“Sorprende el desenfado y la sencillez con que nos cuenta algunos pasajes de su infancia y juventud; pareciera que estamos escuchándolo entre los humos del tabaco y la compañía de una copa de vino”, escribió Guillermo Fadanelli. Por cortesía de editorial Sexto Piso, ofrecemos las primeras líneas de un libro conmovedor.
Por Arnoldo Kraus
Ciudad de México, 24 de septiembre (SinEmbargo).- No todas las historias comienzan con el nombre. La mía sí. Siendo hijo de padres polacos, desde el útero me asignaron un nombre entre raro y muy raro. Anchul fue el nombre que eligió mi madre para honrar la memoria de su hermano. Anchul no es un nombre polaco. Proviene del yidis, idioma común en la judería de aquellos tiempos, ahora en desuso y casi muerto.
En primero de primaria, cuando los maestros me preguntaban mi nombre respondía “Anchul”. Una semana después de haberse iniciado el curso, los profesores de español y hebreo decidieron, con razón, que Anchul, más que nombre, era apodo o algo francamente incomible. Mi primer encuentro desafortunado con mis mentores, al cual siguieron varios miles, se debió a mi nombre. A partir de entonces, desde los seis años, supe, sin hablar con Freud, que mis padres serían los culpables de ciertos descalabros.
—Te llamarás Mijael —me dijo en un hebreo incomprensible, el maestro.
—Te llamarás Ángel —me dijo en un español comprensible el profesor de primer grado.
Ignoro por qué la Junta de Gobierno de mi escuela decidió sustituir Anchul por Mijael. Comprendo las razones por las cuales Mijael devino Ángel: uno de mis maestros, lector de la Biblia, sabía que Mijael era el protector del pueblo. A partir de esa idea decidió llamarme Ángel.
Durante la primaria fui un niño feliz. Tenía la suerte de ser Anchul en casa, Mijael en clases de hebreo y Ángel en las de español. No tenía un doble como sucede en la realidad o en los libros de ficción; tenía la gracia de ser, en lugar de una persona, tres personas.
Al finalizar la primaria, el maestro de español nos encargó nuestras actas de nacimiento.
—Es usted un mentiroso —me dijo—. No se llama Ángel, sus nombres son Arnoldo Samuel.
A los doce años me enteré de que Anchul, Mijael y Ángel eran heterónimos dignos de Fernando Pessoa y razones suficientes para entender —hoy lo sé— mi imposibilidad para ubicarme en la vida y el origen para explicar mis problemas de identidad. Anchul no era Mijael, Mijael no era Ángel y Ángel no era Anchul. Todos esos apelativos correspondían a una persona llamada Arnoldo Samuel, quien aunque no era yo, sí era yo.
En vez de decirle a mis padres: “¿Por qué me hicieron eso?”, intenté explicarles usando mis recursos intelectuales —en ese entonces tenía doce años— que todas la expulsiones, todas las materias reprobadas, los impagables gastos para mis cursos de regularización, los incontables pantalones zurcidos, los juramentos y promesas en la dirección: “juro portarme bien”, con la Biblia como testigo, eran responsabilidad de ellos. ¿Cómo podría yo ser normal si en mí habitaban tres personas?
Gracias a mis padres, mis nombres me impidieron ser normal. Cuando había problemas en mi salón, el director o los directores, si la situación lo ameritaba —por ejemplo, cuando hacía volar el escusado o intentaba arrancar un camión—, subía(n) corriendo, y antes de entrar al salón empezaba(n) a preguntar: “¿dónde está Kraus?, ¿dónde está Kraus?”.
Tanto mis padres como mis profesores de primaria han muerto. Es una pena. Ni Anchul ni Arnoldo ni sucedáneos saben dónde está Kraus.
EL CASO USTED
No me obsesiona la muerte, me obsesiona la vida. Pensar la muerte es parte del oficio de la mayoría de los médicos. Mi obsesión, como las de todos, tiene historia. Recuerdo el momento preciso cuando la muerte de otro irrumpió en mi vida. El primer enfrentamiento, crudo, abierto, fue, a la vez, necesario y duro. Sucedió de noche. Iniciaba mi entrenamiento médico. Era joven. Ayudar, repetíamos con frecuencia, es una de las razones fundamentales de la profesión. La muerte no formaba parte del currículo de la Facultad ni de mi código interno. Llevaba haciendo guardias en un hospital general del sector salud tres o cuatro meses. En esos nosocomios, la mayoría de la población es pobre o muy pobre. Los pobres o muy pobres cuando enferman se entregan “de otra forma”: confían, cuestionan poco, admiran, se depositan. Piensan que el médico es una figura cuasi divina. Le otorgan autoridad, no poder autoritario. Tener autoridad obliga. Ejercerla suma ética y compromiso, ambos, valores fundamentales, ahora en desuso.
Basta observar el correr de la vida; basta repasar las materias de las escuelas de medicina.
En ese hospital, gran parte de los pacientes padecía enfermedades complicadas. Pobreza y patología es un binomio siniestro. Quien enferma pobre, vive mal, muere pronto. Algunos pacientes venían de provincia. La familia pedía prestado, embargaban sus vidas, y, como podían, traían a su ser querido. Cuando una persona amada está enferma o ha recibido el mote de desahuciado, familiares y amigos no cejan: buscan ayuda y esperanza. Esperanza es una palabra formidable.
Enfermos y seres cercanos la repiten incontables veces, la necesitan. Algunos familiares de enfermos pobres, antes de sepultar sus esperanzas, empeñan sus vidas. Si a los enfermos se les amputan las ilusiones la muerte penetra antes. Barre con todo. No se inmuta. La esperanza no detiene el final, sólo lo aparca un momento. Un momento, en ocasiones suficiente, para decir adiós. Despedirse, decir adiós, sirve. Le sirve a quien marcha y a quienes se quedan.
***
Empeñar sus vidas significa vender lo que no tienen y pedir prestado lo que nunca podrán pagar. Empeñarse por un ser amado es una definición no escrita de dignidad, de congruencia.
Algunos actos humanos superan las posibilidades del lenguaje. Empeñarse por otro es uno de ellos. Quienes abandonan su terruño en busca de ayuda, antes escucharon “en ese hospital le salvaron la vida a mi padre”, “en ese hospital los equipos son buenos y los médicos son muy preparados”.
Al principio las guardias asustan, después abruman. Las noches en los pasillos del hospital son oscuras y largas. En ocasiones no terminan: cincuenta metros son mucho, dos horas son demasiado. Confrontar la enfermedad y la muerte sin las manos del mentor es complicado. Más lo es, cuando el correr de la noche acumula cansancio. Peor aún, cuando enfermos jóvenes y sus padres reclaman curación imposible de ofrecer.
Las patologías de la miseria no son más graves porque las células enfermas sean más agresivas o más resistentes a los medicamentos; lo son por la injusticia social. Ser pobre y enfermo, ya lo dije, es uno de los peores binomios. Muchos de los pacientes que acudían al hospital llegaban “tarde”: la patología había destrozado el cuerpo. Sin fármacos ni proteínas, la enfermedad se apodera de la persona y hace lo que sabe hacer: demoler, romper, desordenar, matar. Llegar “tarde” significa enterarse que nada puede hacerse para aliviar o sanar. Tarde es palabra del diccionario. Tarde es realidad de la miseria.
“Tarde”, entrecomillado, es un recurso con el cual cuentan los médicos jóvenes cuando nada se le puede ofrecer al enfermo.
Carmen lloraba todas las noches. Plañía, gemía, pedía, no se acomodaba. Su cuerpo tenía vida; su vida carecía de cuerpo. Siete días habían transcurrido desde su internamiento. Carmen madre le tomaba la mano,
—Sí, mijita, aquí estoy. Duérmete.
Carmen hija tenía veinte años. Venía de la sierra de Puebla.
Carmen madre tenía, aproximadamente, cuarenta y cinco años. Carmen chica tenía siete hermanos, todos menores; sus padres eran, cuando podían serlo, campesinos. Lloraba de noche, gritaba de día. Sosiego no había, dolor sobraba. El dolor sólo tiene un límite, la muerte. El de Carmen hija la mataba poco a poco. Lo sabía la cama, lo sabían las enfermeras. La madre lo ignoraba: nunca habló del final.
La madre, analfabeta, era infinitamente solidaria: salvo para ir al baño no dejaba nunca a su hija. Su cara era cansancio puro, su fe infinita. Carmen madre comía lo que dejaba su hija o lo que recibía de la ayuda de vecinos menos pobres o de la coperacha que realizaban enfermeras y médicos.
Conforme pasaban los días Carmen lloraba sin cesar. Todo le dolía. No le dolía morir, le dolía vivir. Su abdomen inflamado y el dolor del cuerpo correspondían a cáncer de ovario con diseminación a pulmones, hígado y huesos. El tumor se había comido la vida de Carmen. El hambre de su cáncer, como sucede con todos los “tumores tarde” es insaciable. Mientras avanzaban los días el abdomen aumentaba y los pulmones sufrían.
Cada vez le era más difícil respirar, cada vez era más insoportable verla y escuchar su dolor.
Sin aire, ni comía ni parpadeaba ni se movía ni hablaba ni se esforzaba por voltear cuando su madre le decía,
—Sí, mijita, aquí estoy, ya mañana nos vamos.
Sin aire y con dolores en todo el cuerpo, gemía y lloraba sin cesar. En ocasiones parecía morir: pasaban cinco, seis, siete segundos sin respirar. Después suspiraba, pervivía, regresaba: plañía, movía la mano, buscaba a su otra Carmen, y le decía, sin decirle,
—Ma, ¿estás ahí?
Queríamos, mis compañeros y yo, auxiliarla. Poco logramos. Los medicamentos casi no ayudaban. El dolor invadía su cuarto. La muerte, lo sabíamos, aguardaba el menor descuido.
Jaime, uno de mis compañeros de guardia, me dijo:
—¿Qué hacemos?
—Lo que dijimos —respondí.
Aguardamos el cambio de guardia. Antes de amanecer la tensión disminuye. Tomamos de las gavetas algunos medicamentos. Los inyectamos en el suero. Mientras Carmen madre
dormía Carmen hija moría.
“Hasta aquí, Carmen”, dijo Jaime. “Hasta nunca”, agregué.
¿Quién es Arnoldo Krauss? Es un médico clínico que mira la vida a través de cuerpos y almas heridas. El lenguaje roto por el dolor y las pérdidas de los enfermos alimentan su oficio. Muchas recetas médicas y algunas páginas de la vida las escribe gracias a las lecciones del dolor y a la sabiduría de sus pacientes. Ha publicado varios libros, entre otros, Decir adiós, decirse adiós; Dolor de uno, dolor de todos; El tiempo Alzheimer y Cuando la muerte se aproxima. Es autor, junto conRuy Pérez Tamayo, de Diccionario incompleto de bioética y en colaboración con VicenteRojo, de Apología del lápiz y Apología del libro.