rival. Guillermo daba saltitos y se sonaba la nariz como un boxeador.
Tiró el primer putazo. Un golpe, corto y preciso como sus aforismos. Me dio en la mejilla. Me calenté. Entonces finté que iba atinarle un golpe en la cara y le metí un gancho en las costillas: rápido y maltrecho como uno de mis relatos.
Guillermo sintió el impacto y se dobló por un momento. Empezó a sacudirse y a tirar golpes fallidos. Yo me cubría con los puños en la quijada. Debo reconocer algo: a pesar de su edad y obesidad, Guillermo se movía rápido. Recordé a Michael Jordan. Yo seguí con el jab y tirando algunos rectos con dirección hacia su gorra (sin mucha suerte).
La toma y daca duró un par de minutos. Yo recibí varios golpes en el abdomen, en los hombros y las mejillas; ninguno en la nariz. Fadanelli se veía ligeramente cansado. Yo le había estado trabajando —como un Julio César Chávez— las zonas blandas. Después de varios intentos, ambos tiramos un golpe al mismo tiempo —los borrachos nos echaban porras, algunas mujeres gruñían histéricamente y las sirenas de policía empezaban a contaminar el ambiente—. Una gorra y unos lentes cayeron al suelo.
Así la cuestión quedó zanjada.
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