«La energía mágica se libera con alcohol, pero demasiado alcohol la diluye al punto de la inutilidad. Si se mezcla bien, un Té Helado Long Island podría desafiar la ley más básica de la magia: múltiples licores operando en perfecta armonía para liberar el potencial más profundo de quien lo bebe».
Ciudad de México, 27 de enero (SinEmbargo).- Esta novela, dedicada a los «los bármanes, baristas y meseros que le sirven al mundo bebidas fuertes y que nunca dejan que los vasos se vacíen», sucede en el bar Nightshade, punto de reunión de la Corte de los Coperos, quienes se encargan de hacerle frente a las bestias que acechan la ciudad de Chicago por las noches.
Sin darse cuenta, Bailey Chen, la protagonista de este relato, se verá inmersa en esta vida nocturna y descubrirá un extraordinario y feroz mundo, en donde no sólo deberá combatir con los terribles tremens y con un experimentado barman que guarda un terrible secreto, sino también tendrá que lidiar con la poderosa atracción que siente por su compañero Zane.
En el Nighthshade se mezclan magia, bebidas, intrigas, batallas y amor.
Fragmento de Última llamada en el Nightshade, de Paul Krueger, con autorización de Ediciones B
Para los bármanes, baristas y meseros que le sirven al mundo bebidas fuertes y que nunca dejan que los vasos se vacíen
CAPÍTULO UNO
Bailey Chen se estaba ocupando de unos asuntos serios.
—¿Bueno? —se tapó con un dedo el otro oído para poder escuchar mejor por el celular
—. ¿Jess? ¿Sigues ahí? Te decía que creo que Divinyl está haciendo varias cosas muy interesantes con su modelo de negocios…
—¡Sí! —dijo una mujer de voz entusiasta
—. ¡Genial! Entonces tal vez sepas que somos…
—»Un regreso revolucionario a la música giratoria» —recitó Bailey—. «La compañía que está trayendo el sonido retro de los vinilos a la comodidad de una plataforma móvil». Creo que eso es realmente, eh… —trató de pensar en la palabra adecuada. ¿Cool? ¿Sorprendente? ¿Qué se podía decir sobre una aplicación filtra-sonido que toma los mp3 nítidos y puros para convertirlos en una grabación estilo disco, llena de siseos y estallidos?
Cualquier cosa, se recordó, lo que fuera siempre y cuando le consiguiera una entrevista.
—Realmente innovador —dijo Bailey—. Y me encantaría visitarte y hablar contigo.
Escuchó un crujido en la línea, y Bailey se preguntó por una fracción de segundo si ésa era una falla intencional diseñada en el sistema corporativo telefónico de Divinyl o si sólo se trataba de un efecto secundario de su servicio celular de mierda.
—¡Desde luego! —dijo Jess—. Por Dios, ¿puedes creer que no hemos hablado desde la preparatoria, o algo así? Tenemos mucho de qué platicar.
—Oh —dijo Bailey—. Este, ¡sí!
Bailey sí podía creer que no se contactaran desde la preparatoria o algo así, porque no habían hablado mucho en la preparatoria. Pero tal vez Jess era una de esas personas que habían cambiado drásticamente en la universidad. Además, si Bailey conseguía el empleo, probablemente Jess sería su primera amiga de la oficina. Podrían hacer cosas de mujeres de negocios, como salir a comprar ensaladas picadas, las cuales se comerían en sus espaciosas oficinas de amplios ventanales mientras planeaban el dominio completo de su campo de mercado. Y tal vez comprarían collares lujosos por internet, porque ésa era, después de todo, su hora de comida.
Bailey sonrió. Si alguna vez había tenido una imagen mental del éxito, era ésa: comida para llevar, sentido empresarial implacable y joyería de poder.
—¿Bailey? —Perdón, Jess, aquí estoy. Entonces, tienes tiempo en algún punto de la siguiente semana o…
—¡Bailey! Esta vez su nombre no venía del teléfono. La cabeza de pelo enmarañado de Zane Whelan apareció sobre el otro extremo de la barra, sus lentes cuadrados relucían.
—¡Ahí estás! «Mierda».
—Em, tengo que irme —dijo Bailey al teléfono—, pero llámame cuando tengas…
Zane funció el ceño.
—¿Estás… hablando con alguien?
—Hortensias —dijo Bailey de inmediato.
—¿Qué? —Hortensias, glicinias, adelfa, rododendro y anturio —dijo Bailey mientras señalaba con la cabeza a la maestra de ceremonias que le sonreía de forma juguetona a una pizarra desde atrás de su micrófono
—Cinco de las, amm, de las plantas venenosas más comunes.
—¿Anturio? —Zane parpadeó—. Suena a algo salido de una película de bajo presupuesto.
Bailey se guardó el celular.
—Bueno, pues existe. La maestra de ceremonias se paseó por el bar, lanzándoles miradas suplicantes a ambos equipos.
—Vamos, muchachos —dijo con la reverberación causada por el micrófono—. Sólo necesito cinco. Todavía les quedan veinte segundos para… ¡Sí! Tú. El capitán del equipo de yupis se había levantado de un brinco.
—Adelfa, nochebuena, diente de…
Pero justo cuando decía «diente de león», una chicharra le ahogó la voz.
—Dah —dijo Bailey por lo bajo—. Los dientes de león son comestibles.
—¿De veras? —preguntó Zane.
—Saben bien en ensaladas.
—Lo siento —la maestra de ceremonias sacudió la cabeza cual presentadora triste de un programa de juegos—. Tal vez los dientes de león no sean deliciosos, pero no son venenosos. De hecho, son…
En silencio, Bailey artículo el resto de la oración al mismo tiempo:
—…comestibles y buenos en ensaladas.
—Órale —Zane dio unos aplausos a manera de cortesía
—. Estoy impresionado.
—Ah, no es para tanto —dijo Bailey, rogando que le preguntara sobre la llamada—. Las nochebuenas no son tóxicas para los humanos a menos que te comas como quinientas hojas. Tendría que haberlo descalificado por ésa.
—Oye, tranquila. No todos en este bar se graduaron en universidades de prestigio.
Bailey se sonrojó.
—No quise decir…
Pero Zane estaba sonriendo.
—Porque ese mérito es territorio exclusivo de nuestra barback más inteligente.
Le dio una palmadita en el hombro, y Bailey trató de no encogerse.
—Ya —dijo
—. Gracias.
—Y como la barback más inteligente del Bar Nightshade… —continuó Zane—, tendrías que saber que no puedes sentarte en el suelo durante un turno ajetreado.
—Lo siento, lo siento —se apresuró a decir Bailey. Es que tenía que, amm, la música…
—¿Música?
—Zane sacudió la cabeza—. Bailey, esa rocola lleva aquí probablemente desde los sesenta. No funciona en absoluto. Lo sabes.
—Cierto —dijo Bailey. A veces parecía que nada funcionaba en el Bar Nightshade, excepto Bailey. Y Zane, por supuesto.
Zane dio sobre el cristal agrietado un golpecito cariñoso a la rocola.
—En fin. No flojees, ¿de acuerdo?
—No estoy flojeando —protestó Bailey. Si había algo que no era, era una holgazana—. Sólo estoy…
—Mira, Bailey, le dije a mi tío que podías hacer el trabajo sin experiencia —dijo Zane—. Y sí puedes hacerlo. Pero si no lo haces… —se aclaró la garganta y continuó en voz baja—. No quiero tener que despedirte en tu primera semana.
Bailey sólo pudo asentir. Quería explicarle… «Perdóname, Zane, no sólo por estar buscando cualquier oportunidad para abandonar el trabajo que lograste conseguirme moviendo todas tus influencias, sino también por hacerlo en mi horario de trabajo…» pero en lugar de eso le dio la versión a medias:
—Perdón. Sí.
—Bien —Zane sonrió. Había llegado al trabajo con el atuendo de siempre: un viejo traje ceñido de tres piezas, con todo y una corbata medio floja y una camisa formal arrugada, lo cual lo hacía parecer un mafioso del Swinging London a punto de irse disparado en una motoneta de colores chillantes—. Y a cambio de eso, seguiré pagándote y actuando como tu benevolente jefe supremo.
—¡Más vasos! —Trina, la barman pelirroja que esa noche era la compañera de Zane, gritó desde el otro extremo—. Hoy, de preferencia —agregó—. Esos vasos no, Zane. Ya hiciste ese chiste hace como cinco minutos.
Zane bajó las muñecas, que fingían ofrecer sus venas.
—Todavía me parece chistoso.
—En seguida —dijo Bailey, aliviada por el repentino fin de la conversación. Se apresuró a lo largo del pequeño espacio detrás de ellos, gritando «¡Atrás de ti! ¡Atrás de ti!», mientras pasaba. Después de colocar un montón de vasos anticuados recién lavados junto a Trina, le echó una mirada a la charola de adornos.
—Gracias —dijo Trina—. Ya casi se acaban…
—Los pepinos —dijo Bailey con un movimiento de cabeza—. En seguida. Atrás de ti, atrás de ti…
—Bailey… —dijo Zane cuando pasaba detrás de él.
—¿Más toallas? —Bailey sabía que Zane nunca tenía suficientes toallas.
—Caray, eres buena —metió una cuchara en su coctelera y agitó el contenido hasta sacar espuma.
Por un lado, Bailey estaba bien capacitada para el trabajo de barback. Su pequeña estatura implicaba que podía transitar por el estrecho lugar con facilidad. Su buen ojo para los detalles y la logística le permitían resolver los problemas antes de que se volvieran problemas: la falta de rebanadas de pepino, por ejemplo. Su educación prestigiada… bueno, el bonito destapador de la Universidad de Pensilvania que había comprado le resultaba de gran utilidad. Y aunque le gustaba lo suficiente la gente, no siempre era la mejor a la hora de tratar con personas. Pero como barback no necesitaba hacerlo. Sólo necesitaba seguir distribuyendo suministros y asegurarse de que la línea fluyera sin contratiempos.
Por el otro lado, el trabajo de barback era terrible.
El vecindario Ravenswood tenía muchísimos bares, pero el Nightshade era toda una institución (lo cual en Chicago denotaba, más o menos, que era un lugar que, de manera muy obstinada, se negaba a cerrar). Las cortinas oscuras, las luces tenues y las viejas mesas cerradas de cojines esmeraldas evocaban una especie de presunción desgastada propia del famoso teatro Second City… con énfasis en desgastada, porque Bailey estaba segura de que los cojines no habían sido reemplazados al menos desde el gobierno de Carter. Pero, aunque el lugar no estaba tan de moda como para ofrecer cocteles de catorce dólares, tampoco estaba tan destartalado como para sólo vender latas baratas de cerveza clara.
A pesar de que a Bailey le parecía que Garrett Whelan no tenía ni una pizca de destreza empresarial, el Nightshade hacía buenos negocios vendiendo una variedad de cocteles a una diversidad de clientes. Entonces, en teoría, sus tareas como barback tendrían que haber sido:
1. Mantener a los bármanes bien suministrados con un flujo constante de vasos limpios, a la vez que se retiran los usados.
2. Asegurarse de que la charola de adornos esté bien abastecida en todo momento.
3. Revisar la basura regularmente y sacarla antes de que se desborde. (Bailey trabajaba mucho mejor cuando podía establecer prioridades, de preferencia en forma de lista). En los momentos de más actividad, no obstante, su lista se parecía mucho más a algo como esto:
1. HAZ TODO.
2. AHORA MISMO.
3. O VAS A VER.
Toda la noche, todas las noches, no dejaba de moverse. Sin importar qué tan en control de la situación estuviera, siempre había que apagar algún otro fuego.
Y luego estaban los clientes. Comenzaban la velada de manera lo suficientemente amena. Pero unas cuantas rondas tenían el mismo efecto que un viaje a la isla del placer de Pinocho: todos se volvían unos asnos.
—Va a ser un Martini para mí —masculló en su dirección una de las entusiastas más intensas del juego de trivia, después de un rato.
Se inclinó sobre la barra y miró a Bailey con ojos vidriosos.
Bailey le dedicó una sonrisa paciente a la muchacha.
—Lo siento, sólo soy la barback —dijo—. No puedo preparar…
—Dos vasos de whisky con hielo —continuó la chica—. Y para Trev… ¡oye, Trev! ¿Qué quieres?
A unos pasos de distancia, Trev balbuceó.
—Ah, sí —dijo la muchacha—. Un Té Helado Long Island —con su dicción perezosa y ebria, la orden se oyó como «telao-lonail».
Bailey duplicó su aparente amabilidad con la clientela, a pesar de que su paciencia se evaporaba.
—Lo siento, señorita —dijo de nuevo—, pero soy sólo…
Zane apareció como por arte de magia.
—Señoritas —dijo con suavidad, colocándose entre su barback y los miembros del equipo de trivia «Destroza privilegio»—. Me sé uno o dos trucos acerca de cómo hacer un Long Island decente. ¿Por qué no me lo dejan a mí?
Su desempeño le resultaba cada vez más irreal a Bailey. El Zane de siempre había sido torpe y fastidioso, pero al parecer muchas cosas cambiaban cuando no veías a alguien durante cinco años. Esta versión de Zane cautivaba a sus clientes sin esfuerzo, los entretenía mientras mezclaba sus bebidas con el vigor ostentoso de un ilusionista.
«Hablando de gente que cambió desde la preparatoria», pensó Bailey, y luego despachó la idea tan pronto como había aparecido. Sí, el Zane de la preparatoria había sido el tipo de hombre que no podía admitir sus sentimientos por su mejor amiga Bailey hasta que un par de cervezas en la graduación de Luke Perez le aflojaron la lengua… y aflojaron los pantalones de Bailey. Sí, hablar con Zane hacía dos semanas había constituido una sesión de actualización incluso más incómoda que su supuesta próxima plática de «por favor, dame trabajo» con Jess. Pero no, en general, las cosas estaban bien. Zane y Bailey eran amigos de nuevo, y no era tan incómodo (lo cual era bueno). Le había dado trabajo para ayudarla a quitarse a sus padres de encima (lo cual era incluso mejor). Y si el único efecto secundario era su propio repentino suicidio social, bueno, pues que así fuera. Probablemente se lo merecía.
—Sabes —dijo Bailey—, tal vez sería bueno que me enseñes a preparar bebidas. Sólo para cuando Trina y tú estén muy ocupados —el estilo de vida del bar había causado grandes estragos en sus horarios de sueño y en su vida social, y el sueldo era una pena, pero hacerse llamar barman al menos sonaba divertido y se escucharía menos vergonzoso cuando consiguiera tener amigos de nuevo.
Zane negó con la cabeza.
—Ni loco —dijo—. No te ofendas, pero todavía no estás lista.
—¿No estoy lista? —Bailey no podía creerlo—. ¿Qué pasó con eso de «la barback más inteligente»?
—También eres nuestra única barback —dijo Zane—. Y de momento es ahí en donde te necesito. ¿De acuerdo?
Bailey trató de no hacer una mueca.
—Está bien. Zane señaló con la cabeza el lugar vacío a sus espaldas, el cual tendría que estar ocupando Trina.
—Por un rato va a estar un poquito movido —dijo—. Trina va a salir a fumarse un cigarro.
«Ah, sí», pensó Bailey. «No sería una noche en el Nightshade sin que uno de los empleados se tomara un descanso sospechosamente largo para fumar justo a la hora de más movimiento». Todos los bármanes, incluso Zane, por lo general, se retiraban durante sus turnos, dejando a Bailey y al otro barman al mando del barco… lo cual, bueno sí, beber y fumar sí van de la mano. Pero en lo que a ella respectaba, nadie del personal del bar fumaba: no había olor a tabaco, ni dientes amarillos ni manchas desgastadas con forma de cajetilla en los bolsillos.
—Zane —preguntó lentamente—, ¿tienes fuego?
—¿Qué? No. ¿Por qué?
«Interesante», pensó Bailey.
—Por nada —dijo—. ¿Qué necesitas que haga?
Zane hizo una mueca.
—Perdón por pedírtelo…
El corazón de Bailey dio un vuelco. Zane era incapaz de disimular. Lo que fuera que estaba a punto de decir, sería desagradable. Pero infortunadamente «desagradable» era su trabajo.
—¿Qué es? —preguntó—. Escúpelo.
—Qué chistoso que lo digas así —dijo Zane—. Parece que alguien se estuvo sintiendo un poco, amm, suelto. El baño de mujeres…
—¿Qué tan mal? Zane sonrió ligeramente.
—Casi le atina.
—¡Oye! ¡Trajeado! —gritó un fan de los Chicago Cubs—. ¡Estamos sedientos por aquí! Zane le hizo un gesto con la cabeza.
—Lo siento —dijo—. En verdad lo siento —y luego se alejó, agarrando de camino una coctelera y un vaso de hielo.
Bailey pasó media hora tallando el baño para darle un brillo decente, aunque sabía que alguien se encargaría de deshacer todo su esfuerzo en cuanto guardara la cubeta y el trapeador. Probablemente habría podido regresar a la barra mucho antes de haber hecho el trabajo a medias, pero la atención a los detalles estaba tan bien tejida en su adn que no podía dejar las cosas incompletas, sin importar cuán estúpidas o asquerosas fueran. Para cuando se reunió con Zane en la línea, el maldito baño estaba resplandeciente.
El juego de trivia perdía energía mientras Bailey se metía detrás de la barra; aunque había estado revoloteando de un lado a otro toda la noche, seguía respondiendo más preguntas en su mente que la mayoría de los equipos, titubeando sólo en el área de literatura clásica. «Y qué si no he leído todos los libros», pensó Bailey. Las trivias sólo eran una prueba de retención de información, y su cerebro era tan absorberte como una esponja.
«Además, soy una emprendedora. ¡Lo que podría hacer en el ambiente adecuado!», pensó mientras rellenaba los contenedores de popotes, sin que se lo pidieran.
Con un golpe que hizo que los vasos de las repisas se estremecieran, Trina volvió de su breve descanso (definitivamente sin olor a cigarro, notó Bailey), y más gente salió. Aproximadamente media hora antes del cierre sólo quedaban unos cuantos clientes. Zane mandó a Trina temprano a casa, con lo que Bailey y él se quedaron solos para cerrar.
—Estuvo divertido —dijo, como si se acabara de bajar de la mejor montaña rusa de su vida.
Bailey lo miró de reojo, asegurándose de que hubiera distancia suficiente entre ella y este loco.
—Ay, en serio —dijo él—. ¿No te pareció una noche divertida tras la trinchera? —adoptó una posición juguetona de boxeador y tiró un gancho al aire.
—No se practicaba box en las trincheras —respondió ella—. Tenían armas de bombardeo de largo alcance. ¿Puedes imitar un obús?
—En cuanto me entere de qué es —dijo Zane—. ¿Me estás diciendo que las horas pico no te estimulan? ¿Ni siquiera un chorrito de adrenalina?
—Zane, la adrenalina es algo que tu cuerpo produce para salvarte de una muerte terrible —azotó una copa de Martini sobre la barra, la cual Zane agarró de inmediato para secarla. En conjunto trabajaban como en una línea de producción—. Y no —continuó Bailey—, no es divertido. No se supone que los empleos sean divertidos. Por eso son empleos.
—No se supone que lo sean, pero eso no significa que no puedan serlo, ¿o sí? Bailey gruñó.
—Bueno, mira —dijo Zane—. ¿Quieres salir ahorita? Algunos bármanes de la ciudad y yo solemos ir a la Parrilla de Nerón… te acuerdas de ese lugar, ¿no?
Bailey apenas tuvo tiempo de asentir.
—Y tienes que conocer a un amigo que trabaja en Boystown y, más importante, a mi novi…
Con eso Bailey le dedicó toda su atención, pero Zane observaba su celular con el ceño fruncido. Lo que fuera que leía le había apagado la sonrisa.
—¿Qué pasa? —dijo ella, más interesada en la oración inacabada que en lo que Zane veía en su teléfono.
Bailey creía saber cómo terminaba esa palabra que empezaba con «novi», y no era una palabra que Zane hubiera usado alguna vez para hablar de sí mismo frente a ella.
—Tengo que irme —Zane se metió el celular de nuevo en el bolsillo. Parecía serio, incluso sombrío, como si no estuviera consciente de que Bailey seguía ahí, y luego comenzó a agarrar provisiones: jugo de limón, triple seco, una botella de tequila que sacó de debajo de la barra.
—¡Hey! —chilló Bailey—. Acabamos de lavar esos…
—Necesito que cierres, Bailey —Zane cerró de golpe la tapa de su coctelera, la cual comenzó a agitar con un ritmo extrañamente preciso, estrellando los hielos contra las paredes metálicas con un tempo de siete pasos. Agarró una copa de margarita, remojó la orilla y luego la metió en el plato de sal antes de girarla. Echó el contenido de la coctelera en la copa con la orilla salada, después le puso una de las últimas rodajas de limón que quedaban. El limón se meció un poco contra los hielos, y bajo la luz tenue del bar, la copa pacería emitir un verde resplandeciente.
Zane tomó la bebida, le dio unos tragos grandes y apretó los ojos por lo que parecía ser un cerebro congelado.
—Ya te sabes el procedimiento —dijo—. Pon el lavaplatos, limpia las charolas y dale una buena fregada a las barras. Lo demás podemos hacerlo mañana que abramos. Sólo cierra bien y vete a casa con cuidado, ¿vale?
Bailey frunció el ceño.
—¿Qué sucede?
—Nada de qué preocuparse. Desayunamos alguna otra madrugada.
—Pero…
Zane ya estaba saltando por encima de la barra para correr a la puerta. Cuando la abrió, Bailey alcanzó a ver una figura parada afuera, una mujer huesuda con rastas. En cuanto la mujer vio a Zane, se echó a correr, y los dos se escabulleron en la oscuridad.
Las puertas se cerraron, Bailey se quedó sola en el silencioso y vacío bar.
Confundida, un tanto fastidiada y dándose cuenta de que era un poco tarde para llamar a Jess y tratar de sacarle una entrevista, azotó la puerta del lavaplatos, haciendo repiquetear todos los vasos y copas en su interior. Arrastró los pies hacia la barra y comenzó a pulirla, lista para dar la noche por terminada. Empezando por el lado de Zane, movió su trapo con pequeños movimientos circulares para eliminar sistemáticamente cualquier indicio de mugre o derrames. A donde su toalla iba, ahí se quedaba hasta que la superficie de abajo era un espejo marrón lacado.
Mientras se acercaba al extremo de Trina, algo llamó su atención: un pequeño agujero en el espacio debajo de la barra. Al acercarse, se dio cuenta de que no era sólo un agujero; era un hueco entre los paneles que parecían poder deslizarse. Abrió los paneles lo más que pudo (parecía que habían sido diseñados para quedar alineados con la pared al estar cerrados) y encontró seis botellas pequeñas en fila: cuatro eran medio claras y dos de un café pálido. Todos los licores elementales… vodka, tequila, ginebra, ron (claro y oscuro) y whisky, y todos con la misma etiqueta… no la de Jack Daniel’s ni la de Seagram’s ni ninguna que ella reconociera, sino una que no tenía nombre y que mostraba dos c entrelazadas.
Tomó una, le quitó el corcho y la olió: vodka. Del bueno, le parecía. Su primer instinto fue volver a ponerlo en su lugar; después de todo, era el inventario de Nightshade, aparte de que estaba escondido en un compartimento secreto. En lugar de eso, agarró un vaso sencillo, un poco de hielo y el envase de jugo de naranja del minibar que estaba debajo del fregadero. Zane tenía una política muy estricta de no beber en el horario de trabajo, pero éste no era el caso. Y después de esta maldita noche se lo había ganado.
«No estás lista», pensó mientras el hielo tronaba al contacto con su bien calculado shot de vodka. ¿Para qué había que estar lista? «Mírame, Zane. Estoy preparando una bebida, y lo estoy logrando». Tras llenar su vaso con jugo de naranja, le puso un popote, lo agitó un momento y volvió a guardar la botella antes de cerrar el compartimento y prometerse que mañana le preguntaría a Zane y a Trina de qué iba todo esto. Luego giró y admiró el fruto de su esfuerzo: un Desarmador fresco.
La bebida resplandecía alegremente en la barra, igual que la margarita de Zane. Bailey posó los ojos en el techo. Tal vez un foco estaba descompuesto o uno de los letreros de neón tenía una fuga (¿podían tener fugas?), haciendo que el aire viciado tiñera todo con un resplandor extrabrillante. No importaba. Los tragos eran para beberse, no para contemplarlos, y eso es justo lo que Bailey hizo.
Bailey ya había probado Desarmadores antes. Por lo general, eran menjurjes descuidados: jugo de naranja y vodka revueltos en un vaso rojo de fiesta. Pero éste no era un brebaje de dormitorio universitario; más que mezclarse, el vodka y el juego armonizaban. La bebida estaba dulce, fuerte y fría, y el líquido quemaba apenas lo suficiente a su paso. Bailey había tratado de darle sólo pequeños sorbos, pero cuando se alejó el vaso de los labios, se sorprendió de ver que ya se había tomado la mitad.
«Bueno, tendré que tomar más Desarmadores», pensó mientras la deliciosa sensación se extendía desde su estómago hasta los dedos de sus pies.
Diez minutos después salió por la puerta principal, se sentía aún más acalorada por dentro. Acalorada, pero no mareada ni torpe. Refrescada. Curiosamente refrescada. Tal vez era la mejor sensación que se había sentido después de un turno. Empujó su llave en la cerradura de la puerta para cerrar como la empleada diligente que era. Sí que la empujó, porque cuando la giró la llave estaba atorada. La había doblado por completo.
—Mierda.
Bailey observó su mano, preguntándose cómo había logrado torcer un pedazo de metal sólido cuando tenía problemas hasta para abrir cervezas de rosca. Lista para forcejear, plantó los talones en el piso y dio un tirón, pero la llave salió con tanta facilidad que trastabilló hacia atrás. Pasmada y un tanto atontada, miró con atención la llave doblada; luego, con delicadeza, la agarró con los dedos y, lenta y vacilantemente, la enderezó. El metal cedió entre sus manos. La llave estaba bien enderezada y como nueva.
«No pasó nada», se dijo Bailey. Echó las llaves en el bolsillo de su chamarra y comenzó a caminar a casa, deseando poder chiflar para completar la escena.
Ravenswood había sido un vecindario pesado y pequeño del norte, cuando sus padres se mudaron ahí, pero en estos veintitantos años la gentrificación había hecho de las suyas. Ahora parecía un suburbio que había sido absorbido, por completo, por una ciudad grande. Damen Avenue, donde el Bar Nightshade se encontraba, en la esquina de Leland, era lo más que en el vecindario se acercaba a un distrito de negocios, repleto de tiendas cerradas durante la noche, unos cuantos autos estacionados y uno que otro árbol. A lo lejos un tren de la Línea Café rodaba sobre sus vías elevadas. Sunnyside Avenue, hacia donde se dirigía y en donde ahora vivía (de nuevo) con sus padres, era una avenida tranquila con casas pequeñas acomodadas detrás de céspedes bien cuidados y enormes puertas. En todos lados había colgadas banderas de la ciudad de Chicago, dos franjas azules sobre un fondo blanco con cuatro estrellas rojas en medio, como si la gente del ayuntamiento tuviera miedo de que las personas de tan al norte olvidaran en dónde vivían.
Mientras Bailey doblaba en Leland, sintió que los vellos de la nuca se le erizaban. No le incomodaba caminar sola: después de todo éste era su territorio, y se las arreglaba más que bien en la calle gracias a una sesión obligatoria, sólo para mujeres, durante la semana de orientación llamada «Chicas Autodefendiéndose Juntas». Aunque Damen no era tan problemático, con sus farolas, vitrinas y testigos potenciales, Leland era mucho más solitario, especialmente después de la última ronda. A pesar de la cálida noche de septiembre, Bailey se estremeció y apretó el paso, asomándose sobre su hombro. «No hay nadie», se dijo. «Unas cuadras más».
Pero mientras más caminaba, más segura estaba de que escuchaba algo: un ruido escurridizo a sus espaldas, algo que rozaba entre las hojas secas del suelo. Bailey pensó que probablemente era una rata o un mapache, pero, de nuevo, ya no estaba segura de conocer el vecindario. A lo mejor ahora había ladrones. Mientras recordaba con poca claridad el método de su instructora de autodefensa, Bailey sacó sus llaves, acomodándoselas como dagas diminutas entre los nudillos.
—Te estoy escuchando —dijo un tanto titubeante—. Sé que estás ahí.
«¡La confianza hace que tu atacante sepa que no eres un blanco fácil!», les había dicho la instructora. «Recuerden el acrónimo maca: mantente alerta, avisa, c…».
Mierda, ¿qué era la c? ¿Concéntrate? Bueno, eso intentaba. Bailey giró sobre sus talones, pero no vio nada que fuera lo suficientemente claro como para concentrarse.
Pero podía escucharlo.
Y luego salió de la oscuridad. Lo que fuera que la seguía no era simplemente una persona embriagada en ropa de deportiva.
Ni siquiera parecía humano: estaba demasiado cerca del suelo, los ojos demasiado amarillos. Amarillo brillante.
—Buen chico —dijo Bailey mientras sostenía las llaves en alto—. Buen perr…
Pero no era un perro. Era algo horrible que jamás había visto.
Antes de poder gritar, algo sólido y pesado la embistió, como una bala de cañón en las costillas. Su cabeza golpeó contra el suelo, su codo se despellejó sobre el asfalto. La cosa que no era un perro se posaba con fuerza sobre ella: una cosa espantosa, agitada y de cuatro patas, del tamaño de un pastor alemán y con una cabeza que le sobresalía como un tumor, y con extremidades cubiertas de girones de músculo, de color salmón.
Bailey se retorció debajo de ella; todo daba vueltas por el alcohol y la adrenalina. La cosa la pateaba con sus patas gruesas y ella no podía alejarla, no podía quitarse, no podía escapar.
«Ay, Dios», pensó. «Voy a morir». Aquí, en las calles de Ravenswood, a menos de medio kilómetro de donde había crecido, a menos de una cuadra de donde acababa de fregar un baño.
«No», pensó Bailey. «No. No». El peso repugnante que sentía en el pecho era demasiado como para permitirle juntar aire y gritar, y el mundo se desvanecía a su alrededor. Dios, no. Así era como terminaba, no con grandeza sino con un trabajo que le daba el salario mínimo y un montón de deudas escolares. Bailey se encogió y con toda su voluntad, mareada y nauseabunda, formuló un único estúpido y probablemente último pensamiento:
«A la mierda».
Y pateó. Duro.
Funcionó. Alejó a la cosa con las suelas de sus tenis y, antes de que tuviera tiempo de pensar, se puso de pie, cerró los ojos y lanzó el golpe más poderoso de su vida.
Fue un golpe torpe y poco hábil, y su puño se encontró con el costado de la cosa en lugar de darle de lleno en la cabeza. Pero sus nudillos encontraron carne y, con un rocío de sangre negra, la cabeza de la cosa se abolló como una calabaza podrida.
—¡Mierda! —gritó Bailey, y dio un salto hacia atrás. El resto del cuerpo de la cosa animalesca se desparramó en el concreto. De las orillas de sus extremidades salió humo, como si se tratara de una hoja encendiéndose, y el aire nocturno se llenó de un pesado hedor químico. Bailey tosió, cubriéndose los ojos, y antes de que siquiera tuviera tiempo de preocuparse por limpiar el asqueroso desastre del pavimento, el cuerpo de la cosa se desmoronó en un chapoteo abrupto.
Bailey brincó lejos del charco, fuera de la calle, y miró alrededor en busca de otra cosa. ¿Una manada? ¿Un rebaño? ¿Otro par de ojos amarillos? Pero no vio nada. Sólo una calle tranquila y un charco seseante de… algo que apestaba a muerte. Se llevó las manos manchadas de sangre a la boca y sofocó un grito. El Desarmador se agitó en su interior. Sus brazos y piernas temblaron como si la temperatura estuviera bajo cero, y su corazón se encogía dolorosamente con cada respiración.
No estaba a salvo. No estaba a salvo y quería vomitar.
Aterrada y estremeciéndose, Bailey hizo lo que aparentemente hacía mejor: corrió a casa.
Paul Krueger es un conocedor de cocteles y un escritor de fantasía, cuya obra ha aparecido en las antologías Sword & Laser y Noir Riot. Vive en Los Ángeles.