Author image

Alma Delia Murillo

24/05/2014 - 12:02 am

Furia

‘No te enojes’ es una frase impensada, una respuesta automática, recurrente. Un consejo que solemos escuchar y que si se repite tanto a lo largo de la vida ha de ser porque no funciona. Hay furias que devastan pero otras que revitalizan, que mueven, que derrumban lo que debe ser derrumbado, que matan para que […]

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer beco B3cocom

‘No te enojes’ es una frase impensada, una respuesta automática, recurrente.

Un consejo que solemos escuchar y que si se repite tanto a lo largo de la vida ha de ser porque no funciona.

Hay furias que devastan pero otras que revitalizan, que mueven, que derrumban lo que debe ser derrumbado, que matan para que la muerte ceda paso a la vida. Rabias que permiten renacer.

Y no se puede vivir toda la vida evadiendo el conflicto, evitando al enojo. O se puede sí, con el riesgo de quedarnos viviendo al margen de nosotros mismos.

Porque el enojo duele en el vientre, arde en la cara, parte las mejillas, taladra el pecho y nos obliga a levantarnos de la silla.

Nos enojamos para no hacer implosión, literalmente para no rompernos hacia adentro.

Casi todas las teorías psicológicas apuntan a que el suicidio como resultado de la depresión tiene su origen en años de ira contenida ante abusos o experiencias en las que debimos defendernos pero no pudimos hacerlo; de agresividad necesaria que no encontró salida y la fuimos guardando, ejerciendo contra nosotros mismos.

Así que ya estuvo con la recomendación “no te enojes”.

Por lo menos en términos individuales y parafraseando a Mario Benedetti, defender el enojo es tan legítimo como defender la alegría porque de las dos emociones estamos hechos.

Lo que hay que hacer es preguntarse por qué pues el enojo es producto, hijo, parto, resultado de la gestación de otra cosa; de otra emoción que generalmente suele ser el miedo.

Estos son tiempos de rabia, sin duda. Tiempos de ira.

¿Pero por qué? ¿Por qué estamos tan enojados?

Si detrás del enojo hay miedo, detrás del miedo siempre hay dolor, escarbando encontraremos una experiencia que zanjó el alma; una herida o varias que se vuelven vitalicias y no queda más que aprender a domarlas y vivir con ellas.

El mundo tal y como hoy lo habitamos está construido para fomentar la sensación de injusticia, de abuso, de resentimiento.

Los mensajes sociales bordean en la esquizofrenia y van formando esta caterva de destartalados emocionales que somos: primero dale que te pego con el discurso del éxito, de ser un ganador, de no rendirse; deseables estatus contemporáneos que requieren de un chingo de rabia para competir por el primer lugar y luego la recomendación es “no te enojes”, “sé zen y tolerante”. Ohquela. O sea que sí pero no o sí pero poquito.

La realidad es que entendemos poco: porque un zen es un renunciante que no está sometido a ninguna práctica productiva, no se entrega todos los días al tráfico ni a la competencia; es alguien que decide romper el molde del estándar porque no le viene bien, porque lo asfixia, porque lo deja sin espíritu. Pero nosotros lo mezclamos todo porque pensamos que los conceptos son experiencias. Qué desorientados andamos, me cae.

Lamentaciones aparte y a propósito de la ira colectiva quiero compartirles otra de las enseñanzas de la Filosofía de Taxi que se me presentó ayer, vaya que son sabios y no presumen de autores ni andan publicando libros de orientación para la vida.

“Es que son muchos años, señorita”, eso me dijo el taxista que me llevó a la oficina del INFONAVIT para arreglar un trámite que mejor ni les cuento porque nos tomaría de aquí al próximo siglo.

 “Han sido años de suplicar por un lugar en la clínica de salud, años de mendigar por un lugar en las universidades, años de pedir seguridad, pavimento, oportunidades pues. Así ha sido siempre, desde niños”.

Alternando sus reflexiones con una risa peculiar, rayana en la histeria, el hombre me contó que él vivió en San Bartolo Ameyalco pero que se fue de ahí porque quería habitar en un lugar mejor.

Están hartos y enojados, señorita; continuó.

Lucharon por dignidad, como los güeyes de las autodefensas en Michoacán que sí son hombres, que pelean por su vida. Es como me dice mi esposa: si te asaltan en el taxi, dales todo, no pelees. Pero yo le contesto que no le puedo prometer nada porque no sé cómo voy a reaccionar, si me apuntan con un arma, si me encañonan y me amenazan de muerte, a la mejor no les doy todo y peleo por mi vida, ¿no?, ¿a poco no sería lo más natural, lo más humano?

Miro su rostro por el retrovisor. Pelo bien recortado, bigotito al estilo de los años veinte, (vintage, diría una revista de moda), un poco regordete pero de mirada dura, mortífera.

Y siguió hablando a borbotones: por ejemplo yo tengo un amigo que es policía, él se tiene que comprar los uniformes y las cosas esas que se cuelgan para protegerse mientras que los magistrados que se retiran tienen una pensión vitalicia como para remodelar toda mi colonia, no se vale. ¿Cómo no vamos a estar enojados? Mi amigo anda bien jodido y arriesga su vida porque no le queda de otra pero los de Ameyalco la arriesgaron por dignidad, porque les quieren quitar el agua. O sea, yo sé que no está bien, señorita, que hay un momento en el que no se controla la violencia pero a veces lo de ser pacifista no sirve para nada.

Yo trataba de recordar esta frase que se le atribuye a Aristóteles.

Todos pueden sentir enojo, eso es fácil. Pero sentir enojo con la persona adecuada, en el nivel correcto, en el momento justo, por un motivo justificado y de la manera adecuada, eso no es fácil.

Y vuelvo al asunto: con la rabia hay que preguntarse por qué pero también hay que gritar, llorar, dejar que el cuerpo haga catarsis para que después en su inmensa sabiduría conecte con el alma y mande un mensaje importante, uno que sin duda será revelador si afinamos la sesera y la intuición para comprenderlo.

“Que Dios me la bendiga, señorita” me dijo cuando llegamos a mi destino. Y me sonó tan cálido, tan cariñoso, que a pesar de mi frustración anticipada, se me compuso la cara antes de entrar en las oficinas al trajín del papeleo.

Todavía escucho su risa, todavía pienso en sus palabras.

Y debo decir que sí, que hay que tener cuidado con la guerra del agua, la guerra del futuro. Si los habitantes de San Bartolo alegan que los están dejando sin agua para llevarla a un centro comercial, por algo será; no sería raro que dentro de algunos años nos enterásemos que era cierto. Alguien me refirió la presa de Hoover, esa que alimenta Las Vegas y devasta tanto a su alrededor. No digo que no se hagan obras, es sólo que albergo muchas preguntas ¿tenemos que cometer siempre los mismos errores de planeación que favorecen a unos y arruinan a otros?

Otra cuestión, ¿si hicieran fracturas hidráulicas para la obra de San Bartolo, ello no incrementaría la actividad sísmica en el Valle de México? No lo sé, pregunto.

Una más: ¿qué se hace con la furia de un pueblo?, el taxista con su vehemente discurso me remitió irremediablemente a la Fuenteovejuna de Lope de Vega.

Y la última para mi consumo personal, ¿por qué estoy tan enojada?

Traigo una infección feroz en vías respiratorias que no puedo ni hablar. Y tengo por mandato esperar durante más de un mes una de las respuestas más importantes de mi vida. Así que estoy que me carga la chingada pero supongo que me dejaré llevar a donde la chingada diga, total: conozco bien el camino de regreso.

@AlmaDeliaMC

author avatar
Alma Delia Murillo
author avatar
Alma Delia Murillo
en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas