Sandra Lorenzano
27/05/2018 - 12:00 am
Una sudaca enamorada
Alejandra nos recibe con algunas frases en un catalán cantarín y una sonrisa no sólo en los labios sino en los ojos, que es donde anidan las verdaderas sonrisas. Damos por sentado que ha nacido por estos lares y que fue arrullada en esta lengua. Sobre todo porque no deja de hablar en catalán aun cuando nos escucha a nosotras hablar en castellano.
Para Carmen de la Guardia y Liria Evangelista
por las lenguas y las charlas compartidas
entre Madrid y Barcelona
Alejandra nos recibe con algunas frases en un catalán cantarín y una sonrisa no sólo en los labios sino en los ojos, que es donde anidan las verdaderas sonrisas. Damos por sentado que ha nacido por estos lares y que fue arrullada en esta lengua. Sobre todo porque no deja de hablar en catalán aun cuando nos escucha a nosotras hablar en castellano.
Pero no: ni ha nacido por estos lares, ni fue arrullada en esta lengua. Entre escalivada, cargols y vino del Penedés, nos va contando que nació en Santiago de Chile, que estudió artes plásticas en la universidad, y que un buen día se enamoró de un catalán con el que llegó a la “Ciutat Comtal” con un niño en la mano y otro en el vientre. El romance con el chico duró diez años. El romance con la lengua no ha dejado de florecer. La aprendió en la piel del hombre amado, en los cuentos que les leía a sus hijos, en las complicidades con las amigas, y ahora la habla con un cariño y un cuidado que quizás sólo quien ha hecho propia una lengua “ajena” puede tenerle. “Soy una sudaca enamorada de este idioma”, dice guiñándonos un ojo.
Con ese amor, mis abuelos y bisabuelos aprendieron el español del Río de la Plata, pero sobre todo con ese amor se lo enseñaron a sus hijos. Con ese amor mi abuela, a la que se llevaron de Odesa siendo una bebé de brazos, cantaba los tangos más reos con una mirada pícara que hacía que sus nietos nos carcajeáramos, mientras devorábamos los caramelos sugus que siempre tenía en la cartera.
Con ese amor Joseph Conrad y Vladimir Nabokov crearon algunas de las páginas más brillantes que se han escrito en inglés, idioma en el que ninguno de los dos había nacido. O la húngara Agota Kristof decidió escribir en francés, igual que el argentino Héctor Bianciotti. Esta vez no quiero hablar del exilio como “acontecimiento lingüístico”, como decía el melancólico Joseph Brodsky, con un verso ruso siempre en el corazón; no quiero hablar de ese desarraigo del idioma de la infancia (“porque el idioma de infancia es un secreto entre las dos”, cantaba María Elena Walsh en su “Serenata para la tierra de uno”), sino de la alegría de enamorarse de nuevas realidades a través de las palabras.
Todos sabemos que las lenguas no son sólo lenguas sino maneras de mirar el mundo, de relacionarse con los demás, de amar y de pensar. Las lenguas vienen siempre con sus ritmos e imágenes, con sus paisajes y memorias. Cuando escucho hablar en idisch me asomo a las páginas de un libro al que mis tatarabuelos volvían cada noche, pero también a los puños en alto y a las canciones revolucionarias que también mi madre aprendió. Cuando me llegan frases en italiano, el sol se abre sobre el Mediterráneo y la boca se me llena de antiguos y dulces sabores familiares. Soy lo que las lenguas de mis ancestros han tatuado en mi piel, sumado a su español aprendido y amado. El “Bella Ciao” y “La internacional” son parte de mí tanto como el Himno Nacional Argentino convertido en canto de resistencia, como sucedió hace apenas un par de días cuando cientos de miles de personas lo entonaron en las calles de Buenos Aires para protestar contra la política de Macri y el FMI. Soy “La sandunga” de la tierra que me ha dado hogar, y los versos que hace años me cantaba mi hija.
Claro que no es lo mismo una lengua adoptada que una lengua impuesta. Ante una lengua que nos obligan a hablar silenciando la nuestra, la memoria es siempre refugio, identidad y persistencia. Que lo digan si no Natalia Toledo con sus poemas en zapoteco o Mardonio Carballo y sus versos en náhuatl, entre otros poetas y escritores que nos enriquecen cada día con sus palabras y sus miradas.
O que lo digan los vascos y gallegos acallados violentamente por la dictadura franquista.
Cantarte hei, Galicia, / na lengua gallega, / consolo dos males, /alivio das penas, escribió la gran Rosalía de Castro.
Poder cantar en la propia lengua es un privilegio que valoramos poco.
Cantar en una lengua aprendida por amor a una nueva tierra es un acto de generosidad compartida: la del que la enseña y la del que quiere aprenderla.
El catalán cantarín y sonriente de Alejandra, chilena enamorada de esta Barcelona por la que he pasado esta noche, me recuerda lo feliz que me hace escuchar hablar en gallego y en euskera, en purépecha y en guaraní, en rumano y en sardo. Porque las lenguas son sin duda cantos a la libertad.
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