Alma Delia Murillo
25/07/2015 - 12:01 am
La carne es débil, ¿y la silicona?
Soy una admiradora del cuerpo humano. Conforme pasan los años esta verdad se encarna –nunca mejor dicho– delante de mí con una contundencia inapelable: la existencia toda está contenida en este saco de piel que unas veces nos hace sentir exhaustos y otras exultantes. No hay metáfora más precisa de la dualidad humana que el […]
Soy una admiradora del cuerpo humano.
Conforme pasan los años esta verdad se encarna –nunca mejor dicho– delante de mí con una contundencia inapelable: la existencia toda está contenida en este saco de piel que unas veces nos hace sentir exhaustos y otras exultantes.
No hay metáfora más precisa de la dualidad humana que el cuerpo mismo, el que traza una figura perfecta en medio de una danza pero que también es capaz de producir las más repelentes deyecciones.
Con todo, estoy convencida de que es nuestra posesión más preciada, la única.
Por eso es que me intriga cómo y por qué el deseo sexual de algunos puede estar vinculado a una muñeca de silicona y no a un cuerpo real que es, además, el portador de esos seres sorprendentes e impredecibles llamados humanos.
No lo juzgo porque sé bien que los motores del deseo son insondables y que el botón que erotiza a unos puede ser escandalosamente extraño para otros. Así que no lo juzgo, pero no lo entiendo. Todavía.
Matt MacMullen es el afamado diseñador de unos extraordinariamente costosos juguetes sexuales llamados Real Dolls y son unas muñecotas –literalmente- que provocan escalofríos por estar esculpidas y acabadas con un realismo perturbador.
El asunto es así: usted (o yo, pero el 90% de los clientes son hombres) puede solicitar a Abyss Creations una Real Doll que le costará un promedio de 7 mil dólares y, tres meses después, recibirá una caja que es más bien una suerte de ataúd con la muñeca tamaño humano que usted haya elegido diseñada a placer: hay una docena de cuerpos estándar y más de treinta rostros diferentes. También puede seleccionar entre más de treinta variantes el pezón: rojo, rosa, púrpura, erecto como de abundante madre nutricia en pleno periodo lactante o liso y chato ; el vello púbico en cuanto a color, corte, abundancia y textura; si quiere que cuente con una lengua extraíble –sí, es posible – y, si lo desea, una inserción oral de cavidad pronunciada tipo “Deep Throat” que viene siendo la garganta profunda con la que usted practicará, a voluntad, felaciones sintéticas y se ahorrará –como argumentan algunos- las demandas que una amante de carne y hueso invariablemente ejercerá sobre su objeto amoroso. Todos los beneficios de una sana vida sexual pletórica de fantasías realizadas en la absoluta soberanía de su soledad.
Cómo chingados no.
En una entrevista para Vanity Fair, el personal de Abyss relató que los clientes son, en su mayoría, de 50 años en adelante, que algunos están desfigurados del rostro o tienen alguna discapacidad pero que no todo son grisuras y tristezas; también hay empresarios, coleccionistas de arte, médicos, reconocidos actores y cantantes. Eso sí, todos exigen la firma de un acuerdo de confidencialidad para que jamás se les identifique. Están en todo su derecho, faltaba más, si el asunto es un tema privado, íntimo.
Pero no dejo de pensar que, si esto es el 2015, y estamos en la tan cacareada era de la “inclusión”, francamente deberían tener entera libertad para pregonar a los cuatro vientos su preferencia sexual sin temor a ser juzgados, ¿o no? Porque yo creo que esto no puede ser un asunto de moral, sobre todo no puede ser un asunto de moral.
Vendrá del fondo del alma.
O del botón del deseo. Del interruptor del miedo. De la caja de oxidación celular que dice “vejez” discretamente en uno de sus costados. De la identidad engrandecida o devorada por el pánico. Del cinismo. De las purititas ganas. O yo qué sé. Y qué carajos importa.
Lo que importa es que ocurre y que, nosotros, los seres humanos, seguimos siendo territorio inexplorado, un manojo de incógnitas y acertijos que le dan sentido a la existencia más que todas las respuestas categóricas que supuestamente nos definen.
Puede que a alguien le parezca repugnante el asunto. Ya. Pero mire con detenimiento a las muñecas, obsérvelas bien y atrévase – siendo sincero con una sinceridad de fuego- a negar que algo tienen de atractivo.
Supongo que dentro de poco las muñecas gemirán, hablarán y moverán rítmicamente las caderas y supongo también que en el predio contiguo a Abyss Creations se construirá la fábrica de muñecos donde podremos elegir si el pene debe medir doce o veinte centímetros y si lo queremos regordete, con las venas saltonas, de ganchito, circuncidado o con prepucio retráctil; si el humanoide debe tener el torso largo, tatuajes removibles, pelo en pecho y barba de tres días o debe ser completamente lampiño. Yo pediría que recitara poemas de Eduardo Lizalde con una voz espesa y dulce a la vez, ya que estamos. Un tigre que me arañara con palabras, grrrr.
Ya, pongámonos serios.
Sólo somos el cuerpo y su inmensidad, el cuerpo y su deterioro. Ese que da cuenta de nuestros cinco, veinte, sesenta o noventa años.
Y a mis 37 todavía quiero dar mordiscos y achuchones para que el otro se ría o se queje, o me devuelva las dentelladas. O me ignore, incluso eso.
Quiero el cuerpo del que amo porque incluye –le contiene, damita, caballero–, su psique, esa que a veces me vuelve loca de adoración y otras me desespera pero que tanto me transforma y me provoca.
Sigo declarándome una admiradora del cuerpo y de la contundente hermosura de la carne, pero no desprecio, de ninguna manera, la enigmática belleza de nuestra misteriosa y aterradora mente humana.
@AlmaDeliaMC
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