«Una de esas infrecuentes secuelas que sientan las bases de la entrega final sin perder ni una pizca de impulso».Publishers Weekl. «Supera a su predecesora en todos los sentidos. En una palabra, Hijo dorado es alucinante». Tor.com. La revolución ha comenzado…
Darrow luce la cicatriz curvada de los dorados, pero no es como ellos… Esta es la esperada segunda parte de Amanecer rojo
Ciudad de México, 25 de marzo (SinEmbargo).- Darrow ganó la competencia del Instituto de Marte hace tiempo. Ya no es tan ingenuo. Es un dorado y terminó su formación militar. Ahora una fuerza lo impulsa a emprender la rebelión. Primero para que los rojos tomen el lugar que les corresponde, lo segundo es vengar la muerte de su esposa.
Por su parte, a los Belona no les temblaría la mano para matar a Darrow por la muerte de Julián, sin embargo no quieren tener problemas con Augusto que se ha convertido en su protector. Condición que no perdurará por mucho tiempo. En pocas palabras Darrow se quedará solo y sin que los hijos de Ares lo contacten en un universo donde el sistema de castas sigue imperando.
Para hacer realidad su objetivo de destruir el sistema desde dentro, Darrow debe convertirse en el mejor de los dorados. El más fuerte. El más inteligente. El más implacable. Solo así devolverá la luz a su pueblo. Aunque su sombra se torne más oscura a cada paso.
Así como en Amanecer rojo hubo traiciones, venganza y mucha acción, en esta segunda parte se refuerza pero las circunstancias son distintas. ¿Cómo finaliza esta segunda parte? Termina con un secreto que apenas se desvelará antes de llegar a la lectura de Mañana azul.
Érase una vez un hombre que bajó del cielo y asesinó a mi esposa. Ahora camino a su lado por una montaña que flota sobre nuestro mundo. Cae la nieve. En la roca bostezan almenas de piedra blanca y cristal reluciente.
A nuestro alrededor se arremolina un caos de ambición. Todos los magníficos dorados de Marte descienden sobre el Instituto para reclamar a los mejores y más brillantes alumnos de nuestro año. Sus barcos abarrotan el cielo matutino y proyectan sus sombras sobre un mundo de nieve y castillos humeantes camino del Olimpo, el lugar que arrasé hace apenas unas horas.
—Échale un último vistazo —me dice cuando nos acercamos a su lanzadera—. Todo lo anterior no ha sido más que un susurro de nuestro mundo. Cuando dejas esta montaña, todos los vínculos se rompen, las promesas quedan reducidas a polvo. No estás preparado. Nadie lo está jamás.
Entre la multitud, veo a Casio con su padre y sus hermanos de camino a su lanzadera. Nos abrasan con la mirada sobre el paisaje blanco, y me viene a la memoria el sonido del corazón de su hermano cuando latió por última vez. Una mano ruda de dedos huesudos se aferra posesivamente a mi hombro. Augusto mira fijamente a sus enemigos.
—Los Belona no perdonan ni olvidan. Son muchos. Pero no pueden hacerte daño. —Su mirada de ojos fríos se vuelve hacia mí, su premio más reciente—. Porque tú me perteneces, Darrow, y yo protejo lo que es mío.
Y yo también.
Durante setecientos años, mi pueblo ha estado esclavizado, privado de voz y de esperanza. Ahora yo soy su espada. Y no perdono. No olvido. Así que dejaré que me guíe hasta su lanzadera. Que piense que es mi dueño. Que me reciba en su casa, porque así podré quemarla hasta los cimientos.
Pero entonces su hija me agarra de la mano y siento que la pesada carga de todas las mentiras recae sobre mis hombros. Dicen que un reino dividido no puede perdurar. Pero no mencionaron qué le ocurre al corazón en ese mismo caso.
Primera parte HUMILLArSE Hic sunt leones. Aquí hay leones. Nerón au augusto
CAUDILLOS
Mi silencio atrona. Estoy sobre el puente de mi crucero estelar, con el brazo roto y en cabestrillo y las quemaduras de iones del cuello aún en carne viva. Estoy exhausto. Llevo el filo enredado en torno al brazo sano, el derecho, como una gélida serpiente de metal. Ante mí, se abre el espacio, vasto y terrible. Unos pequeños fragmentos de luz aguijonean la oscuridad y varias sombras primordiales se mueven para bloquear esas estrellas en los límites de mi campo visual. Asteroides. Flotan con lentitud alrededor de mi buque de guerra, Quietus, mientras escudriño la negrura en busca de mi presa.
—Vence —me ordenó mi señor—. Vence, ya que mis hijos no pueden, y honrarás el nombre de Augusto. Vence en la Academia y te ganarás una flota.
Le encantan las repeticiones dramáticas. Como a la mayoría de los hombres de estado.
Le gustaría que ganara por él, pero yo ganaré por la chica roja que tenía un sueño más grande de lo que ella habría podido llegar a ser jamás. Ganaré para que él muera y el mensaje de aquella muchacha arda a través de los siglos. Poca cosa.
Tengo veinte años. Soy alto y ancho de espaldas. Mi uniforme, ahora arrugado, es de piel de marta cibelina. Tengo el pelo largo y los ojos dorados inyectados en sangre. Mustang me dijo una vez que mi rostro es afilado, que las mejillas y la nariz parecen esculpidas en mármol airado. Evito los espejos. Prefiero olvidar la máscara que llevo, la máscara que luce la cicatriz curvada de los dorados que gobiernan los mundos desde Mercurio hasta Plutón. Pertenezco a los Marcados como Únicos. Los más crueles y brillantes de los humanos. Pero extraño a la más cálida de todos ellos. A la que hace casi un año me pidió desde su balcón que me quedara cuando me despedí de ella y de Marte. A Mustang. Como regalo de despedida le entregué un anillo de oro con la imagen de un caballo y ella me dio un filo. Muy apropiado.
El sabor de sus lágrimas se pudre en mi memoria. No he sabido nada de ella desde que salí de Marte. Aún peor, no he sabido nada de los Hijos de Ares desde que gané en el Instituto de Marte hace más de dos años. Dancer me dijo que se pondría en contacto conmigo cuando me graduara, pero me han dejado vagando a la deriva entre un mar de rostros dorados.
Esto está muy lejos del futuro que me imaginaba para mí cuando era niño. Muy lejos del futuro que quería construir para mi pueblo cuando permití que los Hijos de Ares me tallaran. Creí que cambiaría los mundos. ¿Qué joven estúpido no lo piensa? Sin embargo, la maquinaria de este vasto imperio me ha engullido en su avance inexorable.
En el Instituto nos adiestraron para sobrevivir y conquistar. Aquí, en la Academia, nos han educado en la guerra. Ahora están poniendo a prueba nuestra soltura. Dirijo una flota de buques de guerra contra otros dorados. Luchamos con municiones falsas y enviamos partidas de abordaje de un barco a otro como en los combates astrales de los dorados. No hay motivo para destruir un navío que cuesta la producción anual total de veinte ciudades cuando puedes mandar una nave sanguijuela llena de obsidianos, dorados y grises para que se apropien de sus órganos vitales y la conviertan en tu botín.
Durante las clases de combate astral, nuestros profesores nos repitieron machaconamente las máximas de su raza. Solo sobreviven los fuertes. Solo gobiernan los listos. Y luego se largaron y nos dejaron para que nos las arreglásemos por nosotros mismos saltando de asteroide en asteroide, buscando suministros y bases, persiguiendo a los demás alumnos hasta que solo han quedado dos flotas.
Sigo participando en un juego. Solo que este es el más mortífero hasta el momento.
—Es una trampa —dice Roque a mis espaldas.
Lleva el pelo largo, como yo, y tiene el rostro tan suave como el de una mujer y tan sereno como el de un filósofo. Matar en el espacio es distinto que matar en la tierra. Roque es un genio en lo primero. Hay poesía en ello, dice. Poesía en el movimiento de las esferas y los buques que navegan entre ellas. Su cara encaja con los azules que forman la tripulación de estos navíos, hombres y mujeres livianos que se mueven como espíritus errantes por las salas metálicas, todo lógica y orden estricto.
—Pero no es tan elegante como Karnus podría pensar —prosigue—. Sabe que estamos ansiosos por terminar con el juego, así que se quedará esperando al otro lado. Quiere forzarnos a entrar en un cuello de botella y lanzarnos sus misiles. Eficacia probada desde el amanecer de los tiempos.
Roque señala con cuidado el hueco que queda entre dos asteroides gigantescos, un pasadizo estrecho que debemos recorrer si queremos continuar persiguiendo el maltrecho buque de Karnus.
—Todo es una maldita trampa. —Tacto au Rath, larguirucho y desaliñado, bosteza. Apoya su peligrosa complexión contra el ventanal y absorbe por la nariz una pizca de la sustancia que lleva en su anillo. Tira al suelo el cartucho gastado—.
Karnus sabe que está perdido. Tan solo quiere torturarnos. Arrastrarnos hacia una persecución estúpida para que no podamos dormir. Es un capullo egoísta. —Eres un florecilla, siempre cotorreando y gimiendo —lo increpa Victra au Julii desde su puesto junto a la cristalera.
Los irregulares mechones de pelo de la chica apenas sobrepasan la altura de sus orejas agujereadas con jade. Impetuosa y cruel, pero no en exceso, desdeña el maquillaje a favor de las cicatrices que se ha ganado a lo largo de sus veintisiete años. Y son muchas.
Su mirada es dura, profundamente decidida. Su boca, sensual, grande, con unos labios moldeados para ronronear insultos. Se parece más a su célebre madre que a su hermanastra pequeña, Antonia; pero supera con creces a ambas en su capacidad para sembrar el caos.
—Las trampas no significan nada —asegura—. Su flota está destrozada. No tiene más que un barco. Nosotros tenemos siete. ¿Y si le partimos la boca de una vez?
—Es Darrow quien tiene siete barcos —le recuerda Roque.
—¿Perdona? —pregunta Victra, molesta por la corrección.
—Quedan siete de los barcos de Darrow. Has dicho que son nuestros. Y no lo son. Él es el primus.
—El poeta pedante ataca de nuevo. El mensaje es el mismo, buen hombre.
—¿El mensaje de que deberíamos precipitarnos en lugar de ser prudentes? —pregunta Roque.
—El de que son siete contra uno. Resultaría embarazoso dejar que esto se alargue más. Así que aplastemos a esa bestia de Belona con nuestra bota como si fuera una cucaracha, volvamos a la base, recibamos nuestras merecidas recompensas de manos del viejo Augusto y ¡a jugar!
—Mueve el tacón a derecha e izquierda para darle énfasis a sus palabras.
—Ahí, ahí —conviene Tacto—. Mi reino por un gramo de polvo de demonio.
—¿Ese ha sido tu quinto chute del día, Tacto? —inquiere Roque.
—¡Sí! ¡Gracias por fijarte, mamita querida! Pero me estoy cansando de estas anfetas militares. Creo que tengo ganas de clubes de Perlas y copiosas cantidades de drogas decentes.
—Vas a acabar mal.
Tacto se da una palmada en el muslo.
—Vive deprisa. Muere joven. Cuando tú seas una uva pasa vieja y aburrida, yo seré un glorioso recuerdo de épocas mejores y días decadentes.
Roque niega con la cabeza.
—Algún día, mi obstinado amigo, encontrarás a alguien a quien amar que hará que te rías de la estúpida persona que fuiste una vez. Tendrás hijos. Tendrás una hacienda. Y de algún modo aprenderás que hay cosas más importantes que las drogas y los rosas.
—Por Júpiter. —Tacto lo observa completamente aterrorizado—. Eso suena de lo más deprimente.
Escudriño el despliegue táctico sin prestar atención a su cháchara.
La presa que perseguimos es Karnus au Belona, el hermano mayor de mi antiguo amigo, Casio au Belona, y del chico al que maté en el Paso, Julian au Belona. En esa familia de pelo rizado, Casio es el hijo favorito. Julian era el más amable. ¿Y Karnus? Mi brazo roto da testimonio: es el monstruo al que dejan salir del sótano cuando tienen que matar cosas.
Mi fama ha crecido desde la etapa del Instituto. Así que cuando la noticia de que por fin el archigobernador iba a enviarme a ampliar mis estudios alcanzó el circuito violeta de los chismorreos, la madre de Casio también mandó a «estudiar» a Karnus au Belona y a unos cuantos primos suyos escogidos a dedo. Esa familia quiere mi corazón servido en una bandeja. Literalmente. Lo único que los detiene es el emblema de Augusto. Atacarme a mí es atacarlo a él.
De todas maneras, a mí me importan un bledo sus ganas de venganza y la reyerta familiar de mi señor con su casa. Yo quiero ganarme una flota para utilizarla en favor de los Hijos de Ares. Cuánto daño podría causar. He hecho un estudio de las líneas de suministro, los puestos de sensores, los batallones, los centros de datos: de todos los puntos de presión que podrían hacer que la Sociedad se tambaleara.
—Darrow… —Roque se acerca—, contén tu presunción. Recuerda a Pax. El orgullo mata.
—Quiero que sea una trampa —le digo—. Que Karnus se vuelva y nos haga frente.
Inclina ligeramente la cabeza.
—Le has tendido tu propia trampa.
—Vaya, ¿qué te hace pensar eso?
—Podrías habérnoslo dicho. Yo podría haber…
—Karnus cae hoy, hermano. Ese es el simple meollo de la cuestión.
—Por supuesto. Yo solo quiero ayudar. Ya lo sabes.
—Sí, lo sé. —Reprimo un bostezo y recorro con la mirada las salas de máquinas que hay a mi espalda, más abajo. En ellas trabajan azules de muchos tonos distintos, manejando los sistemas que dirigen mi barco. Hablan más lentamente que ningún otro color, a excepción de los obsidianos, pues prefieren la comunicación digital. Son mayores que yo, todos ellos graduados de la Escuela de la Medianoche. Tras ellos, cerca del fondo del puente, los marineros grises y varios obsidianos montan guardia. Le doy una palmadita a Roque en el hombro—. Es la hora.
—Marineros —les digo casi gritando a los azules del foso—, agudizad el ingenio. Este es el último clavo del ataúd de los Belona. Hacemos desaparecer a ese bastardo en el espacio y os prometo el mejor regalo que está en mis manos daros: una semana de sueño ininterrumpido. ¿Hecho? Varios de los grises cercanos al fondo del puente se echan a reír. Los azules se limitan a golpetear sus instrumentos con los nudillos.
Daría la mitad de mi sustanciosa cuenta corriente, cortesía del archigobernador, por ver a uno de esos pálidos cabezas de chorlito esbozar una sonrisa.
—Basta de esperas —anuncio—. Artilleros, a sus posiciones. Roque, agrupa los destructores. Victra, ocúpate del objetivo. Tacto, despliegue de defensa. Vamos a acabar con esto de una vez. —Miro a mi flacucho timonel azul. Está de pie en medio del foso, bajo mi plataforma de mando, rodeado por otras cincuenta personas. Los digitatuajes serpenteantes que marcan las cabezas calvas y las manos arácnidas de los azules desprenden sutiles brillos cerúleos y plateados cuando se sincronizan con los ordenadores del buque. Sus miradas se tornan distantes cuando sus nervios ópticos se vuelven hacia el mundo digital. Solo hablan por deferencia a nosotros—. Helmsman, motores al sesenta por ciento.
—Sí, dominus. —Se concentra en el terminal táctico, un holograma globular que flota sobre su cabeza, con la voz mecánica—. Cuidado, la concentración de metal en el asteroide dificulta evaluar las lecturas del espectro. Estamos un poco ciegos. Una flota podría ocultarse al otro lado de los asteroides.
—No tiene flota que ocultar. Entremos en la brecha —digo. Los motores del barco rugen. Le hago un gesto con la cabeza a Roque y declamo—: Hic sunt leones. —Las palabras de nuestro señor, Nerón au Augusto, archigobernador de Marte, decimotercero de su nombre. Mis caudillos repiten la frase.
«Aquí hay leones».
¿Quién es Pierce Brown? es un joven autor norteamericano que siempre quiso ser escritor. Se crió construyendo fuertes en los bosques de seis estados de Estados Unidos e inventando historias en los desiertos de otros dos. Un grado universitario y varios trabajos después, su sueño se ha hecho realidad: Amanecer rojo, su arrollador debut, impactó todas las listas de ventas. Ahora Pierce Brown vive en Los Angeles, desde donde nos entrega la continuación de su inquietante aunque irresistible trilogía: Hijo dorado.