Ciudad de México, 26 de noviembre (SinEmbargo).- Hélène es una niña de ocho años que quiere ser un niño y por eso se hace llamar Joe, al igual que su heroína de las caricaturas, Lady Óscar. Hélène sueña con vivir en otra época, con hacer trabajos forzados y vivir grandes aventuras. Sin embargo, debe conformarse con fingir que tienen diez años para poder trabajar como repartidor de periódicos. Nadie en su familia parece comprenderla. Pero su excéntrico vecino el señor Roger, un anciano que pasa sus días soñando con morir, se vuelve su confidente.
Puntos y Comas trae para ti, por cortesía y autorización de Tusquets, un fragmento de la novela Roger y yo de Marie- Renée Lavoie.
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Por Marie- Renée Lavoie
Había logrado convencerme a mí misma de que yo era niño e insistía en que me llamaran Joe. Hubiera preferido Óscar, como el personaje de mi caricatura favorita, pero en aquel entonces Óscar era el nombre que recibían los esqueletos de las clases de Biología, además de ser una nueva escoba revolucionaria. Por eso, me conformaba con ser Joe, aun cuando esta sílaba, pronunciada con boquita de piñón, sonara como una interjección cualquiera. Si se evitaba pensar en los hermanos Dalton, podía pasar por cosa seria.
Mi Óscar de la tele era tal como yo, una niña que se comportaba como niño. Era capitán de la guardia personal de María Antonieta y lograba, con mucha mayor facilidad que yo, disimular su verdadera identidad bajo su grueso capote adornado con medallas militares e insignias reales. Sin mencionar su hermosa espada y su funda dorada, sus botas con espuelas, su magnífico caballo blanco, su mirada penetrante y segura, hinchada de lágrimas y luz en todo momento, y el viento, sí, sobre todo aquel viento que sembraba el apocalipsis en su cabello increíblemente largo, grueso y ligero que vibraba junto con la música del tema principal: «Lady, Lady Óscar, se viste como hombre, Lady, Lady Óscar, nadie olvidará su nombre». Nunca se han visto héroes sin vientos borrascosos en las caricaturas japonesas. No hay drama sin la destrucción de una permanente. Nada más convincente, claro está, que una mata de pelos enmarañados para evocar el valor, la fuerza de carácter del guerrero que lucha contra el mal simbolizado por aquel viento que se agita en vano. Inmóvil en el aire, eso no lo acabamos de entender, pero los japoneses, ellos lo saben muy bien.
Sin embargo, el dédalo de callecitas y callejones de cemento de mi barrio impedía levantar cualquier vendaval. De todos modos, ni árboles había —si acaso alguno que otro tronco más muerto que vivo que bien podía pasar por un poste de luz— para que con sus ramas pudieran azotar el trágico curso del destino. Y mi pelo, que ya por entonces, así como mi cuerpo, se inclinaba por la contradicción, se sometía ante la fuerza de gravedad, sin preocuparse lo más mínimo por mi desesperada y vital necesidad de obtener mechas rebeldes. Ni modo, tendría que arreglármelas sin su ayuda. Óscar lo era todo para mí, y a diario me inmiscuía en su cruel destino al regresar de la escuela, de las cuatro a las cuatro veinticuatro en Canal Famille, mientras yo moldeaba quedamente el mío.
Como aún no me había dado cuenta de que el rol de unos y otros en la sociedad había evolucionado considerablemente desde la Revolución francesa, estaba convencida de que era preferible ser niño y que un par de brazos masculinos le vendrían bien a mi familia poco adinerada. Tampoco éramos muy pobres, la verdad, pero mi espíritu romántico, ansioso por perderse en el desamparo y el infortunio, se complacía imprimiéndole a nuestra condición los rasgos de una miseria pintoresca, mucho más atractiva que la relativa comodidad de nuestra clase media. La infancia no podía durar eternamente. Eso me consolaba.
Hubiera preferido criarme en otra época. Los primeros años de la década de los ochenta, tranquilitos y pintados en tonos pastel, no eran terreno fértil para los héroes. En la era de los años de la colonización, por ejemplo, aunque uno se inclinaría más por la Edad Media —siempre y cuando uno no sea experto y sueñe exclusivamente con castillos, caballeros armados, faldas gruesas que crepitan contra los muros de piedra y las historias de amor platónicas, siempre y cuando uno no sepa lo que significa «platónico»—. En otros tiempos, hubiera sido lo suficientemente afortunada como para poder labrar el campo junto a un esbirro tosco, desdentado, que me hubiera desbaratado con un guantazo viril en la espalda cada vez que consiguiera arrancar de la tierra alguna raíz reacia. Hubiera podido ordeñar las vacas al despuntar la mañana, desbrozar, sembrar, construirle anexos a la casa, sajar los callos de mis manos frente a la chimenea, por las noches, fumando una pipa. Soñaba con dolencias impuestas por un trabajo que nos permitía sobrevivir, pero también largas travesías en barquitas podridas que había que mantener enteras a como diera lugar con la única fuerza de nuestros músculos, alocadas carreras entre las trincheras de una guerra, el Gran Norte helado, cabalgatas suicidas por toda Siberia, heridas en los brazos —en el rostro no, porque me importaba, a pesar de todo, seguir siendo una heroína guapa— y estados sedientos que desgarran la garganta. En todos mis cuentos, me veía a mí misma recta y orgullosa, de cara al viento, con las piernas ligeramente entreabiertas, firmes, la mirada clavada en el sol rojizo del día que muere, los ojos prisioneros de una maraña de arrugas que revelaban las incontables durezas sufridas. Era obvio que al verme desafiar de ese modo los elementos —el viento tratando de arrancarme la ropa literalmente—, se imponía ante todos la inmensidad de mi bravura y mi fuerza.
Y así era feliz. Y las cosas eran sencillas.
Pero en mi espacio-tiempo de verdad, tan sólo tenía ocho años, presentaba una palidez mórbida surcada por venas azuladas y una osamenta de veintitrés kilos empeñada en lastrar mi espíritu siempre dispuesto a volcarse hacia mundos lejanos y despiadados.
Mi vida urbana se mofaba de mis aptitudes, y no daba lugar a más hombradas que las tareas de sacar la basura dos veces por semana. A la conmovedora visión del mártir campesino partiéndose el lomo, de sol a sol, en medio de su diminuto pedazo de tierra, la suplía la de una niñita llevándose hasta la acera una bolsa verde apestosa. Me hallaba continuamente torturada por la nimiedad de mi vida que se demoraba en darme la oportunidad de realizarme.
El hermano de Isabelle-8 —en aquellos años, todas las niñas se llamaban Isabelle o Julie, entonces se les atribuía una extensión—, tras un poco de insistencia, había accedido a modificar mi solicitud de empleo y a enseñarme el oficio. Digo «el oficio», porque a los ocho años una tiene limitadas sus opciones de carreras profesionales. De hecho, diez años era el mínimo requerido para ese trabajo de monaguillo, que no suponía ningún esfuerzo extraordinario. ¡Diez años para poder distribuir rollos de papel impreso en un barrio que conocía como la palma de mi mano!
Hacía más de siete años que recorría sus calles —restándole los dieciséis meses que me había tardado en dominar los principios de la bipedestación—, caminando, corriendo, en patines o en bicicleta. En ellas me había perdido, desollado las rodillas un centenar de veces, había perdido en sus adoquines cantidad de carne, pedazos de uña, pelo, sangre, escupitajos; siguiendo mis erráticas andanzas por zonas prohibidas, mis miembros habían sufrido torceduras, incluso fracturas; ejerciendo los caprichos de juegos que por ningún motivo podían ser interrumpidos, había sembrado, cuidando siempre ser justa en mi repartición, incontables cantidades de excrementos líquidos y sólidos en los jardines, detrás de las casetas de los edificios y casas. En realidad, estaba sobrecalificada para el empleo. Pero tuve que hacer trampa en lo que conseguía demostrarlo.
—Te lo advierto, si alguien descubre el fraude, yo a ti no te conozco —soltó el valeroso hermano de Isabelle-8.
—¡Tú tranquilo! Siempre me ven cara de que tengo, por lo menos, diez años.
Así fue como comenzaron mis interminables viacrucis matutinos, doblada bajo el fardo de mi gran costal de tela naranja atiborrado de periódicos. Una faena horrible, a fin de cuentas, atractiva únicamente por el capital de sufrimiento que lograba acumular (la desarticulación lenta pero certera de mis hombros y espalda) y por la gran multitud de enemigos naturales que se agolpaban en mi camino: la nieve, el frío, la lluvia, el granizo, las insondables tinieblas de las mañanas sin astro, los perros carnívoros, los deudores, todos los bandidos, malhechores, agresores, secuestradores, violadores, terroristas escondidos detrás de los contenedores rebosantes, sin duda alguna, de restos de cadáveres, etc. Mis manos ennegrecidas —así como la totalidad de mi rostro, ya que uno debe limpiarse el sudor, o la lluvia, o las capas de escarcha sobre las cejas, las mejillas y la nariz— eran testigos de mis esfuerzos y valentía. ¡Una maravilla! Inhalaba yo rezagos de aire nocturno con los ojos cerrados como otros inhalan el aire del campo diciendo: «¡Ah, qué aire más puro!». Las navajas de aire helado, al rajarme, en realidad me acariciaban el fondo de la nariz y la garganta. Y en aquellas mañanas, anquilosada bajo un ligero glaseado de rocío, la ciudad era casi bella.
La tranquilidad de ese barrio más bien escandaloso no era alterada, a esas horas, más que por algunos curiosos personajes como el viejo Matusalén, cuya edad no conseguía yo clarificar —algo así entre los ochenta y los ciento veinte años—, teniendo como única referencia los venerables treinta y cuatro años de mi madre (la edad de mi padre, en cambio, nacido ya muy viejo, era imposible de calcular). Matusalén recorría las calles farfullando quedito, siempre ataviado con un traje negro, entrañablemente ridículo en aquel barrio en el que nadie nunca había salido a trabajar con corbata al cuello. También estaba Creso, con las manos cosidas a
los bolsillos, llenos de rollos de billetes grandes —según se decía— y quien barría con su mirada de perseguido todo lo que tenía por delante; la pobre María Magdalena, que lloraba a raudales mientras se dirigía hacia la tienda de abarrotes de Papillon, en la esquina, para beberse el primero de los veinte cafés que acompasaban su día a día, y quien no paraba de llorar más que para colocar sus labios sobre el aro de poliestireno; el Astronauta, una suerte de hombre de goma desarticulado que flotaba ingrávido sobre la acera de concreto mientras batía en el aire sus brazos de mono.
—¡Hey! ¡Niño!
Y Fred, el viejo huesudo que entregaba los periódicos siguiendo un recorrido que comprendía las calles perpendiculares a las mías. Algo así como un abuelo de ojos verde-gris. Por otra parte, en la inverosímil fauna que me rodeaba, era el único que parecía percibir mi condición masculina. Quizás se debiera a la complicidad
del gremio, o quizás a algo más. Yo le devolvía el favor escuchándolo hablar de los nietos que probablemente nunca tuvo. Su mitomanía, que tal vez debiera asustarme o desesperarme, hacía que me cayera bien.
—Hola, Fred.
—¿Está leve esta mañana, o qué?
—¡Lo está, pero mañana sí va a estar pesado, caramba!
—¡Sí, señor! Cuadernos del automóvil…
—del jardín…
—de la boda…
—de los campamentos de verano…
—¡Ah, pues! Recuérdame que vea cómo le hago para quedarme con un par de ésos para mi hijo. Sus monstruitos tal vez quieran eso, ir a un campamento de verano este año. ¿Qué opinas?
—Pues, ¿tienen bicis?
—Sí, claro, yo mismo se las compré el año pasado.
Me gustaba poder escenificarle mentiritas fáciles.
—Con eso es suficiente. No hace falta llevarlos además al campamento.
—¿Y si se llevan las bicis al campamento?
—No creo. En el campamento se acampa, no se anda en bici.
—¿No hacen más que eso, acampar?
—Yo digo que sí. Yo creo que es más caro si quieres hacer las dos cosas.
—¿Acampar y andar en bici?
—Eso.
—¿Ya fuiste alguna vez a un campamento?
—Pues claro.
Y aprovechar para mentir tantito.
—¿Y no te gustaría volver a ir?
—Claro que no, tengo una bici que me compré con el dinero de mis recorridos.
—¿Ah, sí?
—Pues sí, esa Road Runner azul que estaba corriendo la otra vez, cuando te vi pasar por nuestra casa.
—¡Ah, claro…! Ya me acordé. Es verdad. ¡Ésa sí que es una buena bici, caray!
—¡Y cómo no! La compré con el asiento banana para poder subir a más gente.
—Oye, un día podrías llevarme a dar un paseo.
—No lo sé, Fred, eres algo grandecito.
—Podría mantener mis piernas en el aire, así como ahora.
—Sí, podría ser.
—Me avisas antes de pasar a buscarme, por si tengo visitas ese día.
—Hmm hmm.
—…
—Oye, ¿y con cuál te vas a quedar?
—¿Con cuál qué?
—El cuaderno de campamento de verano, ¿a quién se lo vas a quitar?
—A la Bruja, tenlo por seguro, le va a cagar.
—¡Dale!
—Con eso igual y acaba de tragarse el palo que tiene metido en el culo.
Me fascinaba su chirrido de polea vieja cuando se desternillaba. Sabía bien que acababa de salir del asilo, como los demás, pero él no estaba loco, tan sólo era un poquito raro, como si su espíritu no supiera leer un mapa. Los demás energúmenos del barrio no tenían «conciencia del otro», como solía decir mi padre. Chapoteaban en mundos paralelos, inaccesibles, completamente encharcados en el barro de su locura. Antes de liberarlos del Centro de salud Robert-Giffard (mejor conocido bajo el nombre de Asilo San Miguel Arcángel), ubicado a unas cuantas calles de la casa, los habían transformado en autómatas programados para caminar. Entonces, ellos caminaban, caminaban y caminaban. Pero no acudían muy a menudo desde allá para decirles que por momentos había que detenerse para dormir, lavarse, alimentarse y descansar. Entonces, seguían caminando, dejando en las estelas por donde anduvieran olores de abandono. Nadie les ayudaba. Algunas almas piadosas habían intentado hacerles entrar en razón, pero se había revelado que la programación era irreversible. Y de todos modos, ¿detenerse para qué? Algunos, entonces, morían agotados al doblar la esquina, entre dos zancadas, como pájaros en pleno aleteo, estallándoles el corazón por exceso de vacuidad, en un arranque de lucidez. Años caminando sin llegar a ningún lado, en exilio propio por escapar de quimeras a duras penas adormecidas bajo los efectos de las píldoras. Un batallón de Miguel Strogoff sin misión
alguna, sin cabalgadura alguna en una Siberia infinita.
Existía, en aquel entonces, gente que se aprendía la palabra «desinstitucionalización», por ser la más larga en todo el diccionario y, por eso mismo, presentaba algún interés. Era una palabra capaz incluso de emocionar a los crucigramistas de la Superplantilla del sábado, quienes veían cantidad de palabras revelarse gracias a ésta.