LECTURAS | Una familia nada normal en 2029: Los Mandible, de Lionel Shriver

24/06/2017 - 12:03 am

Estados Unidos, 2029. Un siglo después, ha vuelto a suceder. El dólar se desploma, la inflación se dispara, el país se dirige hacia la bancarrota. Y la familia Mandible, protagonista de esta sagaz y feroz novela distópica que, llevándonos al futuro, nos habla de realidades muy reconocibles, va a padecer las consecuencias.

Ciudad de México, 24 de junio (SinEmbargo).- Prósperos y sofisticados, aunque también disfuncionales, los Mandible esperan la herencia del nonagenario patriarca. Pero como fallece en plena crisis, la lluvia de millones con la que contaban hijos y nietos se disipa en el aire. Y los miembros de esta familia de clase alta se ven envueltos en situaciones para ellos inauditas: Carter, incapaz de afrontar el pago de la residencia de su senil madrastra, se ve obligado a acogerla en su casa; Avery se indigna porque ya no puede permitirse comprar aceite de oliva; su hermana Florence tiene que alojar a familiares que se han quedado sin hogar en su pequeño apartamento; a Nollie, escritora que ha vivido felizmente expatriada en París, no le queda más remedio que regresar a un país que le resulta irreconocible…

Sólo la generación más joven, representada por el adolescente Willing, bicho raro y economista autodidacta, es capaz de buscar salidas imaginativas a la crisis.

Lionel Shriver, con su colmillo retorcido y su mala baba marca de la casa, mueve con habilidad a unos personajes desbordados por la situación, a los que retrata con mirada penetrante y humor salvaje. Y nos presenta unos Estados Unidos en los que el sueño americano muestra su lado más oscuro: las vallas fronterizas ya no sirven para evitar que entren inmigrantes, sino para que los ciudadanos no escapen; algún estado declara su independencia; el presidente –de nombre latino– decide crear una nueva moneda para sustituir al desmoronado dólar…

Extracto del libro Los Mandibles. Una familia: 2029-2047, de Lionel Shriver, cortesía otorgada bajo el permiso de Anagrama

La Historia De Una Familia Nada Normal Foto Anagrama

1. AGUA GRIS

–¡No uses agua limpia para lavarte las manos! Aunque pretendía ser un recordatorio amable, la reprimenda resonó como un grito severo. Florence no quería parecer eso que su hijo llamaba cacavieja, pero bueno…, las normas de la casa eran sencillas. Y Esteban las desacataba sistemáticamente. No hacía falta malgastar agua para dejar claro que no era un calzonazos sometido (en cierto modo) por una mujer mayor que él. Esteban era un hombre tan peligrosamente apuesto que ella, en casi todo lo demás, le permitía hacer lo que se le antojase.

–Perdóname, Padre, porque he pecado –dijo Esteban entre dientes, metiendo las manos en el cubo de plástico del fregadero donde recogían los residuos líquidos. Unas tiras de col flotaban en el borde.

–Eso que estás haciendo ahora no tiene sentido, ¿verdad? –dijo Florence–. ¿Usar el agua gris cuando ya has usado la limpia?

–Sólo hago lo que me mandan –dijo Esteban.

–Eso sí que es una novedad.

–¿Qué te ha puesto de tan buen humor?

–Esteban se secó las manos, grasientas ahora, en un paño de cocina más grasiento aún (otra norma: un rollo de papel de cocina dura seis semanas)–. ¿Algo va mal en Adelphi?

–En Adelphi las cosas sólo van mal –refunfuñó Florence–.

Drogas, peleas, robos. Niños con eczemas… que no paran de chillar. Así son los albergues para indigentes. Si quieres que te diga la verdad, no entiendo por qué es tan difícil conseguir que los que viven ahí tiren de la cadena, algo que en esta casa es el máximo lujo.

–Ojalá encontrases otra cosa.

–A mí también me gustaría. Pero no se lo digas a nadie. Cambiar de trabajo arruinaría mi reputación de santa. –Florence siguió cortando la col, una verdura económica aunque costase veinte pavos. No sabía cuánta más col podría soportar su hijo.

Había quienes, en cambio, vivían intrigados por la virtud que conllevaba realizar, durante cuatro largos años, un trabajo tan agotador e ingrato, pero las suposiciones acerca de la naturaleza angélica de Florence eran poco o nada realistas. Después de haber ido pasando a trompicones de un empleo mal pagado a otro, por culpa de esos duros golpes ya no le quedaba casi nada del altruismo ingenuo, o de la clase que fuere, que la había llevado a especializarse –imbécilmente, y por duplicado, además– en Estudios Norteamericanos y Política Medioambiental en Barnard. La mitad de sus trabajos ya no existían porque tal o cual innovación se había quedado obsoleta de un día para otro; había trabajado para una empresa que vendía ropa interior eléctrica –y larga, para ahorrar calefacción–, y luego, de repente, los consumidores se decantaron exclusivamente por ropa interior calefactable forrada con grafeno electrificado. Otros empleos desaparecieron por culpa de algo que, cuando ella aún no había cumplido los treinta, dio en llamarse bots pero los trabajadores norteamericanos que quedaron en la calle ahora llamaban robs, por razones obvias. Su puesto más prometedor lo consiguió en una start-up que fabricaba, con grillo molido, unas barras de proteína muy sabrosas; pero cuando Hershey’s empezó a producir en serie un producto parecido, si bien a todas luces aceitoso, el mercado de los tentempiés hechos con insectos se fue a pique. Así pues, cuando en Fort Greene apareció una vacante en un albergue municipal, se presentó movida por una mezcla de desesperación y astucia: si había algo seguro en el mundo, era que en la ciudad de Nueva York nunca iba a faltar gente sin techo.

–¿Mamá? –preguntó Willing en voz baja desde la puerta–. ¿Hoy no me tocaba ducharme?

Su hijo de trece años se había bañado por última vez apenas cinco días antes y sabía perfectamente que a todos les correspondía una ducha por semana (hay que ver lo rápido que gastaban cajas y cajas de ese champú seco que se aplicaba con el peine). Willing también se quejaba de que ducharse bajo esa alcachofa diseñada para ahorrar el máximo posible de agua se parecía a «salir a dar un paseo en la niebla». Cierto, quitarse el acondicionador con ese «rocío» se convertía en una operación compleja, pero entonces la respuesta no era precisamente usar más agua, sino dejar de usar acondicionador.

–Es posible que todavía no te toque… Pero bueno, dúchate –transigió Florence–. Y no olvides cerrar el grifo mientras te enjabonas.

–Si lo cierro, pillo frío. Una réplica categórica. No era una queja, sino un hecho.

–He leído por ahí que tiritar es bueno para el metabolismo –dijo Florence.

–Entonces debo de tener un metabolismo formidable –dijo Willing, con sequedad, y dio media vuelta. Se burlaba del lenguaje anticuado de su madre, y no era justo. Hacía muchos años que Florence había aprendido a decir malicioso.

–¿Y si tienes razón y este coñazo del agua empeora? –dijo Esteban, poniendo los platos para la cena–. Quién sabe… A lo mejor conviene abrir los grifos a tope mientras podamos.

–Te confieso que a veces fantaseo con duchas largas y con agua bien caliente –dijo Florence.

–Ah, ¿en serio? –Esteban le rodeó la cintura por detrás mientras ella le quitaba el corazón a otra col–. En lo más profundo de esta niña de coro estricta y mandona se oculta una hedonista que intenta salir a la superficie.

–Por Dios, si yo antes disfrutaba como una loca debajo de un torrente y con el agua todo lo caliente que era capaz de soportar. Cuando era adolescente y me duchaba, en el cuarto de baño se condensaba tanto vapor que una vez arruiné la pintura.

–Eso es lo más excitante que me has contado jamás –le susurró Esteban al oído.

–Bueno, más bien es deprimente.

Esteban rió. En su trabajo solía tener que levantar en brazos a personas mayores y pesadas para subirlas y bajarlas de una silla de ruedas eléctrica –la mobe, como se la llamaba por poco moderno que se fuera–, y esa actividad lo mantenía en forma. Florence sintió sus pectorales y sus abdominales tensos contra su espalda. Estaba cansada, no cabe duda, y eso que, como máximo, podía tener cuarenta y cuatro años, una edad que en esos días podría haberle permitido alardear de jovencita, y la sensación fue excitante. Follaban bien. O era una particularidad de los mexicanos, o sencillamente Esteban era un hombre aparte, pero, a diferencia de todos los otros hombres que había conocido, a él no lo habían criado con una dieta continua de pornografía desde que tenía cinco años. A Esteban le iban las mujeres de verdad.

Eso no quiere decir que Florence se considerase a sí misma un buen partido. En cuanto a belleza, su hermana menor se había llevado la palma. Avery era morena, con curvas delicadas y ese toque de fragilidad que a los hombres les resultaba tan atractivo; pero a Florence, nervuda y fuerte simplemente por estar siempre haciendo algo, de caderas estrechas e inquietas, con un rostro alargado y una melena castaño rojiza siempre despeinada que se le escapaba continuamente del pañuelo que usaba al estilo pirata para mantener a raya los mechones rebeldes, con frecuencia la habían caracterizado como «caballuna», un adjetivo que a ella le había sonado peyorativo hasta que Esteban comenzó a decírselo con cariño y dando palmadas en las caderas de su nerviosa potranca. Es posible que haya cosas peores que tener aspecto de caballo.

–Mira, yo tengo una manera completamente distinta de ver las cosas –le farfulló Esteban en el cuello–. ¿Se va a acabar el pescado? Pues atibórrate de lubina chilena como si fuese el fin del mundo.

–El peligro de que el mundo desaparezca mañana… De eso se trata. –El tono de institutriz que resonó en esa admonición se suavizó con una parodia de sí misma; Florence sabía que su fachada recta y severa ponía a Esteban de los nervios–. Si la reacción de todo el mundo a la escasez de agua fuese tomar duchas de media hora «mientras se pueda», nos quedaríamos sin agua incluso antes. Pero bueno, si ese argumento no te basta, te recuerdo que el agua es cara. Inmensamente cara, como dicen los chicos.

Esteban se apartó de su cintura.

–Mi querida, qué deprimente eres. Si la Pedrada nos enseñó algo, fue que el mundo puede irse al carajo en un abrir y cerrar de ojos. No estaría mal intentar divertirse en los breves intervalos que separan un desastre de otro.

No le faltaba razón. Florence había intentado estirar ese medio kilo de picada de cerdo para hacer dos comidas; era la primera carne roja que comían en un mes. Después de que Esteban la instara a disfrutar del presente, Florence, en una especie de arrebato, y presa de un deseo desenfrenado de tirar la casa por la ventana, decidió preparar raciones únicas de unos ciento cincuenta gramos cada una. Hasta que se contuvo. Al fin y al cabo, se supone que somos clase media.

En Barnard, escribir una tesina titulada «Las clases sociales: de 1945 a nuestros días» había parecido osado porque los norteamericanos se tenían muy alegremente por personas que estaban más allá de las clases. Pero eso había sido antes del legendario bajón económico que coincidió fatalmente con el final de su carrera universitaria. A partir de ese momento, los norteamericanos empezaron a hablar solamente de las clases sociales.

Florence había decidido encarnar un personaje brusco y práctico, y la autocompasión no le sentaba bien. Gracias a los fondos que su abuelo destinaba a los estudios de sus descendientes, las deudas que había contraído pagándose una formación que no servía para nada eran menos onerosas que las de la mayoría de sus amigos. Es posible que envidiara el aspecto de su hermana, pero no su vocación; en privado pensaba que esa práctica terapéutica alternativa llamada «PhysHead» era una patraña absolutamente inservible. Comprar una casa en East Flatbush había sido una decisión sensata, pues el barrio, antes muy dejado, se había valorizado. En Mumbai, los indios se manifestaban porque no podían permitirse comprar verduras; ella, al menos, aún podía darse el lujo de comprar cebollas. Técnicamente, Florence podía ser una «madre soltera», pero en su país había más madres solteras que casadas, y hasta la expresión había caído en desuso.

Con todo, sus padres nunca parecieron entenderlo. Aunque se desvivían proclamando lo «orgullosos» que estaban, la implicación de que, ya cuarentona, su hija mayor necesitara que la animaran como a una adolescente era un insulto. Ahora, las lisonjas por el trabajo que hacía en el albergue eran insoportables. Florence no había aceptado ese trabajo porque fuese una actividad loable; lo había aceptado porque era un trabajo. El albergue prestaba un servicio público fundamental, pero, en un mundo perfecto, ese servicio lo habría prestado otro.

No puede negarse que sus padres habían tenido sus propias penalidades. Carter, el padre, se había sentido subestimado durante mucho tiempo en la prensa escrita, atascado años y años en el Newsday de Long Island sin conseguir nunca arañar los puestos influyentes y mejor remunerados, para los que, en su opinión, ya había pagado un buen peaje. (Además, parecía sentirse siempre aventajado en relación con su hermana Nollie, quien, en su opinión también, no había pagado nada y cuyos libros, según él mismo había insinuado más de una vez, estaban sobrevalorados.) Con todo, hacia el final de su carrera pudo por fin entrar en su amado New York Times (que Dios lo tenga en su santa gloria). Trabajó únicamente en la sección del Motor y, más tarde, en la dedicada al sector inmobiliario, pero conseguir un empleo en el periódico que más respetaba fue un tributo a la profesión a la que había dedicado toda su vida. Jayne, la madre, pasaba como mejor podía de un proyecto apocalíptico a otro, pero había llevado la muy adorada librería Shelf Life antes de que quebrase; y también la tienda de productos comestibles artesanales –delicatessen– de Smith Street antes de que la saquearan durante la Edad de Piedra y ella quedase demasiado traumatizada para volver a poner un pie en ella. Y tenían su propia casa, ¿verdad? ¡Libre de cargas! Siempre habían tenido coche. Habían tenido los problemas habituales para conciliar la vida familiar con la carrera profesional, pero tenían una carrera, no trabajos anodinos de otra época. Cuando Jayne quedó embarazada de Jarred, un poco tarde en la vida, les preocupó la diferencia de edad entre el nuevo crío y sus dos hijas, pero ninguno de los dos se angustió por si podían permitirse o no tener otro hijo como se había angustiado Florence cuando quedó embarazada de Willing.

Entonces, ¿cómo iban a comprender las dificultades de su hija mayor? Después de acabar los estudios, Florence tuvo que vivir seis largos años con ellos en Carroll Gardens, y ese gran manchón donde no había nada seguía arruinando su currículum. Al menos, Jarred, su hermano menor, ya estaba en el instituto y podía hacerle compañía, pero, tras haberse deslomado para sacarse esa bobada de licenciatura, fue humillante tener que dedicarse a probar recetas originales de brownies de mantequilla de cacahuete y pepitas de chocolate con sabor a menta. Durante la llamada «recuperación» pudo por fin mudarse, y compartió pisos pequeños y asquerosas habitaciones alquiladas con gente de su edad que incluso tenía diplomas de la Ivy League en historia o ciencias políticas y que también preparaba café hervido, subía a los autobuses con mesas y vendía esos viejos teléfonos inteligentes que se hacían añicos y que había que llevar a cargar continuamente a las tiendas de Apple. Ni uno solo de los trabajos de mierda que había pillado desde entonces tenía la más mínima relación con sus cualificaciones oficiales.

Cierto, los Estados Unidos salieron de la Edad de Piedra más rápidamente de lo que se había predicho. Los restaurantes de Nueva York volvieron a llenarse hasta los topes y la Bolsa conoció un momento de auge. Sin embargo, Florence no se había informado sobre si el Dow estaba a 30.000 o a 40.000 porque nada de esas frenéticas subidas les reportaba beneficio alguno a Willing, a Esteban y a ella. Así que, tal vez, no eran clase media. Es posible que la etiqueta fuese meramente el residuo de ser hija de una familia culta y amante de la literatura, eso a lo que uno se aferra para distinguirse de gente que, económicamente, no estaba mucho peor. No había muchos platos que pudieran prepararse únicamente con cebollas.

–¡Mamá! –gritó Willing desde la sala–. ¿Qué es una divisa de reserva?

Limpiándose las manos con el paño de cocina –el agua sucia y fría no le había servido para quitarse la grasa de las hamburguesas de cerdo–, Florence encontró a su hijo recién lavado, con el pelo oscuro y aún húmedo todo alborotado. Aunque ese año había dado un estirón de unos cinco centímetros, el chico era delgado y todavía un poco bajito si se pensaba que le faltaban tres meses para cumplir los catorce. Era muy travieso de pequeño. No obstante, desde aquel fatídico marzo de hacía ya cinco años, había estado…, bueno, no asustado exactamente –no era infantil–, pero sí vigilante. Era demasiado serio para su edad y demasiado callado también. A veces Florence se sentía incómodamente observada, como si viviese bajo el ojo de una cámara de seguridad que no pestañeaba nunca. No sabía qué podía querer ocultarle ella a su propio hijo. Así y todo, lo que mejor protege la privacidad no es la ocultación, sino la apatía, el hecho de que otras personas simplemente no se interesen por uno.

Milo, más bien apagado para ser un cocker spaniel –aunque esa arruga perpetua en la frente, señal de aprensión, podía sugerir una gota de sangre de perro de San Huberto–, estaba dormido junto a su amo, la barbilla apoyada con tristeza en el suelo. El pelo color chocolate era bastante lustroso, pero los ojos marrones tenían una expresión preocupada. Menuda pareja…

Como era típico a esa hora de la noche, Willing no estaba apalancado delante de los extraterrestres y los señores de la guerra de los videojuegos, sino viendo las noticias por televisión. Qué gracia…, porque llevaban años prediciendo la muerte de la televisión. Las cadenas emitían en streaming, pero el formato había sobrevivido –el televisor seguía siendo la chimenea, el hogar comunitario, y un aparato de uso personal nunca podría sustituirlo del todo–. En una época en que los periódicos ya habían desaparecido en casi todo el mundo, la prensa escrita estaba copada por una chusma de aficionados que pregonaban noticias no verificadas y siempre con un sesgo ideológico. Las noticias televisadas eran casi la única fuente de información en que Florence confiaba ligeramente. Hoy el dólar ha caído por debajo del cuarenta por ciento del… refunfuñaba un presentador.

–No tengo ni idea –tuvo que admitir Florence–. ¿Divisa de reserva? No sigo todo ese horror de la economía. Cuando terminé la carrera en la universidad, la gente sólo hablaba de esas cosas, sobre derivados y tipos de interés, y sobre algo llamado el LIBOR. Me harté de todo eso. Además, no me interesaba.

–¿No es importante?

–Lo que no es importante es que yo me interese por esos temas. Te juro que durante años leí los periódicos de la primera página a la última. Que me enterase de alguna de esas cosas, y de la mayoría de ellas me he olvidado, no ha influido en mí ni un ápice. Te soy sincera, ojalá me devolvieran todo ese tiempo. Creía que echaba de menos los periódicos, pero no.

–No se lo digas a Carter –dijo Willing–. Herirías su sensibilidad.

Florence seguía estremeciéndose cada vez que oía decir «Carter». Sus padres habían rogado a todos los nietos que los llamaran por el nombre de pila. Como «sólo» tenían cincuenta y cincuenta y dos años cuando Avery tuvo a su primer hijo, se habían resistido a que los llamaran «abuela y abuelo», en la creencia de que eran sustantivos que connotaban una condición geriátrica con la que no podían identificarse. Es obvio que imaginaban que ser «Jayne y Carter» para la próxima generación daría lugar a una camaradería íntima e igualitaria, como si ellos no fueran los ancianos de la familia, sino auténticos amiguetes de sus nietos. Es de suponer también que rechazar la convención los convertía en personas audaces y avanzadas; pero, para Florence, era forzado: su hijo hablaba de los padres de su madre con más familiaridad que ella. La negativa a aceptar que los llamaran por lo que en realidad eran –los abuelos de Willing, les gustase o no– sugería cierto autoengaño, y, por tanto, era un puro signo de debilidad, algo que le daba vergüenza ajena en caso de que ellos no tuviesen el tino de sentirse avergonzados por cuenta propia. Ese colegueo forzado no alentaba la intimidad, sino una mera falta de respeto. Más que remotamente inconformista, el numerito «Jayne y Carter» era, entre los retoños de la explosión demográfica, aburridamente típico.

No obstante, no debía descargar su exasperación en Willing, que se limitaba a hacer lo que le habían dicho que hiciera.

–No te preocupes, a tu abuelo nunca le hablaré mal de los periódicos –dijo Florence–. Pero incluso durante la Edad de Piedra todo el mundo pensaba que eran horrorosos, y en algunos aspectos lo eran. Pero ¡qué caray! Para mí, liberarme de todo ese barullo fue genial –añadió, levantando las manos–. ¡Perdón! ¡Fue natural! Todo empezó a parecerme ligero, sereno, despejado. Nunca había sido consciente de que un día podía ser tan largo.

–Has vuelto a leer libros.

La mención de la Edad de Piedra puso a Willing en modo pensativo.

–¡Bueno, los libros no duraron! Pero tienes razón, volví a leer libros. De los de antes, con páginas de papel. La tía Avery dijo que era «pintoresco».

Florence le dio una palmadita en el hombro y dejó que siguiera viendo el Informativo Más Aburrido del Mundo. Por Dios, debía de ser la madre del único chico de trece años de Brooklyn que se interesaba por las noticias de economía.

Mientras probaba el arroz, intentó recordar lo que el raro de su hijo había afirmado sobre la recrudescencia de la desnutrición en África y en el subcontinente después de los increíbles progresos de esas dos regiones del planeta. Era indignante que los pobres sencillamente no tuvieran nada que llevarse a la boca, se había lamentado ante Willing, cuando en el mundo había comida de sobra. «No, no hay», había replicado él, torpemente, y prosiguió recapitulando la retorcida explicación de su bisabuelo, algo así como: «Sólo parece que hay comida de sobra. Si damos a los pobres más dinero, los precios subirán aún más y esa gente seguirá sin poder comprar comida.» Cosa que no tenía el menor sentido. Cerca de Willing, Florence debía vigilar más estrictamente la propaganda del abuelo. El anciano era de credo liberal, pero ella nunca había conocido a nadie con dinero que no tuviese instintos conservadores. Uno de esos instintos consistía en hacer que lo moralmente obvio (aunque fiscalmente molesto) pareciese terriblemente complicado. Por ejemplo: ¿El arroz es demasiado caro? Pues demos a la gente el dinero para comprarlo. Vaya obviedad.

En la escuela, Willing parecía muy apático y apocado, pero de puertas adentro el chico podía crecerse bastante.

–Ah, me olvidaba. He quedado para charlar con mi hermana después de la cena –le dijo Florence a Esteban cuando él entró a buscar una cerveza fría–. Espero que no te importe fregar los platos.

–Si me dejas usar agua de verdad, fregaré los platos todas las noches.

–El agua gris es bastante verdadera. Lo que pasa es que no es especialmente clara.

Como no quería tener la misma discusión todas las noches, la alivió ver que Esteban cambiaba de tema cuando el cerdo ya empezaba a crepitar.

–Esta tarde me he reunido con el grupo nuevo que vamos a llevar a Mount Washington –dijo Esteban–. Ya hemos identificado al liante. Nunca son los clientes débiles y patéticos los que nos crean problemas, sino los gerontos que se creen superhé- roes. Hombres, por lo general, aunque a veces es una vieja dura de pelar que piensa que sigue teniendo treinta y cinco años, se estira el cuello con celo y se gasta varios cientos de miles de dólares en cirugía estética.

Esteban sabía que a Florence no le gustaba que hablase de sus clientes con ese desprecio, pero era probable que tuviera que desahogar su frustración sin que ellos lo oyeran.

–¿Y quién es el problemático? Vaya…, esta carne rezuma agua. Las hamburguesas saldrán hervidas.

–Debe de tener más de ochenta. Los bíceps nervudos, pero se nota que es octogenario. Vive en el gimnasio y no se ha dado cuenta de que ahora está haciendo curls con barras de madera de balsa en las pesas. Pasó olímpicamente de mi simulacro de seguridad. Lo único que preguntó fue cómo manejábamos el hecho de que la gente tenga «distintos ritmos» y de que a algunos escaladores les guste «superarse». Un ejemplar típico. Son corredores, o lo fueron, pero antes de llevar prótesis dobles de cadera y cinco operaciones de corazón no invasivas. Puedes estar segura de que tienen dinero, y de que antes del comienzo de los tiempos ya tuvieron una embolia. Por eso nadie se atreve a decirles que son jodidamente viejos. Normalmente, sus médicos, o el cónyuge, han dictado la ley que les prohíbe adentrarse en los bosques sin alguien que los recoja si caen por un barranco y se rompen las piernas, pero a ellos no acaba de gustarles la idea de hacer senderismo en grupo y siempre miran a los otros perdedores artríticos pensando: ¿Qué hago yo con estas cacaviejas…? Cuando en realidad son todos iguales. No acatan las instrucciones y no esperan. Son los que tienen accidentes y consiguen que Over the Hill tenga mala fama. En una excursión en canoa, son los que se lanzan en solitario y se equivocan de afluente; después somos nosotros los que tenemos que abandonar a toda la expedición para buscarlos. Porque no les gusta seguir a un guía y menos a un guía latino, claro. Les da rabia que ahora los latinos seamos los amos del cotarro, puesto que alguien tiene que…

–Basta –dijo Florence, echando la col dentro de algo que ya empezaba a parecer una sopa de cerdo–. Olvídalo. Estoy de tu lado.

–Ya sé que todo este rollo te harta, pero no tienes ni idea de las oleadas de resentimiento que me lanzan todos los días. Siempre están cabreados, y quieren volver a dominar aunque se consideren a sí mismos progresistas. Siguen queriendo que se les reconozca el mérito de ser tolerantes sin aceptar que uno sólo «tolera» lo que no puede soportar. Además, nosotros tenemos que tolerar sus graznidos igual que ellos tienen que aguantarnos a nosotros. Éste es nuestro país del mismo modo en que lo es de esos gringos del pasado. Y sería aún más nuestro si esos inseguros cretinos blancos se dieran prisa en morir.

La Autora Se Consagró Con tenemos Que Hablar De Kevin Foto Anagrama

¿Quién es Lionel Shriver? Nació en 1957, en Carolina del Norte. Periodista y escritora, estudió en la Universidad de Columbia, ha vivido en Nairobi, Belfast y Bangkok, y en la actualidad reside en Londres. Después de varias novelas, en el año 2005 ganó el prestigioso Premio Orange con Tenemos que hablar de Kevin, que se convirtió en un best seller internacional y consagró a la autora.

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