Tomás Calvillo Unna
25/08/2021 - 12:05 am
La bisagra del alma
No dejamos de caminar al borde de la noche.
En la inmensidad que nos habita
hay algo entrañable
que ninguna creencia,
conocimiento, plegaria,
puede responder:
es una hondura profunda,
la cicatriz del ser abierta;
el saberse y tener
el silencio
como única respuesta.
No dejamos de caminar
al borde de la noche.
Nuestros nombres
se van desgranando
uno
a uno;
el eco se escucha
cada vez más distante;
en ocasiones desaparecemos
en las largas listas de las tragedias
Aprendemos a dar los pasos,
sin dejar huellas,
aprendemos poco a poco,
por donde ir;
el camino es sinuoso,
lo constatamos:
qué tantas rutas llevamos,
qué tan antiguos somos;
los trazos genéticos
con su pródiga escritura
-jeroglíficos del alma –
son el zurcir luminoso
de la encarnación;
la memoria de sus sueños
esquiva nuestra mirada,
se hunde y no responde.
Llueve a caudales
y pareciera que el refugio de la tierra
quedará para siempre
bajo el agua,
ese siempre inexistente.
Los ciclos del diluvio,
de una eternidad imaginada,
acortados a unos cuantos días.
Las historias se derrumban
una tras otra;
asemejan un juego de naipes
que se dispersa
sobre la mesa del tiempo petrificado
por el deseo iracundo de dominio
ante la angustia primigenia.
Eso quisiéramos en ocasiones
obtener el paso de la luz
que nos alumbra.
No podemos, no está en nosotros,
aunque algunos lo pretendan.
Este hueco nuestro
entre el abdomen y el corazón
es la confirmación que callamos.
La travesía que nadie puede detener
y que cada uno ha emprendido.
La espesa neblina de los siglos
comienza a estrechar nuestras ciudades.
Algo tiene que ver esa densidad de grises
con lo que sucede; esta confusión
que se expande a veces a gritos;
el ruido civilizatorio
que hoy nos aturde.
El páramo de la voz propia
permite aún decirlo:
el viaje inició
cuando los ancestros
se preguntaron
¿qué hay más allá de esta Visión,
del otro lado de la montaña
donde ya nadie regresa?
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