Microhistorias: Estampas navideñas del siglo XIX

26/12/2015 - 12:01 am

Aún en medio de levantamientos armados y violencia, los mexicanos nos dejaban caer su ánimo en la época invernal, cuando en medio de posadas y pastorelas festejaban la Navidad.

Por Alejandro Rosas

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Ciudad de México, 26 de diciembre (SinEmbargo/WikiMéxico).- “¿Habéis pasado la noche de Navidad en tierra extraña? –escribió Juan de Dios Peza- nunca más que entonces se recuerda a la Patria. Nunca se agolpan como en esa ocasión los recuerdos dulces de los primeros años de vida, y nunca como en esos momentos se quisiera tener alas, volar y acercarse a los seres amados para decirles: no me olviden, aquí estoy; yo siento y canto con ustedes los villancicos de esta noche”.

A pesar de que en el siglo XIX, México fue azotado por la violencia, los golpes de estado, los tumultuosos levantamientos armados y las guerras con el exterior, las festividades cívicas y religiosas distraían por algún tiempo de las preocupaciones propias del arte de la guerra y la política. Nada ensombrecía la temporada invernal con sus alegres posadas, vistosas pastorelas y solemnes misas que anunciaban la llegada de la Noche Buena y la gran fiesta del nacimiento del hijo de Dios.

La época navideña iniciaba con las tradicionales posadas que tenían su origen en el México del siglo XVI, cuando los monjes agustinos, aprovechando las fiestas que hacían los aztecas con motivo del nacimiento de Huitzilopochtli, organizaron una representación cada día de los nueve anteriores a la Navidad, donde mostraban a los indios personajes vestidos a la usanza del imperio romano que vio nacer a Cristo. En pocos años, las representaciones arraigaron entre los pueblos recién evangelizados y las posadas pasaron a ser parte de las festividades religiosas anuales.

“En la ciudad de México –escribió Manuel Rivera Cambas a finales del siglo XIX- cuyos habitantes han mezclado los sentimientos altamente católicos con la alegría y la sociabilidad, es celebrada la venida del Salvador de una manera deleitable; los festejos que durante nueve noches llevan el nombre de Posadas, son característicos en esas mismas casas de vecindad. Sea cual fuere la categoría de la fiesta, a las doce de la noche reina ya completa confianza y la etiqueta ha cedido su puesto a la más pura franqueza; se bailan los sonecitos mexicanos”.

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Durante el siglo pasado, era bien visto que los invitados a la primera posada, asistieran al resto de ellas. El dueño de la casa donde iniciaban las nueve fiestas elegía a ocho amigos para que cada uno tomara una Posada. Conforme transcurrían los días, los regalos, los alimentos, y los vestidos iban aumentando de calidad alcanzando su mayor sofisticación en la Noche Buena, cuando los concurrentes presentaban sus mejores galas como muestra de respeto.

Cada fiesta, permitía brindar por el nacimiento de Cristo. Una invitación de la época, solía decir: “Pachita, tome usted; que en esta feliz noche nadie se queda sin tomar parte en el gozo que trae el nacimiento del Salvador. Vaya… vaya… esta copita solamente”. De ese modo corría el anisete, aguardiente catalán, o pulque blanco y compuesto, sangría y algunos bizcochos, se repartían confites, tejocotes y cacahuates y en la última noche se tomaba en la cena, mole verde, enchiladas y pato cocido.

Nadie quedaba al margen de la diversión. Las familias ricas de la capital terminaban las nueve fiestas con una lujosa cena hecha en casa. La gente con pocos recursos, si bien organizaban sus posadas a través de la cooperación diaria de los concurrentes, terminaban la Noche Buena en una gran berbena popular, que se realizaba en el Zócalo, después de haber escuchado la famosa misa de gallo y saborear los buñuelos, naranjas, dulces, pulque y demás colación.

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“La Plaza Mayor hervía de gente –escribió un reportero de El Monitor Republicano en 1874-; a las doce, la atmósfera era densísima, casi no podía verse nada al través de aquel humo espeso, provenido de tantos cohetes, de tantas luminarias. Cuando las campanas de catedral dieron al aire su alegre clamor, hubo algo como una escena de entusiasmo; un coro discordante, indefinible, se escuchó entonces; todos cantaban en diversa melodía, y con asunto diverso; el vino y el pulque hacían su efecto, y cualquiera hubiera dicho que aquella incontable multitud se había dado cita allí para celebrar una fiesta monstruo, indescriptible, pero llena de vida, de vigor, de placer. En todas las iglesias había esa otra diversión que se llama Misa de Gallo. Bailes hubo incontables, desde las grandes tertulias, hasta los humildes bailes de jarabe y arpa”.

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