En medio de la pandemia mundial, hoy recordé que en un hospital la perdí.
Ciudad de México, 24 de marzo (SinEmbargo).– “El corazón de tu mami dejó de latir”, me dijo la doctora. “Vas a poder entrar a verla, sólo colócate una bata, guantes y cubrebocas”, agregó. Obedecí y caminé hacia el espejo. Me lavé las manos y luego fui hacia la cama en la que mamá había estado los últimos días. Recuerdo que toqué su mano. Recuerdo que estaba fría. El color de su rostro había cambiado. Era noviembre de 2013. Desde entonces evito los hospitales. Si no me equivoco, en los últimos siete años fui unas tres o cuatro veces. Y es que ahí, en los nosocomios, regresa esa herida.
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“Dada la contingencia de COVID-19 y por su seguridad, se difieren las citas de consulta temporalmente a partir del 20 de marzo de 2020. Únicamente se atenderá a los siguientes pacientes: urgencias, post-operados, oncológicos, nefrópatas, hematológicos”, dice un letrero en el Hospital General de México. Frente al mensaje hay unas cien personas esperando. Cada una está a centímetros de distancia. Cada una ignora las indicaciones de Susana Distancia, la heroína de moda.
Un hombre que se autonombra capellán sermonea a los presentes. Dice que no hemos hecho caso al manual de la vida. Habla sobre Dios y la fe. El sol, pintado de Apocalipsis, le pega en la cara. Él salta y nos recrimina los tiempos de guerras y terremotos. Pero dice que no es el fin del mundo. Un joven se acerca una estopa con thinner mientras lo escucha. Ese mismo joven prepara la garganta y escupe al suelo. Lo hace tres veces. Parece que tiene una enfermedad respiratoria. ¿Y cómo no? Está tirado en el suelo frío. Está tirado mientras el “capellán” lo regaña.
Hoy volví al hospital y recordé otras 100 cosas por las que lo evito.
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Mónica Vargas Sepúlveda, mi mamá, se puso muy mal esa tarde. Llevaba días diciendo que estaba enferma del estómago, pero ese 12 de noviembre su voz cambió. No articulaba las palabras. Recuerdo que al departamento llegaron los compas del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas (ERUM). La subieron a una camilla y la sacaron. Nos fuimos sobre el carril del Trolebús en el Eje Central, en sentido contrario, hacia el Hospital Adolfo López Mateos. Mamá no estaba enferma del estómago. Sus riñones llevaban días fallando. Ella también evitaba los hospitales. No sé exactamente la razón, pero tal vez era porque a finales de los noventas inició un tratamiento por una trombosis que sufrió. O tal vez era porque ahí se acordaba de Carlos, su hermano que enfermó de cáncer y murió cuando eran niños.
Creo que la última vez que escuché la voz de mamá fue cuando le dijo a una enfermera que a mí me podía entregar su ropa y pertenencias. Fue ese mismo 12 de noviembre. En la noche aceptó que la durmieran para tratarla. No volvió a despertar. Murió 12 días después, el 24 de noviembre. Al final sufrió un choque séptico, decía el acta de defunción.
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Cruzando la calle hay una coladera vomitada. Y más allá, un hombre que usa la tierra y un escalón como almohada. Y más acá, a metros de la entrada al Hospital General, un charco verdoso que rodea las casetas telefónicas. Entre los que aguardan en la sala de espera hay adultos mayores. Unos traen cubrebocas, otros no. Hay gente que tose con la boca cerrada y hay gente que tose a los cuatro vientos. Eso sí, los segundos no se salvan de que los demás volteen a verlos feo.
Frente al puesto de periódicos en Doctor Balmis, un médico se acomoda la bata y prende un cigarro. A metros de él, una doctora hace lo mismo. Tal vez no saben que el tabaquismo mata a millones cada año. No, sí saben. ¿Cómo no van a saber?
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Ese día, el 24 de noviembre, me tocó la guardia de la mañana. Me paré como pude, ni me bañé. Tomé el camión junto al Metro Ermita y llegué al Hospital Adolfo López Mateos, en el 1321 de Avenida Universidad. Me senté en una butaca y al rato me dio hambre. Si no me equivoco, me desayuné unos chocoroles con un chocolate caliente. Azúcar y azúcar. Tal vez yo no sabía que la diabetes mata a cientos de miles al año. No, sí sabía. ¿Cómo no voy a saber?
Si tampoco me equivoco, a las 11:00 horas era cuando se podía subir a ver a los familiares en el área de terapia intensiva. Fue eso lo que me alertó.
Todavía no eran las 11, pero ya faltaba poquito cuando desde el altavoz mandaron llamar a los familiares de Vargas Sepúlveda. “¿Para qué llaman si falta poco para la hora de visita?”, me pregunté. De inmediato lo supe: mamá había muerto. La doctora iba a confirmármelo en unos minutos.
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Estuve un rato en el Hospital General. Traté de guardar distancia, pero a veces es imposible. Tuve contacto, por ejemplo, con el compa que me vendió una pluma para escribir en un folder los detalles que incluiría en el texto. Tuve contacto, en otro ejemplo, con el don que me vendió un refresco.
Luego volví a casa caminando. En el trayecto vi que las farmacias anuncian que los tapabocas y los productos para desinfectar se acabaron. También vi a empleados de negocios parados en las puertas, esperando a que alguien salga de su confinamiento y les compre. También vi un velatorio que promete sus servicios las 24 horas.
En las calles hay murmullos. La magna está en 16.99 y la premium en 19.99. Se habla de casos confirmados. Se habla del cierre de cines, bares, teatros, gimnasios y demás lugares concurridos. Es lunes, pero parece domingo. Van cuatro muertos, dos en la Ciudad de México. Todo transcurre en cámara lenta. Al Hospital fui a recordar. También a imprimir detalles. Van 367 infectados en todo el país.
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Mónica fue maratonista. Entre los papeles que me heredó se encuentra un certificado de cuando concluyó, en 1998, los 42 kilómetros y 195 metros del Maratón de la Ciudad de México. Los domingos se iba al Bosque de Chapultepec para entrenar.
Mónica fue maestra de inglés en secundarias de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y en la Facultad de Estudios Superiores Aragón de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Aprendió el idioma desde niña y lo enseñó durante toda su vida.
Mónica era hija de Guadalupe Sepúlveda y Noé Vargas. Su mamá murió en 2011 y creo que eso desencadenó que se deteriorara su cuerpo. Alguna vez dijo que vivía con depresión desde que había perdido a la abuela Lupita. Ambas descansan en las criptas de la Catedral Metropolitana, en el Centro Histórico de la capital…
Hoy recordé todo eso porque visité un hospital. Y fue en un hospital donde la perdí.