A más de dos décadas del conflicto étnico-religioso que devastó Los Balcanes, en Bosnia-Herzegovina hay cuatro verdades: la bosniaca, la croata, la serbia y la verdad. El rencor persiste en estos pueblos que aún buscan curar heridas.
Sarajevo, 27 de abril (SinEmbargo).– La tibia luz del amanecer revela las montañas de roca y niebla que escoltan el camino a Sarajevo. En medio de ellas aparecen los pueblos solitarios y los esqueletos de construcciones baleadas o quemadas que parecen resistir sólo para dar testimonio de la guerra que cruzó por aquí.
Lija conduce el automóvil donde vamos Ervin, el traductor, Ricardo, mi compañero de viaje, y yo, con destino a la capital de Bosnia-Herzegovina. Desde la ventana las imágenes se acumulan casi estratégicamente como si fueran un museo al aire libre del conflicto que fue y permanece en esta región.
Aquella casa de dos aguas, nos muestra Ervin, es habitada por una mujer musulmana quien desde hace una década pelea la orden de quitar de su jardín la capilla ortodoxa construida en la posguerra.
Aquellas pintas en los muros de algunas viviendas, nos dice más adelante, invocan al general Mladic, un héroe para los habitantes serbios a quien atribuyen la existencia de la República Srpska, pero un demonio para la mayoría de los habitantes de este país, porque en los primeros días de julio de 1995 invocó al pasado y ordenó la muerte de más de 8 mil musulmanes
Frente a nosotros cruza el convoy de una boda: seis, siete automóviles escoltan el de los recién casados. En lugar de flores, pequeñas banderas serbias ondean desde los espejos laterales, como las banderas extendidas en los balcones de algunas casas a lo largo del recorrido.
UNA ODA AL NACIONALISMO
Aquél letrero escrito en cirílico “Тешко Богу са нама какви смо”, nos dice Ervin, significa “Pobre de Dios, con nosotros”.
–Dios que puede con todos, que tiene compasión y piedad para todos, no puede con nosotros por lo difícil que somos.
No es una pinta improvisada, está sobre una lámina de metal color oscura escrita en letras blancas, con todo cuidado.
Esa frase pareciera retratar el estado de ánimo de un país que inauguró el siglo XX con la Primera Guerra Mundial y lo cerró con la Guerra de los Balcanes, una guerra impuesta para separar a un pueblo que vivía bajo un espejismo de unidad entre etnias.
Dios, parece, se ha rendido en este lugar.
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LA PERVERSIÓN DE LA MEMORIA
Llegamos a Sarajevo buscando respuestas. Nos inquietaba saber si un país que ha sobrevivido a un conflicto armado tan atroz, tan sin sentido, como fue el de Los Balcanes, puede encontrar calma, reconciliación. Queríamos saber qué precio se debe pagar por esa construcción de paz. Lo que encontramos fue una región sumida en una guerra ya no de balas, sino de verdad y de memoria. Pero esperanzada a mirarse de nuevo en el otro.
El silencio habita las calles de esta ciudad. No hay estridencias. La ciudad apenas murmura en el rechinar de sus tranvías, en el canto que llama a la oración desde las esbeltas mezquitas, en el ladrido de algún perro. En medio de los susurros los agujeros de bala, de granadas, de bombas detonadas hace 20 años permanecen tatuados en los edificios. Ellos son la estridencia.
La Biblioteca de Sarajevo parece resurgir de las ruinas. Desde hace un lustro, este edificio del imperio austrohúngaro está en proceso de reconstrucción. En agosto de 1992, a inicios de la ofensiva, ultranacionalistas serbio-bosnios la bombardearon con cohetes que en pocas horas consumieron los libros, archivos, documentos y miles de manuscritos árabes, turcos y persas, en un acto que el novelista español, Juan Goytisolo, calificó como un “memoricidio” cuyo fin era “barrer la sustancia histórica de una tierra para montar sobre ella un edificio compuesto de patrañas, leyendas y olvidos”.
Además de la biblioteca otros edificios han sido remozados, pero las cicatrices de la guerra son inocultables. Los cementerios descienden desde las colinas y penetran la ciudad como la niebla. Derramados al sol, reposando en un sueño profundo, como los miró el escritor Ivo Andric. Lápidas de mármol negro y gris para honrar a los ortodoxos o católicos, torres de mármol blanco para los musulmanes. Los muertos descansan a lo largo de la ciudad, junto a un parque o un mercado, incluso en ese campo de futbol que en los tiempos de granadas y bombas se convirtió en camposanto porque la muerte era incontenible.
En la década de los 90 del siglo pasado, la región de los Balcanes vivió hundida en una guerra que tuvo los episodios más sangrientos de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. A Bosnia, quizá la más plural y cosmopolita de las seis repúblicas que integraban la ex Yugoslavia, le tocó protagonizarlos entre 1992 y 1995, con un conflicto de raíces nacionalistas y religiosas que enfrentó a bosniacos (musulmanes), serbios (ortodoxos) y croatas (católicos) y que, se calcula, dejó 100 mil víctimas mortales.
En los entretelones del conflicto el Presidente serbio Slobodan Milosevic atizaba la violencia con su afán de formar la Gran Serbia.
Una de esas bombas que durante tres años hirieron Sarajevo cayó en el piso 9 del edificio donde vive Zdravko Grebo. Aún se ve el agujero del tamaño de un sofá, parchado con ladrillos.
Hoy Grebo bebe una taza de café en el restaurante Maksumic, ubicado al pie de su edificio y frente a ese campo de futbol que ahora resguarda a varios cientos de cuerpos, casi todos caídos entre 1992 y 1994. Al lado, en un intento de no ceder espacio a la muerte, se construyó un nuevo campo de futbol donde unos jóvenes entrenan.
Grebo es un profesor de Derecho retirado de la Universidad de Sarajevo que oculta bajo ese gesto gruñón, propio de quien fue arrancado de su siesta para la charla, un gran sentido del humor y una energía capaz de movilizar a decenas de estudiantes y voluntarios durante la guerra para resistir. Lo hicieron a través de la estación de Radio Zid, de conciertos de rock montados sobre ruinas de edificios bombardeados y de publicaciones con intelectuales aliados, como la ensayista y novelista estadounidense Susan Sontag.
La decisión no fue reflexionada, tenían solo dos opciones: encerrarse en un refugio o generar un movimiento de resistencia a la embestida que no sólo era de balas, sino de propaganda política. Para llegar a las instalaciones de la radio los voluntarios y colaboradores debían sortear un campo de batalla: un parque de árboles quemados por el bombardeo, donde un joven resultó herido mientras cruzaba en su bicicleta, un DJ fue herido con una bala en la cabeza y otro asesinado con un proyectil.
–Lo más fácil entonces era responder desde la radio con ataques de odio a los serbios y no lo hicimos, no tomamos partido. Sin pensarlo nos paramos como ciudadanos de Sarajevo.
Mientras habla, las palabras de Grebo se hilan con el humo de los cigarros L&M que no para de fumar. En este país que aspira a la adopción de la Unión Europea como un espejismo para sanar las diferencias étnicas, algunos celebran que aún pueden encender sus tabacos donde les pegue la gana.
Entonces alrededor de ellos se libraban dos guerras en una. La de balas y la del exterminio lento, que convirtió a la ciudad en un campo de concentración y la asfixió sin agua, luz, ni comida. Durante el asedio dos veces abandonó la ciudad, pero Grebo siempre volvió.
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TENER ESPERANZA, UN ACTO DE RESISTENCIA
Ahora esperanza es una palabra que pronuncia con nostalgia. Una nostalgia difícil de comprender para quienes no conocimos Sarajevo antes de la guerra, cuando era “un microcosmos, la metáfora del mundo”, como la describe Dzevad Karahasan en el libro Sarajevo, Diarios de un Éxodo, la ciudad donde coexistían religiones –y sus culturas– tan diversas al grado de que musulmanes, cristianos y ortodoxos vivían como familia bajo un mismo techo.
Karahasan, escritor y profesor de teatro que durante el asedio y entre los escombros mantuvo con sus estudiantes las puestas en escena, ensaya en esa obra que era precisamente el contraste entre unos y otros lo que los definía y vinculaba. Unos necesitaban a otros como prueba de su propia identidad; es decir, las diferencias no los excluían, los entremezclaba en una cultura abierta, fértil. Para él, este entramado de relaciones diferenciaba a Sarajevo de las modernas ciudades occidentales, lo que la hacía única, “el centro del mundo”.
Quizá por eso antes que sentirse musulmán o cristiano u ortodoxo o judío el habitante de Sarajevo se asumía instintivamente como “ciudadanos de Sarajevo” y al otro como su vecino, su amigo. Quizá por eso cuando Grebo mira el pasado y lo escarba como si buscara un momento de desesperanza, no lo encuentra. No en el pasado.
Luego, de pronto, suelta:
–Hoy soy un hombre decepcionado.
A lo largo de sus años como profesor universitario, Grebo ha confirmado que la memoria puede ser manipulada para servir al odio y agendas personales de los políticos que hoy están en el poder.
–Existe en las personas una memoria colectiva mala, sí que existe. Y sólo espera la oportunidad para vengarse.
En julio de 1995, recuerda Grebo, el general serbio-bosnio Mladic entró a sangre y fuego a Srebrenica para reivindicar una venganza por la ocupación turca de Serbia ocurrida en el siglo XV. El odio se engendró durante 500 años, se hizo memoria. Luego de que sus tropas tomaron la ciudad, Mladic abrazó a su comandante a cargo y entre risas se tomó el tiempo de hacer una declaración a la televisión serbia: “Aquí el 11 de julio de 1995 en la Srebrenica Serbia, en la víspera de una gran festival serbio, ha llegado el tiempo de tomar nuestra venganza de los turcos en esta parte del mundo”. Con esa frase arrancó la matanza de más de 8 mil musulmanes. La mayor masacre de población civil en Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy la guerra ya no es de balas, sino sobre la memoria. Sobre cómo leer el pasado.
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LA NACIÓN CENTRÍFUGA
–Ahí, donde termina la lógica, empieza Bosnia-Herzegovina–, dice irónico Ervin mientras caminamos entre las calles de la ciudad bajo el último sol de otoño.
Ervin Tokic es un joven veinteañero que nos guía por Sarajevo como traductor. Su nombre, dice, es un tratado de paz: con una madre croata que quería bautizarlo como Felipe y un padre musulmán que prefería Alija, acordaron llamarlo así, que significa “franco y justo”.
Hijo de un líder de izquierda, que luego los abandonó, huyó con su madre y su hermana a Valencia cuando comenzó la guerra, ahí aprendió el español. Entonces tenía siete años.
–Mi madre decía que si íbamos a ser refugiados, al menos lo fuéramos en un lugar donde sale el sol–, lanza pícaro.
Volvió a Sarajevo cuatro años después y ahora Ervin se mantiene como traductor y guía de turistas mientras termina, un poco decepcionado, los estudios en Ciencias Políticas en la Universidad de Sarajevo. Ni en las aulas ha podido entender el absurdo sistema que rige su país.
El actual estado de Bosnia-Herzegovina nació en 1995 con la firma de los tratados de paz de Dayton, en Estados Unidos. Con ese gesto diplomático se puso fin a la guerra de balas pero comenzó la guerra política. Es un país que no es federación ni república, pero está conformado por la Federación de Bosnia-Herzegovina y la República Srpska, entidades autónomas que parecen irreconciliables.
La primera, que ocupa 51% del territorio, aglutina en su mayoría a los habitantes bosniacos (musulmanes) y croatas (católicos); la segunda, con 49% de la extensión, a los serbios (cristianos-ortodoxos). Unidos en papel y territorio los tres grupos tiran a los extremos enarbolando su nacionalismo y aunque hablan el mismo idioma, acentúan las variantes lingüísticas para saberse diferentes.
Tiene tres presidentes, uno por cada grupo étnico-religioso, quienes se turnan el mandato cada ocho meses durante los cuales parecen empecinados al autoboicot; hay tres ombudsman del pueblo, hay duplicidad de algunos ministerios como el de Educación que deriva en distintos programas educativos, uno por cada etnia y cada uno con su propia verdad sobre la guerra. En algunas escuelas los niños tienen entradas diferentes; en otras comparten patio para el recreo, pero no el juego.
–Es como si un borracho hubiera escrito la Constitución–, dice Ervin.
Caminamos sobre la Avenida de los Tranvías, la más tradicional de Sarajevo, rebautizada durante la guerra con el macabro nombre de la Avenida de los Francotiradores, pues desde los edificios que la rodean los soldados serbio-bosnios pasaban el tiempo disparando a quien osaba salir del refugio por algo de comer.
Ni el campo de futbol, ese terreno neutral donde cualquier país da tregua a sus conflictos internos, se salva del divisionismo.
La FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociación) y la UEFA (Unión de Federaciones de Fútbol Europeas), nos explica Ervin, vetaron a la selección nacional porque la Asociación de Futbol de Bosnia-Herzegovina tenía tres presidentes. Era la única en el mundo con esa característica. Se tuvo que crear el Comité para la Normalización donde jugadores retirados de los distintos grupos étnicos hacen la labor de embajadores de paz y tratan de elegir a un líder del organismo.
La discordia llega a absurdos. Desde 1991, el umbral de la guerra, no se ha realizado un censo oficial en el país. En ese entonces se contabilizaron 4.3 millones de habitantes, hoy se calcula que son 3.7 millones. El desacuerdo político se impone y obstaculiza actualizar el conteo oficial. No se trata sólo de un registro demográfico, sino de definir al país después de la guerra: Bosnia desconoce su radiografía, no ha vuelto a mirarse a sí misma. Supone, por las casas abandonadas o por los nuevos templos o mezquitas que se erigen en las ciudades, los efectos de la limpieza étnica.
En cambio, sí realizó un censo de perros. En el afán de ganar simpatías con la Unión Europea el gobierno bosnio creó la “Ley de protección y bienestar de animales” y en apoyo la organización británica Dog Trust censó 11 mil 168 canes merodeando la ciudad.
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EL GENOCIDIO SIN FIN
Hace un par de años Amor Masovic tocó a la puerta de una mujer cuyo hijo fue desparecido durante la toma de Srebrenica, en 1995. Le llevaba buenas noticias. Por fin, después de tres lustros de búsqueda, lo habían encontrado. Le entregó algunos huesos del muchacho y la mujer les dio sepultura. Esos pocos huesos identificados entre miles de fosas clandestinas, cuidadosamente limpios y estudiados por el equipo de antropología forense de la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas (ICMP, por sus siglas en inglés), eran lo único que tenía de su hijo.
Amor recuerda la escena en las oficinas del Instituto para Personas Desaparecidas de Bosnia-Herzegovina. Él es uno de los tres directivos del organismo nacional que trabaja de la mano con el grupo de expertos internacionales. Amor no pudo tener mejor nombre, trata a esos miles de hijos desconocidos como propios. Es un tipo de mirada compasiva y sus manos gruesas de leñador, son consuelo para las miles de mujeres a quienes ha ayudado a buscar a los suyos, intercambiándolos como prisioneros en los primeros años de la guerra, y escarbando entre las fosas clandestinas durante los últimos 15 años.
Amor era un abogado bosniaco ocupado en los asuntos de particulares. Cuando empezó la guerra echó candado al despacho y guardó los expedientes pensando que en un par de meses volvería a ellos. No fue así. A los pocos meses su esposa, una mujer serbia y funcionaria de gobierno, apeló a su experiencia como litigante y conocedor del derecho internacional para comenzar la búsqueda de los desaparecidos en los cuarteles de guerra.
Desde entonces no ha parado.
“He visto todas las posibles consecuencias de una guerra. Con mis manos he tocado miles de cadáveres, con cada uno de mis sentidos los he sentido. ¿Cómo lo pudieron hacer? ¿Cómo un ser humano puede coger un arma y disparar a una mujer con un bebé en brazos? ¿Cómo pudo tomar el cuerpo de esa mujer y su hijo y 25 cuerpos más, arrojarlos a su tractor, conducir 20 kilómetros, parar frente a una cueva de 20 metros de profundidad, tomar el cuerpo del bebé en sus manos, caminar unos 50 pasos y arrojarlo en medio de la oscuridad, escuchando cómo su pequeño cuerpo chocaba contra las rocas? ¿Cómo un ser humano puede hacer esto? ¿Se le puede odiar? ¿Qué sueña? ¿Ve en sus sueños a ese pequeño bebé mientras cae muerto? No olvido lo que he visto, pero mi único sentimiento hacia los asesinos es compasión”.
Hace un par de meses, Amor volvió a la casa de esa mujer para decirle que habían encontrado otros huesos de su hijo en las fosas recién descubiertas. Se repitió el ritual. La doliente acudió a las oficinas del organismo, firmó la documentación y tomó los restos. Quizá los miró tratando de reconocer en ellos algo de su hijo, su estatura o su complexión, o tal vez los acarició y se volvió a preguntar, como lo ha hecho desde el día que se lo quitaron, ¿qué le hicieron, cómo murió, sufrió antes de morir? Quizá, de nuevo sin respuestas, se resignó y los depositó en el féretro, donde poco a poco va armando el rompecabezas de la muerte de su hijo.
El duelo no termina para ella. Y Amor no sabe cuándo dejará de tocarle a la puerta.
El 90% de los cuerpos encontrados e identificados no serán enterrados completos; su nombre, su memoria, fue escondida a lo largo del territorio y quienes ahora intentan recuperarla se enfrentan a una tarea titánica de ensamblar rompecabezas genéticos. Con el fin de ocultar el genocidio, cuando el tribunal de La Haya comenzó a investigar los crímenes de guerra, los generales serbio-bosnios ordenaron crear fosas secundarias y terciarias en donde revolvieron los cadáveres con el objetivo de que ninguno fuera identificado. Su versión sería simple: los desaparecidos no están muertos, andan escondidos en algún país. Algunos cuerpos han sido llevados por el Río Drina hasta Serbia, otros han sido encontrados en cuatro fosas distintas, a 30 kilómetros de distancia entre ellas.
–Este es un genocidio que sigue, que no acabó en julio de 1995. Sigue mientras los sobrevivientes no encuentren paz–, dice Amor.
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MIENTRAS NO ENCUENTREN PAZ
La guerra de la ex Yugoslavia dejó alrededor de 30 mil personas desaparecidas en Bosnia, 88% bosniacos, 8.8% croatas y 2.5% serbios, según el Instituto para Personas Desaparecidas de Bosnia-Herzegovina. Desde 2001, la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas ha identificado a poco más de la mitad, 16 mil 200 personas, cruzando los datos genéticos de 89 mil familiares con 36 mil muestras genéticas de huesos encontrados en fosas clandestinas.
Pese al esfuerzo, Amor no es optimista. Cree que varios miles nunca serán encontrados porque sus cuerpos fueron quemados, arrojados a los ríos o porque no hay testigos que guíen la búsqueda de más fosas clandestinas. Si bien el sistema judicial emprendió el rastreo a partir de interrogatorios a prisioneros y denuncias anónimas, a veces son encontradas en medio de un absurdo, como el caso de un serbio que en plena borrachera balbuceó el sitio dónde enterraron cuerpos al terminar la guerra.
–Nunca dejaremos de buscar–, dice Amor antes de relatar una anécdota cuando buscaron cuerpos en la presa del Río Drina.
En el verano de 2010, una falla mecánica en una turbina de la presa del Río Drina obligó a bajar el nivel del agua. Los organismos de búsqueda aprovecharon para rastrear los 50 kilómetros de longitud y, como un milagro, del lago empezaron a brotar huesos, botas, ropa, como si la tierra quisiera expulsarlos de sí misma. Lograron identificar a 120 personas. En el lago encontraron 6 esqueletos apilados uno junto a otro y en sus ropas, pipas y monedas del periodo austrohúngaro. Un siglo después de que murieron esos soldados apenas eran encontrados.
Así dibujó Amor el panorama sobre cuándo terminará la búsqueda, cuándo se devolverá a los desaparecidos su nombre arrancado.
Cuándo ese genocidio podrá tendrá fin.
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MEMORIA CONTRA LA MALDAD
En 1995, a Kada Hotic le arrancaron a 56 miembros de su familia en Sbrenica. Su esposo, dos hermanos, su hijo y su cuñado, entre ellos. Hoy, aún los busca.
Eran los primeros días de julio y entonces la ciudad estaba bajo resguardo de las Naciones Unidas. El ejército de la República Srpska, a mando del general Ratko Mladic, llegó a Sbrenica, separó a los hombres de sus familias, los mató en los alrededores y los enterró en fosas clandestinas. Kada forma parte del grupo Madres de Srebrenica, que desde el fin de la guerra busca a 10 mil esposos, hijos, hermanos desaparecidos.
Esa ausencia ha dejado a Srebrenica como un pueblo fantasma. Son pocos los que después de la masacre decidieron volver. Aquí la vida termina antes de que se meta el sol y los grupos políticos insisten en mantener la tensión. Hace un lustro los musulmanes de cabildo intentaron independizarse de la República Srpska –no de Bosnia como país– pero los ortodoxos lo impidieron con su voto.
La plaza principal está cercada en ambos extremos por una mezquita y una catedral ortodoxa, en medio las ruinas de un hotel, un café semivacío y unas cuantas casas reconstruidas. Este domingo el canto del almuecín, que desde la mezquita llama al rezo, revienta el silencio. Apenas termina, las campanadas de la catedral repiquetean. Y de nuevo el silencio. Las melodías que antes transmitían esa comunión, hoy son un llamado a duelo.
Frente a la plaza el disco-bar Acapulco, con panorámicas de la bahía mexicana y las estridencias de la música en vivo, sobrevive extrañamente en este lugar.
A las afueras de Srebrenica, a unos 15 minutos en automóvil, está el conjunto memorial de Potocari formado por un museo y un cementerio donde han sido enterrados más de 5 mil 600 cuerpos de musulmanes asesinados en la masacre de 1995.
El museo está acondicionado en el casco de una antigua fábrica de baterías, que durante la guerra fue el cuartel general de las Fuerzas de Protección de la ONU, el ejército de cascos azules que entonces estaba compuesto por soldados holandeses.
Hasan es el guía del museo. Tiene 36 años y unos profundos ojos azules, azules como el cielo. Vestido de saco oscuro y con un portafolio al hombro comienza, como cualquier rutina, el relato programado para las visitas. El 11 de julio de 1995 alrededor de 25 mil musulmanes que se guarecían en Srebrenica fueron acorralados por las tropas serbio-bosnias e intentaron entrar a la fábrica de baterías para salvar su vida. Sólo 5 mil lo lograron.
Es fácil imaginarlos en este bodegón que hoy luce vacío, frío, en un silencio sepulcral. Amontonados, con sus ojeras oscuras y la mirada cansada, esqueléticos, cada vez menos parecidos a sí mismos, cada vez menos parecidos a un ser humano. Confiados, estúpidamente confiados, de que estarían a salvo en este lugar. Bajo la protección de los cascos azules de la ONU.
El resto trató de huir por los bosques.
–El 18 de julio, después de caminar seis días y siete noches llegamos a Tuzla–.
Quizá sin darse cuenta, Hasan cambia a la primera persona y se descubre como uno de los protagonistas del relato. Tenía 19 años cuando intentaba huir por los bosques que rodean Srebrenica, bajo la lluvia, sin comer, sin dormir, con el sonido lejano de los disparos taladrándole el cerebro, sin saber si el siguiente paso dado sería seguro o lo esperaría una emboscada.
Hoy, 17 años después, está aquí, en este gran bodegón fumando un cigarro. A salvo, pero con un velo de rencor y culpa en sus profundos ojos azules. Está aquí, en la trampa de la que pudo huir, mientras los suyos eran entregados por los soldados holandeses a los serbio-bosnios. Condenándolos a muerte.
Una vez terminada la guerra, protegidos por la comunidad internacional, los cascos azules dejaron el cuartel. En los muros blancos de la antigua fábrica y a manera de grafitis quedó su firma:
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“NO TEETH…? A MUSTACHE…? SMEL LiKE SHiT…? BOSNiAN GiRL¡”
“I´m YOUR BEST FRIEND I KILL YOU FOR NOTHING. BOSNIE 94”
“UN: UNITED Nothing”
Hoy las fotografías de esos murales se exhiben en la Galería de Sarajevo, como un reclamo a la complicidad de la comunidad internacional con el genocidio.
Enfrente de la antigua fábrica está el cementerio. Desde la pequeña colina que lo corona se ven miles de lápidas blancas perderse en el horizonte, allá donde las nubes comienzan a rozar la tierra. A un lado, un grupo de trabajadores continúa la faena, sepultar cuerpos, casi todos incompletos, que después de 20 años han ido recuperando su nombre.
En este santuario están algunos de los familiares de Kada. Ella ha ido desenterrando la verdad sobre los suyos. Con ayuda de la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas encontró los restos de su esposo y por el análisis antropológico del cuerpo supo que lo mataron de un balazo en la cara. Con el cuerpo encontraron también el reloj de bolsillo que usaba, perforado por una bala. El reloj dejó de funcionar a las 4:30 de la tarde. Ahora ella sabe que murió a esa hora.
De un hermano cree, por los análisis forenses, que murió degollado porque en su cuerpo no había restos de bala y su cabeza fue encontrada dos años después. Otros que había con él tampoco tenían balas, pero tenían las manos atadas hacia atrás y los ojos tapados.
–Probablemente fueron enterrados vivos–, supone.
De su hijo, desaparecido cuando tenía 29 años, no sabe nada. Sólo han encontrado dos huesos de las piernas. Hay días en que Kada camina por los bosques que rodean Srebrenica tras alguna pista. Alguna vez encontró la ojiva de una bala y la tomó entre sus manos, la miró detenidamente y pensó si fue esa la que mató a su hijo. Otras veces, cuando camina por la calle se detiene en algún rostro que la inquieta y piensa si fue él quien le disparó.
–Yo tenía 21 años cuando nació mi hijo y pensé que era la mujer más feliz del mundo. Ahora, muchas veces pienso qué tipo de madre soy si no lo pude salvar. Lo hubiera protegido con mi cuerpo si pudiera–.
Kada llora desde hace unos minutos. Guarda silencio y traga con dificultades el dolor. Luego, resurge de sus recuerdos y relata que apenas en octubre pasado la organización de mujeres, casi todas con un pasado rural y sin preparación académica, denunció a la ONU ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por complicidad en el genocidio, pero el caso fue rechazado porque la ONU tiene inmunidad, entonces apuntaron el dedo hacia el estado holandés, hoy en el banquillo.
Si hoy ella está aquí es porque tiene una lucha personal contra la maldad.
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GUERRA DE MEMORIALES Y VERDADES
Un gran monumento en forma de águila se erige en el campo de Trnopolje, en el noreste de Bosnia, en la actual República Srpska. Un campo donde fueron violadas y torturadas miles de bosnias durante la guerra.
Pero el homenaje no es para recordar esos crímenes, sino para honrar a los soldados serbio-bosnios que murieron en otras zonas de la región y que en muchos casos están acusados de haber perpetrado esas atrocidades.
En el centro, el monolito de piedra tiene una gran cruz y la inscripción en caracteres cirílicos: “A todos los luchadores que dieron su vida para la fundación de la República Srpska”.
Frente a ese monumento, relata Velma Saric directora del Centro de Investigación Post-Conflicto, las mujeres víctimas han intentado construir un memorial que recuerde el daño que sufrieron, pero la autoridad municipal serbia ha obstaculizado los permisos.
La gente cree que es una forma de mantener el monopolio de la verdad.
En teoría un memorial busca reconocer a la víctima como tal para que pueda conciliar con el pasado, además de mantener en la memoria colectiva los agravios para que no vuelvan a ocurrir. Pero aquí, explica Velma, los memoriales han servido para profundizar divisiones y mantener el monopolio de la verdad.
–Tan malo es construir un memorial a los soldados serbios responsables de la guerra, como acusar al pueblo serbio de genocida en los memoriales bosniacos. Esta memoria no nos ayuda a entender lo que ha pasado–, dice.
A 15 años de la firma de los Acuerdos de Dayton que lograron poner un alto al fuego, la batalla por el monopolio de la verdad se vive con una intensidad como la que pudieron tener los soldados que dispararon sus fusiles y morteros en la peor etapa de la guerra.
El conflicto es tan evidente que hasta una broma hay sobre el tema: “En Bosnia hay cuatro verdades: la bosniaca, la croata, la serbia y la verdad”.
Kumjana Novakova, directora creativa del Festival de Cine de Derechos Humanos de Sarajevo, cree que el conflicto permanece porque no ha habido un diálogo público sobre la guerra. Este silencio ha provocado en las generaciones post-conflicto el rechazo al otro. La guerra les arrancó la posibilidad de vivir como parte de la diversidad.
–No sé si es muy pronto o muy tarde para hablar en voz alta de la guerra. Algunas voces dicen que en la región no sabemos cómo enfrentarnos al pasado, lo que sea que eso signifique. Nuestra historia de guerras se ha ido tejiendo en silencio–, reflexiona.
Y se ha guardado en la memoria.
No hay una voz unísona sobre la reconciliación. Algunos son optimistas, otro prefieren andar a tientas. Hay quienes ven en las nuevas generaciones la posibilidad del perdón, otros no porque desde su nacimiento fueron cobijadas con las banderas del nacionalismo. Unos consideran que el Tribunal de la Haya dará verdad a las víctimas y desmitificará a los patriotas nacionalistas, otros creen que no logrará su cometido, pues las víctimas bosniacas ven insuficientes las condenas y los serbio-bosnios lo toman como una afrenta contra sus héroes.
En lo que coinciden, es en que el primer paso para la reconciliación exigirá romper con esa narrativa simple de la guerra donde unos son buenos y otros malos.
Finalmente quienes murieron y mataron lo hicieron como seres humanos.
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EL PRÓXIMO AÑO EN SARAJEVO
Cuando inició la guerra en 1992 los judíos emprendieron la huida de Sarajevo. Habían llegado a esta ciudad a buscar refugio luego de la persecución nazi y en unos años fueron cobijados por ella. El cementerio judío, ubicado en una colina privilegiada, se convirtió en una especie de parque público donde los habitantes de todas las religiones solían sentarse a ver el atardecer que caía sobre ese valle bordeado por el río Miljacka, como lo recuerda el escritor Dzevad Karahasan en su libro Sarajevo, Diarios de un Éxodo. Durante el asedio a la ciudad ese lugar fue tomado por los soldados serbio-bosnios que cavaron sus trincheras profanando las tumbas y desde ahí dispararon a matar.
En ese tiempo Karahasan fue a la estación de trenes a despedir a sus amigos que volvían a Jerusalén. Uno de ellos no se fue. Le contó que desde hace 2 mil años, en la víspera de su fiesta más importante, los judíos pronuncian una frase de esperanza, casi un juramento: “El próximo año en Jerusalén”.
Pronunciarla en Jerusalén, le dijo, no tiene sentido, es renunciar a un sueño. A la identidad.
La mañana antes de dejar Sarajevo, salimos a caminar a lo largo del río que traza la ciudad hasta el horizonte. Apenas amanece.
En el camino encontramos una fila de hombres y mujeres ancianos, resistiendo al aliento que anuncia el invierno, en espera de comida gratuita del gobierno. Los imagino durante el asedio de Sarajevo caminando kilómetros y kilómetros con costales de comida a cuestas hasta perder las uñas de sus pies, robando la cosecha de los pueblos vecinos, sorteando balas de francotiradores por un pedazo de pan, devorando latas de comida caduca, de comida para perros enviada por el ejército estadounidense desde el aire.
¿Acaso ellos, desde el fin de la guerra, han vuelto a comer con normalidad, sentarse a la mesa, guisar su plato favorito y compartirlo?. Por la crisis económica en la que está sumergida Bosnia desde la guerra, es posible que no. El periódico de ese martes anuncia en portada: “Mujeres educadas se dedican a la prostitución”, debido al desempleo de 40 por ciento. Un golpe más a este país que antes del conflicto era símbolo de la prosperidad intelectual, deportiva y económica.
En la calle, una de las mujeres recoge su porción y camina a pasos muy lentos por la orilla del río. Quizá ella y quienes la acompañaban en la fila y otros muchos más morirán sin volver a sentir esa paz desde que inició el conflicto, esa soltura de columpiarse en la vida sin preocupaciones.
La mujer se pierde entre la neblina y sólo queda el río Miljacka. La bruma se eleva de las aguas y cubre los edificios astrohúngaros dándoles un aire de lejanía, como si fueran una fotografía borrosa por el paso del tiempo. Pese a la bruma, su majestuosidad y belleza destaca.
Ese río de aguas marrones meció muertos durante la guerra, lavó a los habitantes, les quitó la sed. ¿Por qué no dejar que sus aguas se lleven el recuerdo de tanto dolor, que corran y laven la memoria? La pregunta siempre llega cuando el alma está agotada.
Pese al cansancio, Kada Hotic, esa mujer que busca a sus 56 desaparecidos, apresa la memoria, no la deja correr. Es una lucha contra la maldad la que ha emprendido, recordarla, mostrarla como es. Para que no vuelva a ocurrir.
“La maldad hay que mostrarla para que se pare a tiempo, antes de que ocurra de nuevo. Si vamos a vivir en injusticia, en falta de confianza, en no respetar a los demás entonces, ¿por qué están escritos los derechos humanos?, ¿por qué los libros religiosos?. Entonces, ¿cuál es el sentido de la vida humana?, ¿qué somos nosotros?”.
Recuerdo sus palabras y pienso en la propuesta de varios filósofos, como el inglés Ernest Gellner o el francés Ernest Renan, quienes apelan al olvido como requisito indispensable para lograr la conformación de una nación, pues en su origen siempre existen hechos violentos que deben ser oscurecidos en pos de la unidad.
Encuentro en el olvido y la memoria un doble filo. El olvido puede ser un elemento del perdón, pero también del engaño. La memoria puede honrar y prevenir, pero también engendrar odio.
Avanzamos por el cauce del río mientras amanece y dejamos que las dudas sucedan y naveguen con la corriente. Ahí se va también la duda constante que nos acompañó durante el viaje: ¿Por qué si la relación entre los distintos grupos étnicos parece una fuerza centrífuga, no se separan?
Hay una respuesta no dicha que vibra constante en la ciudad y sus habitantes, una especie de resistencia, un deseo recuperar esa Sarajevo de todos.
Algo de esta ciudad se filtra en la piel. Es fácil sentirse parte de ella, reposar el alma en los puentes del río, acompañar la soledad en los cementerios, reconocerse en sus callejones decadentes. Algo de esta ciudad penetra. Una sensación de pertenencia, incluso para el viajero.
“El próximo año en Sarajevo”, escribió Dzevad Karahasan en las páginas finales de libro en alusión a las palabras que le dijo su amigo judío. Las escribió cuando, al final de la guerra, sintió a su ciudad elevarse al universo de lo lejano, pero de lo que aún puede ser soñado.