En su libro Retrato de arquitecto con ciudad editado por Artes de México, Teodoro González de León comprende el diseño y la configuración de espacios, no como elementos aislados de su entorno, sino como obras que establecen un diálogo continuo con la ciudad; entidad que las rodea y las concibe en un entramado vivo y complejo de colindancias.
Por Ivana Melgoza Macías
Ciudad de México, 24 de mayo (SinEmbargo).- Creo recordar la primera vez que visité el Museo Tamayo, cómo se colaba aquella estructura de concreto entre los árboles como una figura de piedra colosal enclavada en el paisaje. Me acerqué por curiosidad a esa arquitectura oculta entre los fresnos, tal vez olía a pasto recién cortado ese día junto con el olor dulzón de la contaminación de los autos en la avenida. La sensación de haber encontrado un claro o una cueva en medio del bosque se contrasta con la presencia de los edificios de Reforma, saber que te encuentras en el centro de la ciudad.
Teodoro González de León, al diseñar este recinto, tuvo presente la impresión de apertura progresiva que daría el edificio a través del patio como introducción al espacio y mediador entre el exterior y el interior. Retoma la experiencia de desplazarse por el edificio como experiencia estética, intuimos que también la arquitectura es un arte del tiempo que nos implica en su habitar(se) y que los volúmenes no son cualidades pasivas del espacio, nos afectan.
En su libro Retrato de arquitecto con ciudad editado por Artes de México, González de León comprende el diseño y la configuración de espacios, no como elementos aislados de su entorno, sino como obras que establecen un diálogo continuo con la ciudad; entidad que las rodea y las concibe en un entramado vivo y complejo de colindancias. “La ciudad como una gran arquitectura colectiva” es creada por sus habitantes y no puede concebirse desde un sólo punto de vista que la proyecte y delimite en sus funciones y usos. Es un cuerpo vivo que contiene prácticas de creación y destrucción complementarias, como un organismo que va modificando las células que lo conforman.
El libro se divide en tres partes principales y una última reflexión, las cuales abordan la trayectoria inicial de González de León, su acercamiento teórico a la ciudad y una serie de textos acerca de los proyectos para espacios de arte que llegó a diseñar. En los primeros capítulos contamos con un acercamiento privilegiado a los inicios de la carrera del arquitecto, quien trabajó con Mario Pani y Le Corbusier en momentos clave de su formación artística e intelectual.
El autor nos presenta la rutina de Le Corbusier: la organización de los objetos en su estudio, una breve traza de su vida cotidiana, la materialidad que cobijó el espacio de trabajo de ambos arquitectos, recordándonos que toda obra tiene sus espacios particulares de creación. Sin embargo, el Movimiento Moderno, del que Le Corbusier y González de León fueron representantes, vería sus tesis cuestionadas ya que, como expresa el autor: “pese a su riqueza es un sistema, y todo sistema se agota y empobrece el arte”. Entiende que cualquier intento de abolir el azar en la planeación urbana y arquitectónica acaba por volver estéril su campo. Así toma distancia frente a los ideales “mesiánicos” del funcionalismo y la despersonalización del espacio que dicha corriente implicaba para apostar por una arquitectura que responda a su entorno y no sea concebida como un mero proceso científico de construcción de estructuras. Tiene presente que el arquitecto ha de aprender su oficio en la práctica, “Con el tiempo he aprendido que cada obra tiene su propia geometría y que uno la va inventando, o descubriendo”. De esta forma, el libro va hilando las vivencias de Teodoro González de León con las ideas que desarrolla en sus textos y se reflejan en sus obras.
Los espacios modifican nuestras prácticas, condicionan las formas en que interactuamos. La arquitectura que se conserva a lo largo del tiempo y los diálogos que podamos entablar con ella pueden tener un efecto decisivo en la conformación de un barrio, la memoria urbana que lo orbite y la coexistencia de diversas “capas históricas” que ésta posibilite. Aquí se hace patente la responsabilidad del arquitecto como creador de lazos e interacciones sociales a partir de la composición de espacios, los cuales tienen una capacidad particular de irradiar y propiciar el entorno social que los rodea, cuestión que expone de manera acertada: “aspiro a configurar el espacio para que la gente se encuentre; que el proyecto gire alrededor, converja en lugares de convivencia”.
El patio, en este aspecto, es un tópico central en su obra: su composición propicia la reunión, es el punto de encuentro por excelencia en el que convergen las relaciones, tanto formales como sociales o íntimas, del edificio. En el Museo Tamayo, dicho elemento ayuda a vincular el espacio de exhibición con el terreno que lo circunda. González de León recuerda que “Fue ahí donde aprendí las virtudes del espacio central distribuidor en arquitectura, su eficacia para organizar programas complejos, su valor como congregador, como formador de lazos comunales”.
Este libro ayuda a pensar, ahora más que nunca, en espacios entrañables que nos han rodeado, “escenarios que nos representan y que nos identifican” como aquella arquitectura un poco perdida en el Bosque de Chapultepec a la que acudo como pretexto para esta reseña y la cual me habita.