Supongo que habrá que atribuir a la calvicie temprana de mi padre –exhibía ya toda la coronilla en sus 40– su obsesión por las expresiones populares que hacen del peinado metáfora. Si alguno de sus hijos, o mi propia madre, aparecíamos particularmente impertinentes, en vez de “¡Qué bien mueles!” (o friegas, o jodes, o chingas, escalada superlativa impensable en su vocabulario) solía espetarnos un “¡Qué bonito peina Lupe, lástima que traigo chongo!”. Y, por supuesto, para pedirnos un poco de paciencia –vivió rodeado de ansiosos irredentos, excepción hecha de mi hermano Federico–, solía abrevar de la menos original pero no menos colorida (ni menos capilar) “Momento, Elena, que me están peinando”.
Ignoro de dónde venga tal frase hecha, pero me permite imaginar una escena. Elena presiona a alguien a aprestarse, a presentarse ante los demás, a dar la cara, a salir al ruedo, a partir plaza, a ocupar su lugar: el de honor. Pero ese alguien, paroxístico pero sensato, se sabe no del todo listo, a punto, sí, y con todo dispuesto, pero ayuno aún del toque final, del detalle en que está Dios. Se sabe ungido y perfumado, vestido y apostado, claras las ideas, articulado el discurso, pero necesitado todavía de unos minutos antes de hacer su entrada a escena pues se somete a un proceso aparentemente nimio pero que sabe indispensable: lo están peinando. O, mejor, la están peinando, pues aunque he formulado las cosas en masculino –ya sólo porque el masculino es genérico, pese a la corrección política–, la frase se antoja femenina, ya sólo por su meticulosa atención a la minucia formal. Imagino, pues, a una mujer pronunciándola. Y esa mujer –caprichos de mi fantasía– se llama también Elena. Es, de hecho, la misma, y se mira. Una Elena, del otro lado del espejo como Alicia –sé de cierta graduada de Letras Inglesas a quien gustará la referencia carrolliana–, exhorta a otra Elena a ocupar su espacio, a vivir su momento. Pero ésta se lo toma con calma, saborea –pertinente verbo aquí– el proceso (¿la mise en place?) y devuelve a su impaciente reflejo un sereno desafío. Aguarda un instante más, pide Elena a Elena. Momento, Elena: me están peinando o, mejor, me estoy peinando.
La imagen la he construido hace muy poco pero, a decir verdad, habría reconocido en ella al conocerla, hace cosa de tres años, a una Elena particularísima: Reygadas. Eran entonces los tiempos en que la colonia Roma volvía a ponerse oficialmente de moda por sus tiendas de diseño –campaba la Chic by Accident de Emmanuel Picault– y sus galerías de arte –OMR llevaba ya tiempo apostada en la Plaza Río de Janeiro pero abrían sus puertas Arroniz y Traeger Pinto– pero, cosa curiosa, con carencia de restaurantes estimulantes. Cierto, pervivían algunos clásicos muy recomendables, especialmente españoles –el viejo Guría antes de su mudanza, el Centro Gallego–, y abrían sus puertas otros cumplidores, de andar por casa (y de cadena), amén de que siempre podía uno beber un martini rabioso en la entonces novísima Licorería Limantour o zamparse un Biscuit Tortoni en la antiquísima nevería La Bella Italia. Lo de tener una experiencia culinaria memorable, sin embargo, habría de quedar pendiente hasta que cierta estudiante de Letras Inglesas –temo haber revelado ya su identidad en este acto– decidiera cambiar el rumbo de su vida profesional, se mudara a Nueva York a estudiar en el French Culinary Institute y recalara en la cocina de la londinense Locanda Locatelli, feudo del chef Giorgio del mismo apellido donde se viera introducida a los secretos de la tradicionalísima y riquísima cocina italiana.
A su regreso, pues, Elena Reygadas encontraría una espléndida casa de estilo beaux arts en Colima casi esquina con Orizaba y abriría ahí Rosetta, un espléndido restaurante italiano, que comencé a frecuentar y donde la conocí. Haré, sin embargo, una confesión: pese a volverme cliente asiduo y amigo de la casa –y, con ello, poco a poco, de la dueña de la casa–, alguna vez veté su nombre de una lista de los 13 chefs más importantes del país. Hoy que somos cercanos, refrendo mi decisión de entonces (que ella ignorará hasta que lea esto) pero reniego de ella ahora, y no por amistad sino por admiración.
Durante los primeros tres años de operación de Rosetta, la creatividad de Reygadas se antojaba (otro verbo pertinente) contenida, enconsertada como estaba por la fórmula –en estas épocas acaso un pelín anticuada– de la exploración de una gastronomía nacional. Cierto: los ingredientes eran de primera (aquel tuétano, aquella burratta); cierto: muchos platos se volvieron favoritos míos (aquellos pappardelle con afeitadas de trufa y aceite de oliva); y, cierto, detalles como el pan (tan soberbio que ahora Elena tiene su propia panadería, a una cuadra sobre Colima) o el limoncello artesanal hablaban de un esmero irreprochable. Pero también es verdad que, aunque Rosetta aparecía (y sabía) impecable, los mismos platos bien habría podido servirse (y se servían, y los había comido yo) en cualquier buen italiano no sólo de Venecia o de Ancona sino de Londres o de Nueva York, o incluso de Durban o de Buenos Aires. (Corrijo: de Buenos Aires, no; los argentinos no logran comprender que la pasta debe cocerse al dente, o acaso menos que eso.) A veces Elena se permitía un capricho, honraba la amistad y, como no queriendo la cosa, se acercaba a mi mesa para hacerme probar un pequeño experimento (así pude degustar, a los postres, una mousse de regaliz inolvidable que ignoro por qué demonios no terminó por figurar en la carta de Rosetta). Pero ahí quedaba la cosa. Elena desplegaba con enorme solvencia su talento pero de su genio no nos daba sino probadas.
Así hasta mi más reciente visita, hace apenas unas semanas. Viendo cambios en la carta, me animé a abjurar temporalmente de mis entradas consentidas y pedí para compartir con la amiga que me acompañaba la ricotta de la casa –¡hecha en casa!– acompañada con carpaccio de res y trufa negra, combinación de tres clásicos italianos que, sin embargo, nunca había visto yo en el mismo plato y que ofrecían un contraste inesperado: satinada y sutil la ricotta, carnoso –y, diré, animal– el carpaccio, potente y fragante la trufa. Cierto: regresé a territorio conocido con los tagliatelle con salchicha italiana pero me sorprendió ver que ésta experimentaba leve pero felizmente desconcertante modificación con la adición del chile de árbol. Y para el postre opté por una combinación que, a la manera despojada de Redzepi, no hacía sino poner a jugar sabores puros y texturas diversas –pera, sarraceno (as in trigo), hinojo, helado de estragón y sáuco (que es una baya)– en una combinación risueña de tan osada. Pero además pasee los ojos por la carta. Aquí otra enumeración iconoclasta: pérsimo, shiso (la hierba japonesa) y pistaches. Acá una crema de castaña aromatizada con nuez moscada y complementada con farro, cereal de Medio Oriente. Betabel y cebollín en unos ravioles, calabaza y camarón en otros y –asignatura pendiente para mi próxima visita– un helado de Earl Grey. Algo le había pasado a la chef, y ese algo se perfilaba bueno (de hecho, buenísimo).
Como a menudo hace, Elena se presentó a saludarme a la hora del café:
—¿Qué te pareció?
—Que estás desatada.
—¿O sea?
—Que saliste del clóset.
—¿Cómo?
—Que ya no haces cocina italiana sino cocina de autor.
Refractaria a los términos de moda, me miró con enorme escepticismo, casi como si la hubiera decepcionado mi sentencia, acaso por lo frívolo y cliché de su formulación. Traté de explicarme:
—Tu vocabulario sigue siendo italiano. Pero el discurso ya es todo tuyo.
Entonces sonrío, me dio un beso, otro a mi amiga, pidió que nos invitaran un limoncello y se alejó rumbo a la cocina.
Cuando nos trajeron el licor de marras, propuse un brindis a mi compañera de mesa: “Por Elena, que ya está peinada”.