Alma Delia Murillo
25/10/2014 - 12:01 am
Cuando Cupido se equivoca
Se nos va la vida tratando de comprender el amor, al menos a algunos, al menos a mí. Y me ocurre así porque me gustan las historias, y porque de todas las historias mis favoritas son precisamente esas, las de amor. Así que no pierdo oportunidad de leer, imaginar, inventar, recomponer, mirar o hasta espiar […]
Se nos va la vida tratando de comprender el amor, al menos a algunos, al menos a mí.
Y me ocurre así porque me gustan las historias, y porque de todas las historias mis favoritas son precisamente esas, las de amor.
Así que no pierdo oportunidad de leer, imaginar, inventar, recomponer, mirar o hasta espiar del modo más grosero y con una buena dosis de morbo cuanto buen relato amoroso se presente delante de mis ojos.
Eran las nueve de la noche, el concierto de jazz comenzaría hasta las diez con treinta. De modo que durante una hora y media había que aprovechar el tiempo para acomodarse en el lugar, pequeñito e íntimo; beber una copa de vino tinto, más bien malita y destemplada; y hacer un inventario de las fotos que ocupaban las paredes y de las personas que ocupaban los lugares en las mesas.
Duke Ellington con ese rostro inmenso, trágico y voluptuoso gobernaba la pared que quedaba frente a mí. Bajo esa honda mirada de quien lleva en los ojos un almanaque mundial, se instaló una pareja que -luego comprendí-, no era pareja todavía; estaban en el intento.
Llegaron chispeantes, evidentemente entonados en el registro de un par de copas de alcohol que habrían tomado previamente. Ella envuelta en un vestido de color pálido que dejaba bien claro y casi como un statement que el ancho de sus caderas era motivo de orgullo, el pelo medio recogido y los ojos remarcados al estilo smokey eyes, todo combinado con una actitud seductora que me hizo encontrarla casi irresistible.
Él hablaba con voz fuerte, se reía, tomaba fotos de su compañera y disparaba una selfie tras otra pidiéndole a la chica que pusiera su rostro pegado al de él.
Pidieron un par de platos para cenar y vino tinto, hablaron y se rieron durante la hora y media previa al inicio del concierto.
Por fin anunciaron que la música empezaría: en el escenario se plantó un extraordinario cuarteto formado por un saxofonista, pianista, bajista y baterista. El lugar estaba a reventar. Me chifla el jazz, ha de ser por la sorpresa, por el placer de escuchar algo que no conoces, de ser sorprendida con melodías que no puedes anticipar ni tararear, por el ritmo ese que se te mete en el fondo del hipotálamo y pronto te tiene a su merced sacudiendo la cabeza en una afirmación constante. Ahora bien, no se vayan a pensar que presumo de sofisticada porque el jazz me fascina lo mismo que la más popular de las canciones de José Alfredo, como ya les he contado antes.
Una vez hecha la pertinente aclaración, sigo.
Pues que empieza a sonar el saxo con una precisión impresionante, todos aplaudimos. La pieza era larga, de esas que duran alrededor de diez minutos, ya cerca del final hubo un solo de bajo maravilloso… y he aquí que, perfectamente acompasado con el bajo, el vecino de mesa en plan de conquista comenzó a roncar. Al principio creí que esa especie de «tsssss» que se escuchaba tan armoniosamente sincronizado era la batería, emitiendo ese sonido al que llaman escobilla justamente por el tipo de herramienta con el que se golpean los discos para lograr una base de jazz común en ciertas composiciones. No. Era el pobre compadre de al lado que se estaba pegando la aburrida de su vida.
Discretamente, o eso creo, miré a la mujer que había mutado por completo de ser una Venus romana todopoderosa a un híbrido entre oficinista gris y anciana prematura. Se había puesto unas gafas para ver mejor el escenario y en el preciso momento que yo la contemplaba, se tapaba el rostro con la mano; muerta de vergüenza.
Acto seguido el conquistador despertó y levantó la mano para pedir un café espresso. Too late, dijera el gringo; muy pinche tarde, diría mi amigo Francisco.
Con cierto decoro se recompusieron pero era obvio que el abismo del desencanto se abría cada vez más ancho entre ellos.
Pobre de él, pensaba yo. Pobre de ella, pensaba mi yo más empática porque desde luego era a ella a quien le gustaba el jazz.
Terminó la primera pieza y la segunda, aplaudíamos como simios todos los que nos emocionamos cuando un piano suena tan bien como aquél piano sonaba.
No lo pude evitar y volví a mirar a los compañeros que de Romeo y Julieta se acercaban trepidantes a convertirse en Grandísimo Imbécil y Pobre Engreída. (O algún símil con el que imagino se rebautizarán cuando les cuenten a sus amigos cómo les fue en la cita).
El Adonis jugaba en su Smartphone, como quien no quiere la cosa, abrió una partida de Solitario y movía las cartas con el pulgar pretendiendo leer mensajes o yo qué sé.
La pobre mujer ya estaba igual de pálida que el color de su vestido.
Yo me reía ya sin mucha discreción, total, con las pocas luces encendidas y al calor de la noche todos los gatos somos perros, digo, pardos.
Anunciaron un intermedio de quince minutos. La pareja desapareció del lugar en diez segundos y Duke Ellington se quedó solo masacrando el vacío con su impresionante mirada. Con la poca luz que había me las ingenié para tomar esta foto que relata mejor que yo el final de esta historia.
El hecho es que esa noche de concierto de jazz comprendí que el bueno para nada de Cupido no sólo es ciego, sino que también es sordo. Y de qué manera.
@AlmaDeliaMC
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