No era ningún secreto que dentro del Hogar Seguro Virgen de la Asunsión se cometían abusos. La justicia había intervenido antes: Dos empleados del centro -un profesor, Edgar Rolando Diéguez Ispache, y un albañil, José Roberto Arias Pérez- fueron detenidos en 2013 y 2014 por violar niñas.
Por Alberto Arce y Sonia Pérez D.
Guatemala, 24 de marzo (AP).- Cuando el bombero Daniel Perpuac cruzó la puerta del aula, el calor aún era insoportable. Vio cuerpos amontonados de niñas en el suelo. Muchas ya estaban muertas, pero oyó un gemido.
Una se movió y al darle la vuelta vio cómo le salían llamas de la boca.
«No puedo olvidar eso», dijo Perpuac, consternado por el dolor, el recuerdo y la impotencia. «Le doy vuelta a la siguiente y sale aquella humazón, aquel olor a carne asada, a carne quemada».
Aunque hubiera llegado antes, no habría podido hacer mucho: los bomberos no llevaban bombas de agua. Nunca les dijeron que iban a un incendio.
El incendio el 8 de marzo en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción inició con un fósforo y al final dejó 40 niñas muertas. Un día antes se amotinaron, huyeron y fueron detenidas. La policía las devolvió al centro, donde fueron encerradas. Algunas decidieron prenderle fuego a un colchón para protestar por los abusos que sufrían, varios denunciados y documentados por diversas instituciones mucho antes de que el fuego las matara y a los que ninguna autoridad respondió.
El colchón prendido cayó sobre otros y el fuego se extendió, quemando a las cerca de 60 niñas que las autoridades calculan había en un espacio de escasos 50 metros cuadrados.
El albergue se ubica en San José Pinula, al este de la capital, en una colina repleta de árboles, que amanece cada mañana cubierta de niebla. En medio del bosque, el centro está rodeado por muros y alambradas, y los menores que vivían ahí lo consideraban una cárcel.
Tenía una capacidad máxima para 500 personas, pero ahí vivían unos 700 menores, incluidos algunos bebés, de ambos sexos, según un documento de diciembre de 2016 del Consejo Nacional de Adopciones. Algunos de los dormitorios duplicaban su capacidad.
La mayoría de los internos no había cometido ningún delito. Los juzgados los habían enviado ahí para protegerlos de abusos en el hogar, de orfandad, de la vida en las calles, de la drogadicción. Había incluso migrantes retornados. Sus familias eran tan pobres que no podían pagar los poco más de 50 dólares que costaba contratar un abogado para sacarlos y llevarlos a casa.
Una vez dentro, perdían su escolaridad. Sin fondos, las clases en el centro se limitaban a seis horas por semana en aulas con hasta 80 estudiantes.
No era ningún secreto que dentro se cometían abusos. La justicia había intervenido antes: Dos empleados del centro -un profesor, Edgar Rolando Diéguez Ispache, y un albañil, José Roberto Arias Pérez- fueron detenidos en 2013 y 2014 por violar niñas.
Arias, que violó a una niña discapacitada, cumple una condena de 8 años. Diéguez aún está bajo proceso.
Tanto la Procuraduría General de la Nación como el Consejo Nacional de Adopciones emitieron informes en 2016 pidiendo el cierre del lugar. La Procuraduría de los Derechos Humanos de Guatemala llevó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, aunque el Estado guatemalteco nunca respondió.
Y LOS ABUSOS CONTINUARON
No era extraño que los menores internos escaparan del lugar. Hasta noviembre de 2016, y en dos años, se habían fugado 233 menores del centro, según un reporte de la Procuraduría General de la Nación.
Poco antes, hubo otra fuga. The Associated Press tuvo acceso al caso de una menor de 16 años que huyó el 30 de octubre y quien ha denunciado varias violaciones. No se menciona su identidad por ser menor y víctima.
Escapó de su casa en agosto de 2016 tras ser extorsionada por una pandilla durante un año. El día 13 le dijo a su madre que había encontrado trabajo y que llegaría tarde a casa. No regresó. Quería protegerse y proteger a su familia.
«Me abrazó más fuerte de lo normal aquel día», recuerda su madre, quien poco después presentó una denuncia por desaparición. El 22 de agosto las autoridades la encontraron y la enviaron al Hogar Seguro Virgen de la Asunción contra su voluntad y la de su madre. Ambas lloraron.
La niña se despidió de su madre. «Mamá, sácame de aquí», recuerda que fue lo último que aquel día le dijo su hija.
El Hogar Seguro no tenía un protocolo de visitas. No volvieron a verse hasta un mes después, durante una audiencia ante el juez el 13 de septiembre. El Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), una histórica organización de búsqueda de desaparecidos por la violencia de la guerra y la represión política en Guatemala, tomó el caso de la menor.
Alejandro Axpuac, del GAM y abogado de la menor, cuenta que la niña apareció golpeada y rodeada de personal del albergue que ejercían presión sobre ella. Llevaba el nombre de una de las monitoras tatuado en un pie.
La madre aún no lo sabía, pero ya la habían violado tres veces. Su hija declaró todo a las autoridades.
La primera vez, personal femenino del centro la llevó a la clínica para un reconocimiento médico. La sedaron. Despertó con todo el cuerpo dolorido. Sabía lo que le había pasado.
Días después volvieron a llevarla al mismo lugar, con la ayuda de varias niñas internas. Y esta vez estuvo consciente durante la violación. Consciente y atada a una camilla. El violador llevaba la cara cubierta, era joven y no pertenecía al personal del centro.
La tercera vez fueron varios hombres y fue muy violento.
En octubre, dos meses después de haber ingresado al centro, logró escapar con otras tres internas. Tenía miedo de regresar a casa porque pensaba que la enviarían de nuevo al mismo sitio. Habló con su hermano. Contactaron con Axpuac, del GAM.
Lograron que apareciera y que pudiera regresar a su casa. Lo hizo y se recluyó en el silencio, hasta el día del incendio, cuando dijo que quería testificar.
El 11 de noviembre, la Procuraduría General de la Nación había identificado lugares en el interior del Hogar Seguro conocidos como «La jaula» y «El gallinero». Celdas de castigo. Afirmaba que allí se torturaba. Daba 48 horas para cerrarlos y destruirlos. También para localizar a una serie de menores.
Días después, la Procuraduría de Derechos Humanos elevó la denuncia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Las acusaciones incluían «vínculos con trata de personas en la modalidad sexual y reclutamiento forzoso». Se referían abusos sexuales de todo tipo, incluidos a menores de 13 años. En 2013, una niña murió cuando otras dos la ahorcaron con una bufanda.
El 12 de diciembre, un juzgado de la niñez y la adolescencia de la capital condenó al estado de Guatemala por violaciones a los menores internos en el Hogar Seguro y reiteró el plazo para que la Secretaría de Bienestar Social, dependiente de la Presidencia de la República, respondiera sobre la situación de una serie de menores internos.
PERO NO PASÓ NADA
El entonces secretario de Bienestar Social, Carlos Rodas, apeló la decisión del juez. Las autoridades han negado cualquier tipo de negligencia. Se negaron a dimitir. Culpaban a las niñas. Decían que los motines eran por la mala calidad de la comida y que las niñas ocultaban objetos en el pelo.
Rodas dijo que el problema se debía a que los jueces «mezclaban a niñas que habían cometido delitos con niñas abandonadas por sus familias». El funcionario fue detenido pocos días después del incendio.
El 7 de marzo, alrededor de 60 niñas escaparon del Hogar.
Una de las menores que huyó, que detuvieron y que fue encerrada en el aula habló con The Associated Press. Tiene 14 años y llevaba interna tres meses. La familia pidió a la AP no identificarla por temor a la seguridad de la niña.
Dijo que las golpeaban, que no les daban suficiente comida, que las sacaban al exterior y que las obligaban a bañarse en el frío de la noche.
Para huir, primero había que subir al techo del Hogar y desde allí saltar sobre las alambradas para agarrarse a los árboles del bosque, por los que descendían hasta el suelo. Luego echaban a correr.
Entonces vino la persecución. Tras varias horas de búsquedas, varias decenas fueron capturadas. La policía agrupó a las niñas en el exterior del hogar durante horas. Hubo gritos, empujones, tensión, insultos.
Entrada la noche, reingresaron al Hogar Seguro y unas 60 de las niñas terminaron encerradas bajo llave en una sala con colchones de espuma muy deteriorados.
A la mañana siguiente, cerca de las 7:30, la policía se disponía a llevarlas una por una al baño, pero sucedió algo. Gritos, protestas. Cerraron la puerta de nuevo. Y entonces aparecieron los fósforos, que algunas habían conseguido durante el escape. El primer colchón, apoyado contra la ventana, cayó sobre los demás y el incendio fue inmediato.
«¡Ayúdenme, ayúdenme!», gritaban, según contó a la AP la menor de 14 años que sobrevivió. Pero los policías no quisieron abrir la puerta.
«Vi cómo se quemaban, cómo gritaban, cómo se morían», contó. No recuerda más. Se desmayó.
Lo siguiente que viene a su mente es el personal echándole agua encima y que se la llevaron en una ambulancia. Sobrevivió con quemaduras en ambos brazos, hombros y parte de la cara.
Para la mayoría, la ayuda llegó muy tarde. A las nueve de la mañana, 19 estaban muertas. Otras 21 morirían en varios hospitales en los días siguientes producto de la asfixia y las quemaduras. Todas tenían entre 13 y 17 años.
Una de ellas era Kimberly Palencia, de 17 años, que llevaba un año interna. Su padre, en la cárcel; su madre, en paradero desconocido.
Su abuela, Valeria Yojero, una indígena de 59 años que no tenía recursos para hacerse cargo de ella, tardó dos semanas en poder enterrarla. Ni siquiera sabía que estaba en el Hogar Seguro.
«Es injusto», lamentó durante el entierro. «Nadie debería morir por pobre».