Leticia Calderón Chelius
25/06/2021 - 12:02 am
Miserables
La consolidación de las elecciones como un rasgo de nuestra democracia si bien permitió la rotación del poder entre élites, que a la postre resultaron ser una misma, dejó una gran insatisfacción sobre la política y la democracia en lo general.
“Ya no queremos una democracia de participación, necesitamos una democracia de liberación”, Alain Touraine.
El debate internacional sobre la necesidad de acelerar la transición a la democracia de aquellas naciones que mantenían sistemas autoritarios a finales del siglo XX puso todo el acento en el proceso electoral. Es por esto que el voto libre y secreto se volvió el ideal a alcanzar en países como México donde, aunque se realizaban elecciones de manera rutinaria, el lugar común para la población era hablar de la cantidad de triquiñuelas que hacía el partido en el poder el día de las elecciones: operación carrusel, el ratón loco, la catafixia, el acarreo, la mesa que más aplauda, el tamal, la uña negra, los mapaches. Una de las trampas favoritas era la “urna embarazada”, que consistía en que la urna electoral estuviera previamente cargada de votos a favor del partido en el poder, lo que le permitía garantizar el triunfo. Eran tan burdas estas estrategias que la demanda de “urnas transparentes” que se coreaba en todas las movilizaciones, sobre todo en el norte del país donde un partido de derecha abanderaba la consigna de democratizar al país por medio de elecciones, consiguió lo que hoy nos parece obvio, todos podemos ver que no haya boletas marcadas antes de iniciar la jornada electoral.
El acento de nuestra democracia en el derecho al voto, transparentar el voto y respetar los resultados de las elecciones definió al sistema político mexicano y el tipo de ciudadanía que hoy somos. La consolidación de las elecciones como un rasgo de nuestra democracia si bien permitió la rotación del poder entre élites, que a la postre resultaron ser una misma, dejó una gran insatisfacción sobre la política y la democracia en lo general. Sin embargo, contra todo pronóstico, la sociedad mexicana parece estar traspasando ese nivel de participación al transformar lo electoral no solo en una meta, sino sobre todo en un medio.
Por primera vez se está activando una suerte de democracia participativa que encuentra en las consultas, referéndums o plebiscitos formas de expresión para canalizar muchas demandas y sentimientos sociales que de otra manera serían bombas de tiempo. Ese es el caso del llamado a votar el 1 de agosto para consultar a la ciudadanía si considera que se deben llevar a juicio acciones y decisiones que los expresidentes de México, desde Salinas de Gortari hasta Enrique Peña Nieto realizaron, en un ánimo de garantizar justicia a posibles víctimas de dichas decisiones.
Todo esto no tendría porque ser ninguna novedad para un proceso democrático, salvo por el detalle de que en México la posibilidad de consulta pública nunca se ha llevado a cabo. De ahí que uno de los principales reclamos de la ciudadanía durante décadas era que solo se le convocaba en periodos electorales y más allá de eso,“calladita se veía más bonita”. Lo impresionante es que ahora que la población se mueve para participar por vías perfectamente legales, hay una campaña miserable a través de medios y personajes públicos que se oponen y tratan incluso de desacreditar el llamado a votar. En el extremo del colmo se encuentran algunas voces que incluso en su momento han hecho de lo electoral su propio medio de vida (exconsejeros electorales minimizando la participación ciudadana, increíble). Las críticas por el costo, lo complicado o lo irrelevante de lo que consideran una pregunta de respuesta obvia, cuando nunca nadie en México ha cuestionado a un expresidente. ¿Dónde está lo obvio? La realidad es que esas voces solo hacen el ridículo porque México, junto con países como Nicaragua, Honduras, El Salvador, son los únicos que no han llevado a cabo mecanismos de participación directa en todo América Latina. Países como Colombia recientemente celebró lo que se llamó “plebiscito por la paz” para dar por terminado un conflicto armado de 52 años; en Chile fue un plebiscito el que al convocar a votar por entre un Sí o un NO, inició el fin de la dictadura de Pinochet, mientras que en Costa Rica se llamó a la ciudadanía a votar sobre el Tratado de Libre Comercio. En Ecuador, fue una consulta popular la que aprobó la Asamblea Constituyente y en Uruguay, el referéndum de 1980 contra el proyecto de una nueva reforma constitucional inició el regreso a la democracia. En países como Estados Unidos es de lo más común consultar a la ciudadanía por una variedad de temas que movilizan a su ciudadanía de manera nacional, pero otras, son asuntos muy locales. Los últimos años en ese país se han consultado desde cuestiones como el matrimonio de personas del mismo sexo, la legalización de la mariguana, la adopción del inglés como idioma oficial, sobre el aborto, la eutanasia y hasta sobre prohibir a excriminales postularse como sheriffs.
En México tal vez no debería sorprender la reticencia de algunos grupos a permitir que avancen todo tipo de formas de participación ciudadana porque finalmente, esa es una forma en que buscan preservar el control. El caudal de argumentos que arguyen en contra va en sentido opuesto de la manera como se han dado las elecciones en nuestro país. Ni es lo caro, ni lo complicado, ni lo banal que consideran cualquier cosa que se le pregunte al pueblo, sino que es el enorme desprecio con que se ve a la gente que se atreve a cuestionar a los poderosos.
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