El talentoso narrador regiomontano ocupa nuestra sala de lectura para narrar una historia de jugar al solitario y de amar a los golpes
por Antonio Ramos Revillas
Ciudad de México, 25 de junio (Sin Embargo).- Juego al solitario. Encima de las cartas negras acomodo las rojas. A un siete le sigue un seis. Una reina de corazones negros tapa a un rey de diamantes y luego un bandido montado a caballo la oculta. Unas sobre las otras las cartas se emparejan en la pantalla de la computadora; resbalan hasta sus sitios con lentitud, ajenas a mi encargo por terminar el informe.
Por la mañana, mientras el resto de los compañeros salía de la modorra matutina, cuando aún no se oía el ruido de las impresoras y el repiqueteo de los teléfonos, vino Rubén Soto, mi jefe, un tipo que se las da de astuto, para recordarme y de paso, exigirme:
—¿Y el informe, Reolita?
Reolita. Así me dicen. No me gusta. Prefiero mi nombre, mi apellido, pero nunca me llaman con ellos: Alfonso Arreola. En cambio, Reolita para acá, Reolita para allá, es el mote de cada día. Te ven de pasados los treinta años, siempre vestido con trajes de mil pesos que se consiguen en el metro, trabajando de auxiliar y te catalogan como reolita, toñito, andresito, felipín. Mi jefe, que anda por los veinticinco, aprovechó para platicarme sobre su nueva conquista. Sale con una perrita, como le gusta llamar a sus conquistas. Me cuenta, mientras se chupa cada cierto tiempo las encías, que es bien caliente, que la perrita siempre se lo quiere coger en donde sea.
Soto no es tan mala persona. Es un buen tipo a quien el puesto obliga a ser un imbécil. Le gusta leer, ve buen cine, hace ejercicio, pero su ego es inmenso. Soto tiene la mira en los puestos altos, existe a la caza del ascenso, del prestigio; pero deja que otros hagan el trabajo sucio. Lo he oído hablar con sus amigos mientras se queja de sus presiones. Claro, jamás les dice que nosotros lo sacamos de apuros.
—No, princesa —le oí decir una vez a una perrita—. Ya no te ocupes, deja de trabajar, para eso están los esclavos.
Ése es mi jefe. Entrará a la junta con mi flamante informe que leerá por encima, porque si algo está claro que, conforme asciendes, sólo te debes preocupar por hablar bien, sonreír adecuadamente y resolver problemas rápido que nada tienen que ver con los informes. A veces, cuando se aburre, Soto viene y me cuenta sobre sus triunfos y sobre lo que lee. Ahorita una novela: Los bandidos de Río Frío; y se está ahí platicándome de Evaristos que se acomodan el sombrero a la lorenzana antes de irse al ataque.
—Es imposible que un ladrón se salga siempre con la suya, —me contó Soto una vez mientras construía sus planes—; pero yo no soy ladrón. Ya verás como subo en esta empresa.
Nada mas lo oía y por un momento quise acomodarme el sombrero, subirme a un caballo e irme a conquistar perritas que no fueran de mi edad, sino más pequeñitas para enseñarles cosas nuevas. Escógelas pubercitas, dice Soto, las grandes tienen el alma frustrada por el hombre que no encontraron en su juventud. Pero no, los Evaristos y Sotos me quedan grandes: soy subordinado de un hombre que gruñe como cerdo cuando besa a una perrita, según me ha contado, desayuno siempre afuera del metro para ahorrar todo, juego al solitario. Otra carta se oculta. Otra carta que no encuentra el sitio donde debe ir porque todos los acomodos están cerrados. Veo el reloj: las cuatro y diez.
Este trabajo no me gusta. Tampoco me quejo. De vez en cuando me escapo y salgo a andar por la avenida. Viboreo a las mujeres, pero es lo único que hago. Las observo: me agrada encontrarlas aburridas, como yo o cuando esperan el paso del camión, mientras revisan sus teléfonos celulares con abulia. La vida vale la cantidad de mujeres hermosas que te encuentras en el camino, ellas no se dan cuenta de cómo lo iluminan todo, sí, pero cuando lo saben se marchitan pronto, no armonizan con el paisaje, se notan incómodas, si las habré visto. Cada paso les resulta doloroso, como si la ciudad complotara contra su belleza. Después de andar la ruta de cafés, restaurantes y tiendas de música regreso a la oficina y me siento frente al escritorio con los papeles navegando de esquina a esquina en un hundimiento de formas, faxes y cuentas por cobrar.
Salgo a las tres en punto y nada hay de burócrata en eso. Tenía un amigo en la Secretaría de Mantenimiento. Apenas son las dos con cincuenta y aquello ya es una fiesta, me decía. Yo he optado por la felicidad de las tres de la tarde. Son esos pequeños detalles los que me agradan de este trabajo.
Lo que no. Eso se enumera bastante fácil. No me gustan las colas para abordar un camión, ir siempre atrás en el micro para no tener que darle el asiento a una mujer. Odio llegar a las siete de la mañana y ver cómo esos rostros alegres e invadidos de rubor y lápiz labial en las mujeres; de franco optimismo y ánimo en los hombres tomarán un aire de macilentos muertos de fastidio al paso del día, los regaños del jefe, las prisas para ir de un lado a otro, el sol que entra por las ventanas sucias y el baño con su hornazo. Al final, la moneda caerá al pozo y sólo se escuchará un sonido ahogado, de algo que nunca se podrá recuperar.
Siempre se pierde, eso es cierto; lo importante es cómo disimulas las derrotas. Al menos los datos que debo entregar tienen que ver con maquillar las compras por debajo del agua para el desvío electoral. Soto implementó un esquema para ocultar las cifras, se peleó con proveedores, disfrazó la utilidad bruta para obtener una mejor utilidad líquida, disminuyó el costo de lo vendido, hizo trampas con las compras netas y al final las cosas salieron bien. Mentir es un ejercicio de la imaginación que pocos poseen.
Son las dos y media. Soto me llama a su oficina. Se ve nervioso ahí detrás del escritorio, perdido entre tanto poder. Sonríe a nadie mientras habla por teléfono. Cuando cuelga se ve más tranquilo.
—Es la perrita —me dice—. Hoy habrá entierro. ¿Tienes los datos?
—Falta poco —le contesto y quisiera estar lejos, quisiera ser uno de los bandidos de Río Frío atacando carruajes.
—Pues apúrele mijito —y sonríe con sus labios de chamaco de veinticinco años a mí, de treinta y tres.
Los otros gerentes ven a Soto con malos ojos. Ramos y Palomares se la tienen cantada. Su única salvación es la junta. Regreso a mi lugar. Tras el lunch de la una el día se vuelve siempre más lento. Apenas saqué 4221 en el solitario. Pasa Maribel ansiosa y me observa de reojo. Advierte en mi rostro que no tengo ni comparto sus preocupaciones.
Maribel me cae bien por cumplida y preocupada. Quiere ser alguien. Me lo dijo una vez mientras tomábamos café en la cocina del piso. Se sentó a la mesa, cruzó las piernas macizas y apretadas por las medias y me dijo: “Yo, Reolita, quiero ser alguien en la vida”. Me senté a su lado. “¿Y qué quieres ser?”, le pregunté. Ella dudó algunos segundos, los suficientes para imaginarse como reina de belleza, gerente de banco o directora de secundaria. Dio un sorbo a un refresco que llevaba en la mano y contempló el ventanal. Allá abajo seguía la ciudad. La avenida se encontraba llena y el sol andaba por los edificios. “No quiero parecerme a ellos”, dijo, y apuntó a lo lejos, más allá del ventanal. “No quiero andar a las prisas. Quisiera tener amigos interesantes; una carrera universitaria, ir a Europa, conocer Francia, París”.
La entiendo. En una época quise ser alguien en el mundo, conocer otros lugares y no este mediocre jugador de solitario, éste que ve cómo pasan los minutos como jinetes cuando persiguen carretas en el camino, bandidos sin escrúpulos devorándose mi vida, asesinos dando golpes maestros. Ojalá hubieran llegando antes o durante esa época cuando me quise comer el mundo, ese tiempo cuando estuve enamorado de Teresa.
Tal vez sea cierto que el amor nos impulsa a ser mejores. Recuerdo las tardes cuando salía de aquel despacho contable. El sol agonizaba desmoronado en una lluvia polvorienta en todo el horizonte. Caía la luz en sesgo sobre los edificios e iluminaba paredes viejas y nuevas sin distinción. Rumoreaban los motores de autos y camiones historias de industria y progreso.
Iba por Teresa a la salida de su escuela e imaginábamos el futuro. Yo quería poner un despacho contable y ella un kínder. Incluso una tarde, me apeno al recordarlo, fuimos a ver una oficina en renta. Tenía una cocina chica olorosa a pinol cuya ventana daba a una pared. Al lugar, aunque angosto, le vimos grandes perspectivas. Yo pensaba nada más en la cocina apretada. Habría una mesa para el café y una parrilla eléctrica donde mis empleados calentarían su comida. Mis empleados. Recordarlo me da vergüenza. Pero no volvimos. No contaba con dinero. “Serás un gran contador”, me decía Teresa.
Poco después nos dejamos y no volví a saber nada sobre ella y no creo que vuelva a saber nunca más. Me dolió pero lo superé. No entiendo a esos hombres que por el rechazo estrellan su vida para siempre. Me dan lástima, si debo confesarlo. Aquí en la oficina no falta el que un día llega con cara larga porque su novia lo dejó. Andan en calidad de sonámbulos durante semanas y después, aunque siguen activos y radiantes, algo en los ojos les sabe a derrota, aún así los prefiero a quienes se la pasan buscando a quien cogerse, detesto esas reuniones de oficina donde la hormona es el verdadero alcohol.
Tardé mucho en aprender que para vivir la vida sin complicaciones es necesario no apostar a ningún sueño. He tardado mucho. A veces pienso que mi lugar en la escala social es siempre el fondo del microbús, el asiento al final, vivir todos los días atrás, a la zaga, con la dulce certeza del anonimato. Pero a veces me canso. Tengo doce años siendo Reolita: el jodido Reolita. A veces sí quisiera salir al camino, arrear los caballos, asaltar la diligencia que baja a Veracruz y quitarle el dinero a los viajantes como en la novela que terminé leyendo tras la recomendación de Soto. Tengo treinta y tres años y la verdad, he dejado pasar muchas diligencias, pero aún puedo asaltar el último convoy que pase por las laderas del Río Frío; aún puedo tomar a cualquier mujer y hundirme con ella en los matorrales.
Lo malo de los jefes es que nunca ven hacia abajo. Están al pendiente de ver qué cae desde arriba, qué les puede tocar, qué pueden salvar a las tres de la tarde. Ya va a ser la hora. El sonido del tráfico es similar a todos los días. Me arrimo a la ventana. Allá abajo los autos se traban, como si se mordieran defensa contra defensa. Hay personas sentadas en las bancas de la plaza. Ahí la encuentro. El pleito entre mi jefe y Ramos llenó de chismes el comedor. Se peleó por una perrita nueva en el área de embarques. Maribel se levanta y viene conmigo.
—¿Ya lo tienes?
—Estoy dándole los últimos recortes.
—Aquí están jodidos —dice con coraje—. Ojalá y me digan que sí en la otra secretaría.
Luego se va. Ojalá la contraten en dónde sea. La recuerdo en la cocina mientras me contaba sus aspiraciones. Espero que sus sueños se cumplan. Muchos de los míos no se han cumplido y no hay problema, aunque ahora tengo prioridades. Acabo de conocer a una mujer. Se llama Mónica. Tiene veinte años. Trabaja en unos laboratorios. A veces mira como si tuviera veinte mil pesos de oro guardados en el vientre. Le dije que soy bibliotecario. Le conté sobre una novela: Los bandidos de Río Frío, de Payno. Ah, cómo nos gusta mentir. Ella no lee pero le agradó estar con alguien que sí. Ya dan las tres. Soto se levanta, apaga el cigarro y sonríe con nerviosismo. Por doce años se da una buena liquidación. Ella se llama Mónica, ya lo he dicho. Me gustan sus lentes, su cuerpo delgado; me gusta cómo abría los ojos con sorpresa cuando le contaba que uno de los bandidos de la novela, el cabecilla, necesitaba matar el amor de una mujer y sólo encontró dos maneras: matarlo a golpes o matar el amor con demasiado amor.
Soto sale de su oficina. Mientras camina hacia mí se asienta el traje, acomoda la corbata como si se ajustara un sombrero a la lorenzana. La luz de las tres de la tarde ilumina la mitad de su rostro.
—¿Lo terminaste?
—Está en la carpeta.
—Muy bien mijo, estoy retrasado.
Quisiera escuchar lo que dirán Ramos y Palomares cuando se enteren de los archivos. Quisiera estar ahí cuando caiga el orgullo de Soto apenas vea que en el archivo están todas las tranzas. Luego me llamarán. Compareceré. Me correrán. Bah. Es un último respiro de dignidad antes de hundirme otra vez; sólo un respiro para luego vivir con aire digno el resto de mi vida. O tal vez no, tal vez sea el inicio de otra cosa.
Cuando se cierra la puerta de la sala de juntas me levanto. Apago la computadora, me despido y salgo antes de que me llamen o me busquen. En la plaza encuentro a Mónica. La cité ahí. La abrazo y ella acepta el gesto con timidez. Mientras caminamos pienso en cuánto dinero me irán a dar o si esa noche la perrita no escuchará el gruñir de un cerdo.
—Ya no me dijiste, Alfonso —me dice ella mientras caminamos hacia el cine—, ¿cómo mató el amor de la mujer el de la banda del Río Frío?
Ya no se le conté porque Soto no volvió a decirme nada pero ah, cómo nos gusta mentir a las perritas. Cómo nos gusta verlas felices.
—Mató el amor con más amor —le contesto y ella se aprieta más a mí como si quisiera protegerse de la luz del sol que aún golpea la ciudad. Le levanto la barbilla y la beso. Su lengua sabe a oro. Espero que Mónica nunca lea. Espero que Mónica nunca tenga sueños más allá del promedio. No quiero sorpresitas en esta oportunidad, porque si no será terrible. Ojalá me equivoque y el líder de la banda haya decidido matar el amor de esa mujer de la única manera posible: a golpes.
¿Quién es Antonio Ramos Revillas? (Monterrey, 1977) Egresado de Letras Españolas de la Universidad Autónoma de Nuevo León, ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2005. En 2014, su obra infantil y juvenil fue reconocida por el Banco del Libro de Venezuela y la Biblioteca de la Juventud de Munich y fue seleccionado por el Hay Festival, el British Council y Conaculta como uno de los mejores veinte narradores menores de cuarenta años del país. Ha participado en las antologías Grandes hits. Vol. I. Nuevos narradores mexicanos (Almadía, 2008), Trazosen el espejo. 15 autorretratos fugaces (2011) y Sólo cuento. Vol. VII (2015). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés y polaco. Su primera novela El cantante de muertos (Almadía, 2011) fue considerada una de las mejores del año por Nexos y Reforma. Es el director de publicaciones de la UANL y recientemente ha dado a conocer la novela Los últimos hijos (Almadía)