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Alma Delia Murillo

24/03/2012 - 12:02 am

Por eso Medusa no se teñía el pelo

¡Oh mujeres! ¡Escuchad atentas mi desgracia! No sólo soy fea, también soy tonta. Y mi pelo es una vergüenza pública. Llevo sobre mis raíces la marca de la letra negra que ojalá fuera escarlata. Tomé la fatídica decisión de comenzar a teñirme el pelo. Si alguien puede aprender de mi experiencia: no lo hagan. Jamás.

Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5)

¡Oh mujeres! ¡Escuchad atentas mi desgracia!

No sólo soy fea, también soy tonta.

Y mi pelo es una vergüenza pública. Llevo sobre mis raíces la marca de la letra negra que ojalá fuera escarlata.

Tomé la fatídica decisión de comenzar a teñirme el pelo. Si alguien puede aprender de mi experiencia: no lo hagan. Jamás.

En mi defensa podré alegar que lo hice bajo el influjo de una de esas estúpidas revistas de moda que, apenas abrirlas, te hacen entrar en trance e imaginar, por un momento, que eres hermosa. Como si una fisura en el orden del cosmos hiciera posible que se pudiera pasar de fea y normal a guapa y extraordinaria.

El paraíso de castaños de la modelo en la portada me impresionó tanto que, absolutamente poseída, corrí a buscar un tinte que se acercara lo más posible al color que había visto en la revista. Lo conseguí. Todavía en trance llegué al salón de belleza e imploré que me lo aplicaran.

Aún recuerdo con humillación cómo le mostré la imagen a la señorita que haría el trabajo en mi pelo, en su mirada había compasión, pero no era compasión pura, también chispeaba en sus ojos un toque de cruel burla. Fue por eso que no me advirtió: la maldigo para siempre, a ella y a todas las hembras de su progenie.

Sucedió entonces.

Salí con el pelo castaño brillante, fulgores otoñales brotaban de mi cabeza. Y me sentía realmente hermosa, plena, en una comunión mística con Dios. Lo juro.

Y luego nada: no cambió nada, mi vida siguió siendo exactamente la misma.

Trabajar todos los días llevando notas de asistencia, retardos y faltas del personal de la empresa donde se me va la vida. Llegar a casa, extrañar al que fuera mi marido que, en un acto de absoluta originalidad, se largó con una de la mitad de mi edad y la mitad de mi peso.

Y sentirme sola, irremediablemente sola. Y engordar. Porque me importa un pepino subir o no de peso. Así mis días, pero mi pelo radiante.

Mi pelo era lo único que daba algo de luminosidad a mi rostro acartonado.

Me explicaron que tenía que hacer el retoque, que consiste en volver a teñir las raíces cada tres semanas antes de que cante el gallo y aparezca el horrible color negro. Repito: negro, ne-gro. Digo negro y siento pánico. ¿Quién quiere tener el pelo de ese color en este país infestado de cabezas oscuras como plaga?

Cumplí  el retoque con devoción, puntualmente.

Pronto aprendí a hacerlo yo sola y decidí teñirlo por completo cada ocho días. Pero el efecto sedoso y brillante de la primera vez duraba cada vez menos. Acorté el periodo: cada cinco días volvía a teñirme. Y luego cada tercer día.

Era mi momento, mi epifanía, mi viaje personal. Así lo hice durante dos años.

Adoraba el olor de mi pelo recién pintado, un olor como si yo fuera otra. Todo podría irse a la mierda, pero no el castaño de mi pelo.

Hasta que empecé a tener unas migrañas infames, mortales. Dolores de cabeza que me dejaban absolutamente fuera de circulación. Y algo peor: a veces, recién me había aplicado el tinte, perdía la precisión de la vista por minutos, como si una membrana finísima empañara mis ojos.

Fui al médico, sola, claro. Esperé sola, escuché sola la sentencia y sentí resquebrajarse mi corazón, también sola.

El neurólogo notó que mi cuero cabelludo estaba particularmente irritado y comenzó el interrogatorio. Lo aborrecí con toda mi alma, hubiera preferido no ir nunca. Me acorraló hasta que le dije la verdad: tiño mi pelo cada tercer día desde hace dos años.

Se quedó callado, me miró con la boca abierta como idiota y repitió “tiñe su pelo cada tercer día desde hace dos años”.

Luego vino todo un discurso de principios de Toxicología y los efectos del peróxido de carbono. Dijo cosas como ceguera cortical, afasia de no sé qué y psicosis maníaco-depresiva si se tiene predisposición a la reputa cosa.

Me fui.

Lloré toda la tarde, toda la noche. Miré la caja del tinte, sabía que tenía que dejar de hacerlo, pero perdería ese olor, esa luz. Hasta que me quedé dormida y a la mañana siguiente decidí entrar en rehabilitación.

Han pasado tres semanas y mi pelo es una deshonra, mi estado de ánimo es lapidario: volví a ser la fea, ordinaria y opaca de antes.

Si hay algo de compasión en sus corazones, apelo a ella, por favor no reparen en  la apariencia de mi pelo. Acaso semejo una tundra, un desierto, acaso revelo toda la sequía y pérdida de color que hay en mi alma.

Así que, aunque les advierto a ustedes de no hacerlo, yo voy a seguir: prefiero unos días de luz, que esta porquería de grisura remasterizada en la que poco a poco me convierto. Y después veré que hago, o no veré nada. Y tal vez todo será mejor si no veo.

 

@AlmitaDelia

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