Los primeros nueve meses de la presidencia de Donald Trump han sido tempestuosos, atroces… y absolutamente fascinantes. En este libro, sin duda, el más polémico del año, ahora en español, Fuego y furia nos cuenta cómo y por qué Donald Trump se ha convertido en el rey de esa discordia.
Ciudad de México, 24 de febrero (SinEmbargo).- Gracias a su acceso privilegiado al ala oeste, Michael Wolff cuenta en este libro explosivo cómo ha iniciado Trump un mandato que apunta tan volátil como él mismo. Fuego y furia narra con todo lujo de detalles el caos que reina en el despacho oval y revela qué piensan realmente de Trump quienes trabajan para él. También qué condujo al presidente a afirmar que Obama había intervenido sus conversaciones telefónicas, por qué fue despedido el director del FBI James Comey, cuál es el secreto para comunicarse con Trump, por qué el jefe de estrategia Steve Bannon y el yerno de Trump, Jared Kushner, no pueden estar en la misma habitación y quién está a cargo de la estrategia de la administración Trump tras el despido de Bannon…
Nunca antes un presidente había dividido de tal forma a los estadounidenses. Fuego y furia nos cuenta cómo y por qué Donald Trump se ha convertido en el rey de esa discordia.
Fragmento del libro Fuego y Furia En las entrañas de la Casa Blanca de Trump, de Michael Wolff, publicado en el sello temas´de hoy. ©2018. Traducción: Alma Alexandra García Martínez, María Estela Peña Molatore, María Hernández Cruz, María Teresa Solana Olivares. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
1 EL DÍA DE LA ELECCIÓN
La tarde del 8 de noviembre de 2016, Kellyanne Conway —directora de la campaña de Donald Trump y una personalidad fundamental, de hecho, estelar, de Trumplandia— se instaló en su oficina de cristal en la Torre Trump. Hasta las últimas semanas de la carrera por la presidencia el cuartel de campaña de Trump había sido un lugar desangelado. Todo lo que parecía distinguirlo de una oficina corporativa eran unos cuantos carteles con lemas de derecha.
Conway se encontraba extraordinariamente animada, considerando que estaba a punto de experimentar una estrepitosa, si no es que cataclísmica derrota. Donald Trump perdería la elección —de eso estaba segura—, pero posiblemente podría mantener la derrota por debajo de los seis puntos. Eso era una victoria sustancial. En cuanto a la inminente derrota, no le hizo caso: era culpa de Reince Priebus, no suya.
Había pasado buena parte del día llamando por teléfono a amigos y aliados en el mundo político y culpando a Priebus. Ahora daba informes a algunos de los productores y comentaristas de televisión con los que había forjado relaciones sólidas, y con quienes, al haber estado entrevistándose de forma activa en las últimas semanas, esperaba obtener un trabajo permanente en el aire después de la elección. Había estado cortejando cuidadosamente a muchos de ellos desde que se unió a la campaña de Trump a mediados de agosto y se convirtió en la voz combativa confiable de la campaña, con sus sonrisas espasmódicas y una extraña combinación de vulnerabilidad y un rostro imperturbable peculiarmente telegénico.
Más allá de todas las horribles meteduras de pata de la campaña, el verdadero problema, dijo, era un demonio que no podían controlar: el Comité Nacional Republicano, que estaba dirigido por Priebus; su compinche, Katie Walsh, de 32 años de edad, y su artillería antiaérea, Sean Spicer. En lugar de involucrarse de lleno, el CNR, que era, en última instancia, el instrumento de la élite republicana dominante, había estado cubriendo sus apuestas desde que Trump ganó la nominación a principios del verano. Cuando Trump necesitó el empujón, simplemente no lo encontró.
Ese fue la primera parte del giro de Conway. La otra fue que, a pesar de todo, la campaña realmente había regresado del abismo. Un equipo que tenía graves carencias o, hablando de manera literal, el peor candidato en la historia política moderna —cada vez que se mencionaba el nombre de Trump, Conway hacía la pantomima de poner los ojos en blanco o mirar al vacío— lo había hecho extraordinariamente bien. Conway, quien nunca había participado en una campaña a nivel nacional, y quien, antes de Trump, dirigía una empresa encuestadora de poca monta, comprendía cabalmente que después de la campaña sería una de las principales voces conservadoras en los programas de noticias por cable.
De hecho, John McLaughlin, uno de los encuestadores de la campaña de Trump, había comenzado a insinuar más o menos durante la semana anterior, que algunas cifras estatales clave, hasta entonces desalentadoras, podrían, en la realidad, estar cambiando en beneficio de Trump. Sin embargo, ni Conway ni Trump mismo, ni tampoco su yerno Jared Kushner —el verdadero director de la campaña, o su monitor, designado por la familia— dudaban de lo que consideraban cierto: su inesperada aventura pronto terminaría.
Solo Steve Bannon, desde su perspectiva de hombre raro, insistía en que las cifras se inclinarían a su favor. Sin embargo, como se trataba de la opinión de Bannon —del loco de Bannon— era lo opuesto a una opinión alentadora.
Casi todo el mundo en la campaña —que seguía siendo un equipo extremadamente pequeño— consideraba que formaban un equipo perspicaz, tan realistas en lo referente a sus posibilidades,como, quizá, cualquiera en política. El consenso tácito entre ellos era que no solo Donald Trump no sería presidente, sino que, probablemente, no debería serlo. Convenientemente, la primera convicción significaba que nadie tendría que lidiar con lo segundo.
Cuando la campaña terminó, Trump mismo estaba optimista. Había sobrevivido a la divulgación del video de Billy Bush y al alboroto que siguió, cuando el CNR tuvo el descaro de presionarlo para que abandonara la carrera. El director del FBI, James Comey, que dejó en el abandono de manera insólita a Hillary al decir 11 días antes de la elección que estaba reabriendo la investigación sobre sus correos electrónicos, había ayudado a evitar una victoria aplastante por parte de Clinton.
—Puedo ser el hombre más famoso del mundo —dijo Trump a su asesor intermitente, Sam Nunberg, al inicio de la campaña.
—Pero ¿quiere ser presidente? —preguntó Nunberg (una pregunta cualitativamente diferente a la habitual prueba existencial para un candidato: «¿Por qué quiere ser presidente?»). No obtuvo respuesta.
El asunto era que no había necesidad de que hubiera una respuesta porque él no iba a ser presidente.
Al amigo de toda la vida de Trump, Roger Ailes, le gustaba decir que si querías tener una carrera en la televisión, primero debías postularte para presidente. Ahora, Trump, alentado por Ailes, estaba esparciendo rumores acerca de una cadena de televisión que sería propiedad de Trump. Era un futuro brillante.
Saldría de su campaña —Trump aseguró a Ailes— con una marca mucho más poderosa y con oportunidades incalculables.
—Esto es más grande de lo que jamás había soñado —dijo a Ailes en una conversación una semana antes de la elección—. No pienso en perder porque no estamos perdiendo. Hemos tenido una victoria absoluta. —Es más, ya estaba preparando su respuesta pública ante el hecho de perder la elección: ¡Me la robaron!
Donald Trump y su pequeña banda de guerreros de campaña estaban listos para perder con fuego y furia. No estaban listos para ganar.
* * *
En la política alguien tiene que perder, pero, invariablemente, todo el mundo piensa que puede ganar. Y probablemente no puedas ganar a menos que creas que vas a ganar, excepto en la campaña de Trump.
El tema recurrente para Trump en relación con su propia campaña era lo desastrosa que era y que todos los involucrados en ella eran unos perdedores. Estaba igualmente convencido de que la gente de Clinton eran brillantes ganadores: «Ellos tienen a los mejores; nosotros tenemos a los peores», decía con frecuencia. El tiempo que pasaban con Trump en el avión de campaña era a menudo una experiencia épica humillante: todos los que lo rodeaban eran unos idiotas.
Corey Lewandowski, quien fungió como el primer director de campaña más o menos oficial, era amonestado a menudo por el candidato. Durante varios meses, Trump lo llamó «el peor», y en junio de 2016 finalmente lo despidió. A partir de entonces, Trump proclamó que su campaña estaba destinada al fracaso sin Lewandowski. «Todos somos perdedores», solía decir. «Toda nuestra gente es terrible; nadie sabe lo que está haciendo […]. Desearía que Corey regresara». Trump pronto reprendería, también, a su segundo director de campaña, Paul Manafort.
Para el mes de agosto, al estar detrás de Clinton por 12 a 17 puntos y al enfrentar una tormenta diaria de cobertura periodística aniquilante, Trump no podía hacer aparecer por arte de magia ni siquiera un escenario improbable para lograr una victoria electoral. En ese momento atroz, Trump, en cierto sentido, vendió su campaña perdedora. Bob Mercer, un multimillonario de derecha patrocinador de Ted Cruz, había trasladado su apoyo a Trump con una infusión de cinco millones de dólares. Al creer que la campaña estaba yéndose a pique, Mercer y su hija Rebekah tomaron un helicóptero desde su propiedad en Long Island y se dirigieron a un evento programado de recaudación de fondos —mientras, minuto a minuto, otros donantes potenciales se echaban para atrás— en la casa de veraneo del dueño de los Jets de Nueva York y heredero de Johnson & Johnson, Woody Johnson, en los Hamptons.
Trump no tenía una verdadera relación ni con el padre ni con la hija. Solo había sostenido algunas conversaciones con Bob Mercer, quien hablaba principalmente en monosílabos; la historia de Rebekah Mercer con Trump consistía en una selfie que se había tomado con él en la Torre Trump. Sin embargo, cuando los Mercer presentaron su plan para hacerse cargo de la campaña y colocar a sus lugartenientes Steve Bannon y Kellyanne Conway, Trump no opuso resistencia. Solo expresó una enorme incomprensión de por qué alguien querría hacer eso.
—Esto —dijo a los Mercer— está totalmente arruinado.
Según todos los indicadores importantes, algo más grande, incluso, que una sensación de fracaso inminente ensombrecía lo que Steve Bannon llamaba «la campaña inservible»: una sensación de imposibilidad estructural. El candidato que se promovía a sí mismo como milmillonario —diez veces más— incluso se rehusó a invertir su propio dinero en ella. Bannon dijo a Jared Kushner —quien, cuando Bannon firmó para la campaña había estado de vacaciones con su esposa en Croacia con el enemigo de Trump, David Geffen— que después del primer debate en septiembre necesitarían otros 50 millones de dólares para cubrirse hasta el día de la elección.
—No hay forma de que obtengamos 50 millones, a menos de que podamos garantizar la victoria —dijo el ojiclaro Kushner.
—¿Veinticinco millones? —azuzó Bannon.
—Si podemos asegurar la victoria es mucho más probable.
Al final, lo mejor que Trump haría fue prestar a la campaña 10 millones de dólares, siempre que los recuperara tan pronto como pudieran recaudar más dinero. (Steve Mnuchin, quien entonces era el director de finanzas de la campaña, llegó a recoger el préstamo con las instrucciones de transferencia listas, de modo que Trump no pudiera olvidarse, convenientemente, de enviar el dinero).
De hecho, no había una campaña real porque no había una organización real, o, cuando mucho, había una campaña particularmente disfuncional. Roger Stone, el primer director de campaña de facto, renunció o fue despedido por Trump, y cada uno afirmaba públicamente que había abofeteado al otro. Sam Nunberg, un asistente de Trump que había trabajado para Stone, fue ruidosamente despedido por Lewandowski, y, luego, Trump aumentó exponencialmente su actitud de lavar en público la ropa sucia al demandar a Nunberg. Lewandowski y Hope Hicks, la asistente de relaciones públicas que Ivanka Trump metió a la campaña, tuvieron un romance que terminó en una pelea pública en la calle, incidente que Nunberg citó en su respuesta a la demanda de Trump. A primera vista, la campaña no estaba diseñada para ganar nada.
Incluso cuando Trump eliminó a los otros dieciséis candidatos republicanos —por más inverosímil que hubiera parecido— eso no hizo que la meta final de ganar la presidencia fuera menos descabellada. Y si durante el otoño ganar parecía ligeramente más probable, eso se evaporó con el asunto de Billy Bush.
—Me siento automáticamente atraído a las mujeres hermosas: simplemente quiero comenzar a besarlas —dijo Trump al presentador de la NBC, Billy Bush, con el micrófono abierto, en medio del debate nacional que estaba desarrollándose acerca del acoso sexual—. Es como un imán. Simplemente las beso. Ni siquiera me espero. Y, cuando eres una estrella, te permiten hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa… Agarrarles el coño. Puedes hacer lo que sea.
Fue una revelación operística. Este suceso fue tan vergonzante que cuando Reince Priebus, el líder del Comité Nacional Republicano, fue convocado a Nueva York procedente de Washington para una reunión de emergencia en la Torre Trump, no podían lograr que dejara la Estación Penn. Le tomó dos horas al equipo de Trump convencerlo de que cruzara la ciudad.
—Hermano —dijo un desesperado Bannon, tratando de persuadir a Priebus por teléfono—, tal vez no vuelva a verte otra vez después de hoy, pero tienes que venir a este edificio y tienes que atravesar la puerta principal—. El lado bueno del oprobio que Melania Trump tuvo que soportar después del video de Billy Bush era que, ahora, no había forma de que su esposo se convirtiera en presidente.
El matrimonio de Donald Trump resultaba desconcertante para casi todos los que lo rodeaban, o lo era, al menos, para quienes no tenían aviones privados y muchas casas. Él y Melania pasaban relativamente poco tiempo juntos. Podían pasar varios días sin tener contacto, aun cuando ambos estuvieran en la Torre Trump. A menudo ella no sabía dónde estaba él o no le ponía mucha atención al asunto. Su esposo se desplazaba entre sus residencias, igual que entre sus habitaciones. Además de saber muy poco sobre su paradero, sabía poco sobre sus negocios, y, en el mejor de los casos, tenía un escaso interés en ello. Trump, quien había sido un padre ausente para sus primeros cuatro hijos, era todavía más ausente para su quinto hijo, Barron, el hijo que tuvo con Melania. Ahora en su tercer matrimonio, había dicho a sus amigos que pensaba que, finalmente, había perfeccionado el arte de vivir y dejar vivir: «Haz tus cosas».
Era un hombre con fama de mujeriego, y durante la campaña posiblemente se convirtió en el donjuán más famoso del mundo. Aunque nadie diría jamás que Trump era sensible en lo referente a las mujeres, tenía muchas opiniones acerca de cómo relacionarse con ellas, incluyendo una teoría que discutía con sus amigos respecto a que entre más años haya entre un hombre mayor y una mujer joven, existe menos probabilidad de que la mujer joven tome de manera personal los engaños del hombre mayor.
Aun así, la idea de que este era un matrimonio solo en el papel estaba lejos de ser verdad. Él hablaba de Melania frecuentemente cuando no estaba presente. Admiraba su apariencia; a menudo en presencia de otras personas, lo cual resultaba incómodo para ella. Según decía a las personas con orgullo y sin ironía, ella era una «esposa trofeo». Y aunque tal vez no había compartido mucho su vida con ella, con gusto compartía el botín. «Esposa feliz, vida feliz», decía, haciéndose eco del popular lugar común de un hombre rico.
También buscaba la aprobación de Melania. (Buscaba la aprobación de todas las mujeres que lo rodeaban, de quienes tenían la sabiduría de dársela). En 2014, cuando comenzó a considerar seriamente lanzarse para presidente, Melania fue una de las pocas personas que pensaba que era posible que ganara. Fue un bofetón para su hija, Ivanka, quien se había distanciado cuidadosamente de la campaña. Con una nueva aversión evidente hacia su madrastra, Ivanka solía decir a sus amigos: Todo lo que tienes que saber sobre Melania es que piensa que si se lanza, con toda seguridad ganará.
Sin embargo, la posibilidad de que su esposo en verdad se convirtiera en presidente era para Melania algo aterrador. Creía que eso destruiría su vida cuidadosamente protegida —una vida aislada, en forma no poco considerable, del clan familiar Trump—, que estaba enfocada casi en su totalidad en su pequeño hijo.
No pongas el carro delante del caballo, solía decir su esposo, divertido, a pesar de que pasaba todos los días en la campaña electoral dominando las noticias. Sin embargo, su terror y tormento aumentaban.
Había una campaña de rumores alrededor de ella, cruel y cómica por lo que insinuaba, que se desarrollaba en Manhattan y sobre la que le informaron sus amigos. Su carrera como modelo se encontraba bajo escrutinio. En Eslovenia, donde creció, una revista de famosos, Suzy, puso por escrito los rumores acerca de ella después de que Trump obtuvo la nominación. Luego, anticipando de forma espeluznante lo que podría venir después, el Daily Mail esparció la historia por todo el mundo.
El New York Post tuvo acceso a escenas eliminadas de una sesión de fotos al desnudo que Melania había hecho al inicio de su carrera como modelo, una filtración que todo el mundo, excepto Melania, asumía que podía rastrearse hasta Donald Trump mismo.
Inconsolable, confrontó a su esposo. ¿Esto es lo que me espera en el futuro? Le dijo que no podría soportarlo.
Trump respondió a su manera —¡Los demandaremos!— y la puso en contacto con sus abogados. Sin embargo, él estaba, también, insólitamente arrepentido. Falta poco, le dijo. Todo terminaría en noviembre. Le dio a su esposa una garantía solemne: simplemente no había forma de que él pudiera ganar. Incluso para un esposo crónicamente —irremediablemente, diría él— infiel, esta era una promesa hecha a su esposa que parecía seguro de cumplir.
* * *
La campaña de Trump había copiado —tal vez no tan inadvertidamente—el esquema de Los productores de Mel Brooks. En ese clásico, los bobos y estafadores héroes de Brooks, Max Bialystock y Leo Bloom, se disponen a vender más del 100 por ciento de la participación de capital en el espectáculo de Broadway que están produciendo. Ya que solo serían descubiertos si el espectáculo es un éxito, todo lo que existe alrededor de este se basa en que sea un fracaso. Como consecuencia, crean un espectáculo tan estrafalario que, de hecho, tiene éxito, condenando de esta manera a nuestros héroes al fracaso.
Los candidatos presidenciales ganadores —impulsados por la arrogancia o por el narcisismo o por una sensación sobrenatural de estar predestinados— muy probablemente han pasado una parte importante de su carrera, si no es que toda su vida, desde la adolescencia, preparándose para ese papel. Suben en la escalera de los cargos de elección. Perfeccionan un rostro público. Se relacionan obsesivamente, ya que el éxito en política consiste principalmente en quiénes son tus aliados. Se atiborran de conocimientos. (Incluso en el caso de un indiferente George W. Bush, quien dependió de los compinches de su padre para que se atiborraran por él). Y limpian su propio tiradero, o, al menos, tienen cuidado de cubrirse. Se preparan para ganar y para gobernar.
Los cálculos de Trump, unos cálculos muy conscientes, eran diferentes. El candidato y sus máximos lugartenientes creían que podían obtener todos los beneficios de casi convertirse en presidente sin tener que cambiar ni un ápice su comportamiento o su forma de ver el mundo: no tenemos que ser nada, más que quienes somos y lo que somos, porque, por supuesto, no vamos a ganar.
Muchos candidatos a la presidencia han convertido el ser ajenos a Washington en una virtud; en la práctica, esta estrategia solamente favorece a los gobernadores por encima de los senadores. Todo candidato serio, sin importar qué tanto él o ella menosprecie Washington, depende de las personas dentro del Beltway para obtener consejo y apoyo. Sin embargo, en el caso de Trump, prácticamente nadie en su círculo más cercano había trabajado alguna vez en la política en un nivel nacional: sus consejeros más próximos no habían trabajado en la política en absoluto. A lo largo de su vida Trump había tenido pocos amigos cercanos, pero cuando comenzó su campaña para lanzarse a la presidencia prácticamente no tenía ningún amigo en la política. Los únicos dos políticos reales con quienes Trump tenía cercanía eran Rudy Giuliani y Chris Christie, y ambos eran, en su propio estilo, peculiares y aislados. Y decir que no sabía nada —nada, absolutamente nada— acerca de los cimientos intelectuales fundamentales del puesto era un cómico eufemismo. El príncipe de la campaña, Sam Nunberg, en una escena digna de Los productores, fue enviado a explicar la Constitución al candidato: «Sólo llegué a la Cuarta Enmienda antes de ver en su rostro una actitud de total aburrimiento».
Casi todo el mundo en el equipo de Trump llegó con el tipo de conflictos engorrosos destinados a fastidiar a un presidente o a su personal. Mike Flynn, el futuro Consejero de Seguridad Nacional de Trump, quien se convirtió en su telonero en los actos de campaña y a quien Trump amaba escuchar quejarse sobre la CIA y lo desafortunado de los espías estadounidenses, había recibido comentarios de sus amigos de que no había sido una buena idea recibir 45000 dólares de los rusos por dar un discurso.
—Bueno, eso solo sería un problema si ganáramos —les aseguró, sabiendo que, por lo tanto, no sería un problema.
Paul Manafort, el cabildero y operador político internacional a quien Trump contrató para dirigir su campaña después de que Lewandowski fue despedido —y quien estuvo de acuerdo en no recibir honorarios, haciendo que surgieran más preguntas sobre un intercambio de favores—, había pasado 30 años representando a dictadores y déspotas corruptos, amasando millones de dólares en una ruta de dinero que desde hacía mucho tiempo había captado la atención de los investigadores estadounidenses. Es más, cuando se unió a la campaña estaba siendo investigado, y cada paso financiero que daba estaba siendo documentado por el multimillonario oligarca ruso Oleg Deripaska, quien afirmó que le robó 17 millones de dólares en un retorcido fraude de bienes raíces y había jurado vengarse a muerte.
Por razones muy evidentes, ningún presidente antes de Trump, y pocos políticos, había surgido del negocio de los bienes raíces: al ser un mercado con pocas regulaciones que se basa en una deuda sustancial y que está expuesto a frecuentes fluctuaciones del mercado, a menudo depende de los favores gubernamentales y es una moneda de cambio preferida para el efectivo problemático: el lavado de dinero. El yerno de Trump, Jared Kushner; el padre de Jared, Charlie; los hijos de Trump, Don Jr. y Eric, y su hija Ivanka, al igual que Trump mismo, todos ellos respaldaban sus empresas comerciales en mayor o menor medida trabajando en el dudoso limbo del flujo internacional de caja libre y el dinero gris. Charlie Kushner, a quien estaban totalmente ligados los intereses inmobiliarios comerciales del yerno y el asesor más importante de Trump, ya había pasado tiempo en una prisión federal por evasión fiscal, manipulación de testigos y por hacer donaciones ilegales a campañas.
Los políticos modernos y sus colaboradores llevan a cabo sus más importantes investigaciones de la oposición sobre sí mismos.
Michael Wolff es escritor, ensayista y periodista estadounidense, columnista habitual y colaborador de USA Today, The Hollywood Reporter y la edición británica de GQ. Ha recibido dos National Magazine Awards y es autor de siete libros.