La escalada de la represión y del hostigamiento político en Nicaragua significan una deriva autoritaria que prendió las alarmas de la comunidad internacional y de los países vecinos.
Nicaragua, 24 junio (Open Democracy).- Después de la detención, este fin de semana, del quinto precandidato presidencial en Nicaragua, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hizo un llamado al Presidente Daniel Ortega para detener la persecución a periodistas y políticos de la oposición. Por su parte, la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, presentó este martes ante el Consejo de Derechos Humanos un informe de actualización sobre la situación de Nicaragua. A menos de cinco meses de las elecciones generales previstas para el 7 de noviembre, Bachelet demandó la liberación inmediata de los opositores detenidos, pero el Gobierno de Ortega ignoró la demanda.
La organización Humans Rights Watch, HRW, visitó el país recientemente y publicó un reporte de 37 páginas en el que advierte que en la situación actual hay “obstáculos enormes y probablemente infranqueables” para ejercer derechos de libertad de expresión, reunión, asociación y de voto. Un plan urdido por Ortega y su red para despejar cualquier obstáculo que pudiera oponerse a su reelección, por cuarta vez consecutiva.
También se manifestaron gobiernos vecinos, el parlamento europeo y la Organización de Estados Americanos, OEA. Aunque en un primer momento los gobiernos México y Argentina se desmarcaron de la OEA alegando su intención de mediar pero creando un cierto desconcierto diplomático, al final han acabado retirando sus embajadores en Managua como medida de presión y de protesta. La semana pasada, la administración Biden emitió sanciones contra cuatro personas, incluyendo la hija de Ortega, Camila Ortega.
A la represión política, se suma la represión e incluso la violencia contra periodistas independientes que han abandonado el país en los últimos días.
A la represión política, se suma la represión e incluso la violencia contra periodistas independientes que han abandonado el país en los últimos días. Con la fiscalía citando a varios periodistas a declarar sin decirles si van en calidad de testigos o investigados, la persecución de la libertad de expresión y de prensa en Nicaragua es altamente alarmante.
La situación de Nicaragua, sin embargo, no es nueva. Desde que en 2018 el Gobierno reprimió violentamente una rebelión cívica, Ortega ha sido cuestionado.
2018, EL AÑO DEL MIEDO
Tres años atrás Nicaragua ocupó los titulares del mundo por un ciclo de protestas que derivaron en violencia policial, en ataques a civiles y en el encarcelamiento de manifestantes opositores. Muchos, una vez liberados, tomaron el camino del exilio.
A raíz de unas reformas económicas del Gobierno Ortega, se generó una explosión social que venía gestándose ante el cansancio y la indignación de la población. Ortega llevaba ya 11 años en el Gobierno y, ese año, los jóvenes del país decidieron visibilizar problemas que ya no podían pasar por más tiempo desapercibidos.
En 2018 un incendio acabó con miles de hectáreas en una reserva forestal de Nicaragua llamada Indio Maíz. Jóvenes nicaragüenses convocaron a protestas en contra de la respuesta tardía por parte del Gobierno Ortega. La respuesta del Gobierno derivó en represiones violentas. Menos de una semana después, el Gobierno impuso una reforma legislativa que derramó el vaso.
Esa reforma permitió que se firmaran, por decreto, cambios a la ley del seguro social que afecta a todos los ancianos del país generando una fuerte e inédita solidaridad intergeneracional como lo demuestran audios de esa época en los que se oye a jóvenes gritando «abuso de poder» por este cambio y en defensa de los mayores.
Pero Nicaragua, que tiene un pasado tumultuoso, con guerras civiles y políticos cuestionables, se enfrentaba a algo habitual: siempre que se producían cambios arbitrarios, los jóvenes salían a manifestarse pacíficamente en las calles. Esta vez, sin embargo, como consecuencia del nerviosismo de un régimen que se supo fuertemente cuestionado, el Gobierno respondió a las protestas violentamente, alegando que se trataba de un intento de “golpe de Estado” alentado por los EU.
Donde fuera que había una manifestación, ahí estaba el escuadrón antimotines de la policía nicaragüense que les disparaban con fuego real a quienes protestaban. Hubo muertos, la mayoría estudiantes, lo que generó una agudización en la crisis social.
La violencia policial fue tal que, aunque la reforma a la ley del seguro social se revocó solo cuatro días después de haber comenzado las protestas, éstas continuaron para exigir la liberación de los protestantes detenidos arbitrariamente durante las manifestaciones. La represión policial continuó a la par.
Organismos de derechos humanos y organismos internacionales mediaron y se constituyeron unas mesas de diálogo en las que participó el Gobierno, pero para muchos ese diálogo fue solo un muro de contención, una fachada.
Las protestas duraron meses y dejaron al menos 328 muertos, más de 2.000 heridos y casi 100.000 exiliados, según cifras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Muchos detenidos fueron perseguidos al ser liberados. Organizaciones de la sociedad civil denuncian que grupos paramilitares mancharon sus casas con pintura
Muchos detenidos fueron perseguidos al ser liberados. Organizaciones de la sociedad civil denuncian que grupos paramilitares mancharon sus casas con pintura y se les negó acceso a estudios universitarios.
La Organización de Estados Americanos, OEA, condenó abiertamente la violencia y pidió elecciones adelantadas en una sesión extraordinaria en julio de 2018. Ortega se negó y dijo que la comunidad internacional debía respetar la «autodeterminación» del país para restablecer la paz.
Para Ortega, siempre ha sido clave no aceptar que hay descontento por parte del pueblo. Por eso, la narrativa de su Gobierno desde 2018 es que las protestas fueron un intento de golpe de estado financiado por USAID, la agencia de los Estados Unidos para el desarrollo internacional que proporciona ayuda humanitaria y cooperación al desarrollo a distintos países.
Mientras Ortega se negaba a adelantar las elecciones, el poder legislativo pasó la ley de terrorismo que establece que, si alguien participa en actos contra el Gobierno, se le tratará como a un terrorista.
La comunidad internacional denunció que era una ley diseñada exclusivamente para reprimir a los manifestantes
LEYES DEL PASADO QUE DEFINEN LA CRISI DE HOY
Hoy, sigue habiendo en Nicaragua más de 120 presos políticos, incluyendo personas procesadas en el contexto de abril de 2018, cuando se dieron las protestas. La ley de terrorismo, además, sentó un precedente para lo que el país vive ahora.
En septiembre de 2018 la policía emitió un comunicado declarando ilegales todo tipo de manifestaciones.
En ese momento también, se aprobaron otras tres leyes: la primera, la ley de regulación de agentes extranjeros, que buscan controlar los recursos que reciben personas u organismos de fuentes internacionales; eso quiere decir que si un nicaragüenses, por ejemplo, recibe un salario de una entidad extranjera, tiene que registrarse como agente extranjero. Y quienes se registran como tales, deben informar, mes a mes, sobre sus operaciones al Gobierno.
La segunda, la ley de ciberdelitos, que regula que si alguien publica lo que el Gobierno considere fake news en Nicaragua, puede pasar entre uno y cinco años en la cárcel. La oposición ha tildado esta ley de “ley mordaza” porque limita el ejercicio del periodismo y atenta contra la libertad de expresión.
Por último, la ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y la autodeterminación para la paz; a pesar de su largo nombre es, básicamente, una ley que dice que si alguien atenta contra la soberanía de Nicaragua, atenta contra la ley. Es decir, por ejemplo, que si alguien pide sanciones contra los gobernantes de Nicaragua, atenta contra la ley.
Con esas tres leyes represivas en vigor, a comienzos de 2021 el parlamento de Nicaragua ratificó una reforma constitucional que establece cadena perpetua contra quienes cometen crímenes de odio, algo que ha generado preocupación puesto que, según diputados de la oposición, dicha ley podría interpretarse para castigar a opositores del Gobierno.
ARRESTOS Y DERIVA AUTORITARIA
En los últimos días muchas personas han sido detenidas, no todas del ámbito político. El último fue Miguel Mora, precandidato presidencial a quien se le acusa de crímenes contra la soberanía, justamente una de las tres leyes que se aprobaron después de las protestas de 2018.
Con Mora, son ya 17 los opositores detenidos. De ellos, cinco son precandidatos a la presidencia, a cinco meses de las elecciones generales, en las que parece evidente que Ortega, de 75 años y con 14 consecutivos en el poder, busca asegurarse a toda costa un cuarto mandato sucesivo.
Los acosos policiales a los domicilios de opositores han sido constantes desde el 2018, y se han redoblado en esta última ofensiva gubernamental. A esto ha venido a sumarse la redada policial contra opositores que se inició el pasado 2 de junio con el arresto domiciliar de la aspirante a la presidencia Cristiana Chamorro, 67 años, hija de la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro, quien según los sondeos era la más popular de los postulantes a la silla presidencial y potencial rival de Ortega en noviembre. Chamorro es acusada de lavado de dinero a través de una fundación con el nombre de su madre.
También están detenidos el exdiplomático Arturo Cruz, el politólogo Félix Maradiaga y el economista Juan Sebastián Chamorro, primo de Cristiana, entre otros notables opositores.
Muchos de estos detenidos, incluida Cristiana Chamorro, fueron parte de los diálogos con el Gobierno en 2018 que trataron de alcanzar una solución a la crisis. El lunes 21 de junio, Ortega reapareció frente a los medios y, en un comunicado llamado”Nicaragua, en defensa de la soberanía nacional y el Estado de derecho”, justificó las detenciones diciendo que no son candidatos ni políticos, sino «criminales» que quieren «derribar al Gobierno». También pidió que los entes internacionales no intervengan y que las sanciones sean levantadas.
Según una encuesta de Diálogo Interamericano, en junio de 2020 la tasa de aprobación de Ortega se situaba por debajo de un 20%, un mínimo histórico para él. Esto hace evidente que si Ortega va a las urnas, en condiciones normales es difícil que gane. De ahí que su nerviosismo se haya traducido en detenciones de candidatos y en la creación de un clima de miedo que se respira en Nicaragua.
Cabe preguntarse si Daniel Ortega está ya preparando el escenario para una dictadura familiar hereditaria al asegurarse de que desaparezcan las opciones políticas alternativas. A los nicaragüenses les ha quedado claro que su Gobierno está dispuesto a detenerlos e incluso a matarlos si se interponen en su camino triunfal.
La comunidad internacional debe redoblar la presión para parar esta deriva autoritaria y exigir la liberación de los presos, la derogación de las leyes represivas y la garantía de unas elecciones libres, transparentes y competitivas, ratificadas por la observación internacional. Cualquier otro camino será un camino equivocado.