DOS REGALOS

25/05/2014 - 12:00 am

Con los años –el próximo cumplo 40– he terminado por permitirme algo que hace años venía queriendo hacer pero para lo cual no había logrado hacerme de valor, cuando menos discursivo: no festejar demasiado mi cumpleaños. No es que apague el teléfono y me recluya en mis habitaciones clamando, a lo Greta Garbo, que “I want to be alone”; sencillamente reduzco los festejos a una comida con mi mujer y con mi madre, recibo con agrado los abrazos de dos o tres personas más a las que considero mi familia inmediata y dedico la mayor parte del día a trabajar, como de costumbre: digamos que considero que no hay mejor manera de honrar la propia vida que vivirla como todos los días. Así, no subvierto mis hábitos, ni siquiera los alimentarios: desayunar café y muy poco más –si acaso un pan, una fruta o un yogurt–, comer lo mejor posible –si es con un trago antes, una copa de vino y un postre, tanto mejor–, evitar la cena. Y así habría sido el día de mis 39 de no ser porque el destino, en su avatar laboral, dispuso otra cosa.

Si algo me entusiasma de mi trabajo como periodista cultural es la diversidad de asuntos a los que me acerca: un día literarios, otro más cinematográficos o teatrales o arquitectónicos y en éste en particular gastronómicos. Debía hacer con la chef Josefina Santacruz una pieza televisiva sobre comida callejera, que es el tema central de la edición 2014 del encuentro culinario Mesamérica; así, habíamos citados a grabar en un puesto callejero de tacos, a la sazón el de El Morocho –cuyo verdadero nombre es Gaspar–, sito en la esquina de Insurgentes Sur y Álvaro Obregón.

Desde que el asunto me fue planteado supe que ese día, cumpleaños o no, tendría que alterar una de mis costumbres: seguramente desayunaría algo salado, dada la probable necesidad de presentarnos a cuadro degustando la comida callejera, y pensé que muy probablemente se trataría de un taco, lo cual me hacía cierta ilusión aun si las 10 de la mañana no son mi hora favorita para consumirlos. Resultó, sin embargo, que una de las especialidades de El Morocho son los pambazos, lo cual viví casi como un regalo del destino. (Por cierto, no fue así: a la postre descubrí que la ofrenda cariñosa me la prodigaba mi asistente, Claudia Marín, quien propusiera la locación en cuestión justo por conocer mi enorme afición por tales antojitos y por querer promover que consumiera uno para festejar mis 39.) Adolescente, transgredía la prohibición familiar de “comer cochinadas en la calle” aprovechando el emplazamiento de mi escuela –el Liceo Franco Mexicano– frente a uno de los puestos pambaceros míticos de la ciudad de México –el que a la fecha se alza a la entrada de la panadería Elizondo de Ejército Nacional, en la frontera entre Polanco e Irrigación– para prodigarme algo muy cercano al estado alterado de conciencia a partir de la combinación de pan adobado y frito, papas con chorizo, lechuga, crema y queso. Cierto es, sin embargo, que no bien terminé la preparatoria los pambazos hubieron de desaparecer de mi cotidianidad, y que hace ya más de veinte años que no los consumo sino muy de cuando en cuando y en locales establecidos, particularmente en el Café de Tacuba, donde los hacen muy buenos aunque acaso con exceso de asepsia.

Pambazo
Pambazo / Foto: flickr Gary Stevens

El pambazo de El Morocho resultó perfecto: con ese tufo dulzón que le imprime no sólo el comal en el que tantas y tan diversas cosas han sido fritas y refritas sino el ambiente mismo, potencialmente insalubre si se quiere pero a todas luces vivificante. (No se me pida describir más: la comida de calle tiene ese inefable regusto… a calle.) No constituyó, sin embargo, una experiencia nueva en mi vida, y no hacia falta que así fuera, lo que comprendí a la luz de la conversación ahí sostenida con Josefina Santacruz. Si hablaba yo con una chef reconocida de comida de la calle se debe a que ella no es sino una de los muchos chefs que encuentran inspiración en las garnachas y fritangas consumidas en su infancia y juventud (y con frecuencia todavía en su edad adulta) puestera, sea en México sea en otros países, particularmente de América Latina y de Asia, continentes con mayor proclividad al cultivo y consumo de comida callejera. En el curso de la conversación, sin embargo, me asaltó una idea: que lo que busca una misma persona en un puesto callejero y en un restaurante e postín son experiencias completamente distintas. El Morocho, gran taquero y fritanguero, no es un chef –no es un creador– y el pambazo (o el taco de suadero o la gorda de chicharrón prensado) no son creaciones, es decir que no tienen autor. Son expresiones gastronómicas populares y anónimas, cuyas recetas bien pueden haber evolucionado a lo largo de las décadas pero que a estas alturas aparecen ya fijas en el imaginario culinario: frente a Elizondo o en Insurgentes y Álvaro Obregón o incluso en el Café de Tacuba un pambazo es un pambazo en un pambazo; el pan es el mismo, el adobo tiene los mismos chiles, el relleno es siempre de chorizo con papa, lechuga, crema y queso. Hay, claro, mejores y peores pambazos, algunos inolvidables, pero se trata a fin de cuentas de variaciones mínimas, acaso imperceptibles, de una misma fórmula. Nadie busca una sorpresa en un pambazo: si los consumimos, lo hacemos como nos acercamos a todo lo popular, por ejemplo a las películas de James Bond en el cine o a las telenovelas en la televisión, que siempre terminan –y lo sabemos ya– de manera cerrada. Hablando justo de las películas del 007, Umberto Eco postula la noción de la narrativa cerrada: de una historia que queremos ver no para saber en qué termina sino para ver cómo termina en lo que ya sabemos que va a terminar. Pues bien, en cocina también hay narrativas cerradas, y la de la comida callejera no puedo sino inscribirse entre ellas.

AsteriscocubaMi día de trabajo siguió, aunque con su pausa celebratoria única y obligada, para la cual mi madre, generosa, hizo una reservación en Anatol, que sabe uno de mis restaurantes favoritos. El concepto de este feudo de nombre ruso sólo de nombre –se llama así por la calle en que se ubica, lo que debería de hacer de él un Anatole pues el patronímico de su emplazamiento resulta no sólo France sino francés– consiste, de acuerdo a la definición de su chef Justin Ermini, en la apelación a la inspiración de “ingredientes locales y de alta calidad combinados con sabores familiares para crear platillos únicos”. Esto, dicho en términos llanos, se traduce en un menú de inspiraciones mediterránea y estadounidense, en el que platos harto tradicionales son reinventados o reinterpretados. La Ensalada César ve sumarse a sus ingredientes los boquerones, que hacen las veces de anchoas. Los calamares fritos vienen no con salsa tártara o marinara sino con chutney de jitomate y alioli de albahaca. La burrata se sirve con caponata, la sopa de frijol con foie gras ahumado: los platos, en efecto, son familiares a cualquiera que haya comido en Tijuana o en Roma o en San Cristobal de las Casas, pero aparecen transformados: el chef se ha puesto a dialogar con ellos, los ha cuestionado, les ha impreso un sello propio, autoral.

Mac Cheese Foto Flickr Stuart Spivack from Cleveland Ohio Usa
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El mejor ejemplo de esto es el plato que compartimos mi mujer y yo ese día: Mac & Cheese, que no es comida callejera pero sí casera, cuando menos en unos Estados Unidos –el país natal de Ermini– donde la mezcla de macarrones y queso se vende como congelado, o con la salsa de queso deshidratada en un empaque listo para su reintegración en una caserola, donde el 14 de julio se festeja no la Toma de la Bastilla sino el National Macaroni and Cheese Day. La fórmula del Mac & Cheese se antoja tan inmutable como la del pambazo: lleva siempre pasta corta –rigatoni o coditos–, salsa de queso –generalmente cheddar– y pan molido espolvoreado, y se prepara invariablemente al horno. La receta de Ermini acusa dos mínimas variaciones: en vez del cheddar recurre al manchego de oveja, y rocía el plato con aceite de trufa negra. Esto, sin embargo, basta para alterar por completo su sabor, ya que trufa y manchego resultan no sólo felizmente exóticos al sabor de marras –mediterráneo como es su origen– sino fuertes y complejos en un plato que suele ser restaurador pero banal. El resultado, que degustamos ese día por primera vez, constituye una experiencia, una excepción: en ningún otro sitio es posible probarlo, y aunque nos encantó no querríamos comerlo todos los días. Es comida de fiesta, como corresponde a la de todo gran restaurante. Es la suya, Eco diría si escribiera también de cocina, una narrativa abierta. Una sorpresa.

Asteriscocuba

En lo gastronómico tuve, pues, este año dos grandes regalos de cumpleaños: uno familiar y uno sorpresa, uno cerrado y uno abierto, uno lowbrow y uno highbrow. Entre los dos, me recordaron que las posibilidades de la buena comida se mueven entre esos dos extremos. Y, de manera metonímica, me permitieron llegar a la misma justa conclusión sobre la vida misma.

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Nicolás Alvarado
en Sinembargo al Aire

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