Que un escritor ha de ser juzgado por la calidad de sus obras es una obviedad que no merece ser comentada. Por tanto, no voy a entrar en ese tema, que sabios tiene la iglesia con conocimientos más que demostrados a la hora de opinar y dar razones sobre la literatura de unos y otros.
Por Antonio Tejedor García
Ciudad de México, 26 de mayo (SinEmbargo/Culturamas).-Lo que sí tiene es vida más allá de su trabajo: come, bebe, duerme, sueña, se equivoca, se envanece, la pifia… Nace, crece, se reproduce (a veces), muere. Una persona como cualquiera otra, con sus querencias, sus fobias y sus filias, sus manías, sus rarezas. De esto quería hablar, precisamente. De aspectos humanos poco conocidos y que, en ocasiones, nos permiten una perspectiva diferente sobre la persona que escribe, sobre el genio o sobre el artesano. Hasta qué punto son obsesiones o costumbres extravagantes y caprichosas o producto de algún desequilibrio lo dejo a la ciencia de otros sabios, los de la medicina. Lo que no vamos a hacer, por supuesto, es untar los artículos con salsa rosa ni descender a intimidades que pertenecen solo a ellos.
A juzgar por el número de escritores conocidos que cargan en su mochila con una o más manías, pocos son los que se libran de esta especie de amuleto. ¿Y si fuera un remedo de antena mágica con capacidad para captar el soplo de las musas? ¿Y si fuera un rito imprescindible para la necesaria concentración en el trabajo? Hasta qué punto son simples manías, extravagancias o caprichos que dan un toque diferenciador sin caer en lo kitsch lo dejo a la opinión de cada cual. Los hay para todos los gustos.
Vean, sino: Graham Greene escribía con lápiz y Faulkner sobre papel azul. Para Günter Grass era inseparable su pluma Montblanc y a Dostoievski, que tenía miedo a la oscuridad y sufría manía persecutoria, escribía (o dictaba sus textos) de forma compulsiva, andando de un lado a otro de la habitación. A Neruda le gustaba escribir siempre con tinta verde y John Steinbeck trabajaba con lápices redondos, para que sus aristas no se le clavaran. Marcel Proust era un auténtico hipocondríaco, tenía miedo a la asfixia y escribía siempre tumbado. Para evitar un ataque de asma, decía. En Henry Miller, sin embargo, solo la incomodidad hacía volar su imaginación.
En otras ocasiones, estas manías parecen formar parte de un ritual. ¿Cómo llamar, si no, la presencia de una flor amarilla sobre la mesa, sin la cual García Márquez no escribía una línea? Cien años de soledad no fueron suficientes para borrarle supersticiones como la ya comentada. O la máquina de escribir de la misma marca y tipo de letra. O el papel en blanco de 36 gramos, tamaño carta.
Otro elemento me llama poderosamente la atención sobre algunos escritores de fama; la vestimenta. No falta quien sitúe este tema en el terreno de las extravagancias, excentricidades para llamar la atención de los amigos y conocidos, rarezas con toque de distinción en el vuelo. Que Alejandro Dumas vistiera una sotana roja para escribir o el conde Buffon lo hiciera vestido de etiqueta y con la espada al cinturón no tiene mucha relación con la escritura o las famosas musas, creo. Balzac cogía la pluma durante horas y horas tras ponerse las ropas de monje y tomar café como único alimento. John Milton escribía envuelto en una capa vieja. ¿Hay quien dé más?
¿Qué decir con respecto al trabajo? Anthony Burgess escribía unas 300 palabras cada día, metódico como él solo. Pero los ha habido prolíficos. Asimov trabajaba 8 horas cada día, 7 días a la semana, sin festivos. O Stephen King, que se levanta a las ocho y media y cuyo ritual incluye música y un orden estricto con los papeles. Lo de Murakami también es de nota: a las cuatro de la mañana ya está levantado, hace deporte, lee, escucha música y escribe seis horas diarias. Aunque pocos superarán al autor de Parque Jurásico, Michael Chrichton, un auténtico workalcoholic, un adicto al trabajo cuya única obsesión era escribir y escribir. Ese era el lugar donde encontraba a las musas o quizá fueran las musas quienes tropezaban con él
Los hay que las buscan en un determinado ambiente, quienes necesitan un sonido que les haga sentir su pertenencia al mundo, un fondo musical suave y casi plano, un gorjeo de pajarillos al fondo del pasillo. Para otros, por el contrario, resulta imperioso el silencio más extremo para poder trabajar. Rosseau, por ejemplo, se retiraba al campo para escribir y hasta los pajaritos le resultaban molestos; Montaigne se encerró en una torre, en soledad absoluta, para escribir sus Ensayos.
Cerramos el recorrido de curiosidades con un último paso hacia lo insólito, lo estrafalario y lo estrambótico. Lord Byron llevaba trufas en el bolsillo –por el olor, decían, que provocaba la inspiración de sus versos-. O Hemingway, en cuyo bolsillo había una pata de conejo raída. Los hay, sin embargo, de compañías más usuales y, a la vez, más peligrosas: para Margarite Duras, el mejor compañero era el whisky, que le daba la sensación de escribir en un bar; lo mismo que a Sartre, que necesitaba ruido, tabaco y alcohol.
Ah, los escritores, sus musas, sus manías, y sus locuras….
Cuando hablamos del último verso de un poeta o escritor no siempre nos referimos al término en sentido literal, ni en cuanto a verso y ni en cuanto a último. Lo que no quiere decir que, en ocasiones, no coincida una y otra cosa. O eso nos han dicho, que los timos se han extendido también en esta dirección. O se han tergiversado. No hay más que recordar el “luz, más luz” de Goethe en el lecho, palabras que tomaron como expresión poética, un instante de éxtasis, en vez de hacerlo en su significado habitual y cotidiano. Vaya, que corrieran las cortinas de la ventana y que entrara más luz. Eso fue lo dijo.
Dejo claro que documentar la certeza de las últimas palabras de cualquier autor es harto complicado, al menos en muchos casos; pero por si acaso, que diría un castizo.
De Antonio Machado sí hay constancia fidedigna. En el bolsillo del gabán de nuestro gran poeta y pensador se encontró un papel con estos versos escritos: Estos días azules y este sol de la infancia. No hay ningún vestigio posterior de su obra poética. Nada extraño, recordar la niñez en su patio de Sevilla a las puertas de la muerte y a más de 1000 km de distancia, pues Machado fue de los que se unió a la diáspora republicana y falleció en el exilio, en Colliure. Ligero de equipaje, como había dicho en otro de sus versos. Sus últimas palabras, sin embargo, fueron mucho más prosaicas. Y más tristes: Adiós, madre, dijo antes de entrar en coma.
Antonio Machado nos dejó también las últimas palabras de otro escritor español, el gallego Valle-Inclán. Así lo dijo en su obra Juan de Mairena y allí las escribe: “Cuánto tarda esto“. A otro que se le hizo eterno el tránsito fue a Balzac, el autor de La comedia humana, aunque ello no fue óbice para despedirse de este mundo con una nota de humor: “Ocho horas con fiebre. ¡Me habría dado tiempo de escribir un libro!”. O en tomarse una docena de cafés turcos, a los que era adicto y que junto con los excesos en la comida -así lo cuentan-, lo llevó prematuramente a la tumba a los 51 años. De todas maneras, más allá de la anécdota de su final, más importantes me parecen las palabras de su amigo Víctor Hugo en su funeral, por lo que querían ser de proféticas: “A partir de ahora, los ojos de los hombres se volverán a mirar los rostros, no de aquellos que han gobernado, sino de aquellos que han pensado”. ¡Qué lástima, don Hugo! A tenor de estas palabras, queda claro que lo suyo no era el vaticinio.
De lo último que se sabe de Charles Bukowski es que unos días antes de su muerte –padecía leucemia- compró un fax y en su único envío al editor le escribió un escueto “es demasiado tarde”. Con esa frase anunciaba su despedida de la literatura y de la vida. Así y todo, aún dejó un epitafio en su tumba, quizás como una forma de resumir su vida: Don`t try. (No lo intentes). Según su esposa, quiso decir que las cosas no hay que intentar hacerlas, sino hacerlas, directamente.
Si seguimos en América, nos tropezamos con el poeta chileno Vicente Huidobro, el iniciador del movimiento poético del creacionismo,cuya síntesis plasmó en estos versos: ¿Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!? / Hacedla florecer en el poema
Sus continuos viajes por el mundo le permitieron además trabar amistad con toda la heterogénea nómina de escritores y artistas de la vanguardia europea y durante la guerra civil –a pesar de su nacimiento en una familia aristocrática- arengaba a los rebeles para que se pasaran al bando republicano. Por entonces, Picasso ya le había dibujado como imagen de catálogo de una muestra de sus poemas en París. Lo que tampoco fue óbice para sus polémicas con Neruda –chileno, como él- o con Buñuel por cuestiones políticas.
A las puertas de la muerte, volvió de la inconsciencia en que estaba sumido. Conocedor de que se iba, condesó a sus cercanos el miedo a ese último viaje. Ese miedo fue, quizá, lo que provocó una reacción poco afortunada y que hizo llorar a su amiga Henriette Petit, a quien miró con fijeza y le gritó “¡Cara de poto!” (cara de culo)· Y murió.
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