LECTURAS | «Palabras sin música», la autobiografía de Philip Glass

23/12/2017 - 12:04 am

Padre del minimalismo musical, Philip Glass está considerado como uno de los creadores más importantes de finales del siglo XX.

Ciudad de México, 23 de diciembre (SinEmbargo).- De Philip Glass podría afirmarse incluso que, a través de sus sinfonías, óperas y bandas sonoras, dio con el sonido dominante que esculpiría la banda sonora de la música clásica del siglo XX. En este libro −sus memorias en toda regla− se presenta como un narrador excepcional, como un cronista agudo y detallista, para componer, con la recreación de sus recuerdos, algunas de las estampas más interesantes de su vida y de cuanto nos ha dado la música contemporánea.

Philip Glass – Nacido en Baltimore en 1937, Philip Glass estudió en la Universidad de Chicago y en la Juilliard School. Compositor de óperas, bandas sonoras y sinfonías, sigue recorriendo los auditorios de medio mundo acompañándose del Philip Glass Ensemble. Vive en Nueva York.

Palabras Sin Música De Philip Glass Foto Especial

Fragmento de Palabras sin música, de Phillip Glass, con autorización de MalPaso Editorial

PRÓLOGO

«Si te vas a Nueva York a estudiar música, acabarás como tu tío Henry, malgastando tu vida yendo de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles.»

Eso es lo que me dijo mi madre, Ida Glass, cuando le conté mis planes. Estaba sentado en la cocina de la casa familiar en Baltimore y acababa de volver a casa recién graduado en la Universidad de Chicago.

Mi tío Henry, un peso gallo, fumador de puros y con un fuerte acento de Brooklyn, estaba casado con mi tía Marcela, hermana de mi madre, que también se había trasladado a Baltimore, huyendo de Brooklyn, una generación antes. Mi tío Henry era batería. Había abandonado los estudios de odontología poco después de acabada la Primera Guerra Mundial para convertirse en músico itinerante y se había pasado los siguientes cincuenta años tocando por todo el país, sobre todo en teatros de variedades, hoteles de vacaciones o con orquestas de baile. En sus últimos años estuvo actuando en los hoteles de los Catskills, conocidos entonces y todavía hoy como el Borscht Belt. Probablemente en aquella primavera de 1957, mientras yo hacía mis planes de futuro, él debía de estar tocando en uno de esos hoteles, apostaría que en el Grossinger’s.

En todo caso, me gustaba mi tío Henry y lo consideraba un buen tipo. La verdad sea dicha, no me parecía tan terrible la perspectiva de ir «de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles». De hecho, yo ansiaba algo así, una vida colmada de música y viajes, tanto que solo con imaginármelo me entusiasmaba. Y, como terminó sucediendo unas cuantas décadas más tarde, la descripción de mi madre resultó totalmente certera. A la hora de empezar a escribir este libro, eso es precisamente lo que estoy haciendo, viajar desde Sidney a París, pasando por Los Ángeles y Nueva York, dando conciertos a lo largo de todo el recorrido. Desde luego, no toda mi historia se reduce a eso, pero sí es una parte importante.

Ida Glass siempre fue una mujer muy inteligente.

Ya de joven, ingenuo y curioso, con la cabeza llena de planes, estaba yo haciendo lo que desde entonces no he dejado de hacer. Empecé a tocar el violín a los seis años, la flauta y el piano a los ocho y a componer a los quince. Acababa de terminar la universidad y estaba impaciente por empezar mi «auténtica vida», una vida que siempre había sabido que estaría relacionada con la música. Desde que era muy pequeño me había sentido atraído por la música, conectado a ella, sabía que ese era mi camino.

Ya había habido otros músicos entre los Glass, pero la opinión generalizada en mi familia era que, en cierto modo, los músicos vivían en los límites de la respetabilidad y que la vida de músico no era algo a lo que una persona instruida debiera aspirar. Por aquel entonces no se ganaba mucho dinero tocando y dedicar tu vida a cantar canciones en un bar no se consideraba un proyecto serio. Para la mentalidad de mis padres, aquello que yo me proponía solo me podía llevar a eso. No se les pasaba por la cabeza que pudiera ser otro Van Cliburn, para ellos la única posibilidad era acabar como el tío Henry. Es más, no creo que tuvieran la más mínima idea de lo que se hacía en una escuela de música.

—He estado dándole vueltas durante años —dije — y es eso lo que realmente quiero hacer.

La verdad es que mi madre me conocía. Yo era un chico tan tozudo que, si se empeñaba en hacer algo, seguro que lo hacía. Sabía que yo no tomaría en consideración sus objeciones, pero se sentía en la obligación de advertirme, aunque ninguno de los dos creyera que lo que dijera fuera a cambiar las cosas.

Al día siguiente, tomé el autobús para Nueva York, que desde hacía décadas era la capital cultural y financiera del país, con la ingenua intención de ser admitido en la Juilliard School, pero… no tan pronto. Tenía un puñado de composiciones y sabía tocar la flauta decentemente, pero no estaba lo suficientemente preparado en ninguna de las dos cosas como para merecer el ingreso en la escuela. No obstante, me presenté a la prueba para el programa de instrumentos de viento. El tribunal estaba formado por tres profesores: el profesor de flauta, el de clarinete y el de fagot. Al acabar de tocar, uno de ellos, en un destello de sagacidad, me preguntó amablemente: «Señor Glass, ¿realmente quiere usted ser flautista?».

Porque yo no era lo suficientemente bueno. Podía tocar la flauta, pero no mostraba el entusiasmo necesario para triunfar.

—Bueno, en realidad —dije—, yo lo que quiero es ser compositor.

—Bien, entonces debería presentarse al examen de composición.

—No creo que esté preparado para ello —contesté.

Admití que tenía unas cuantas composiciones pero rehusé enseñárselas. Sabía que no había nada interesante en esos primeros trabajos.

—¿Por qué no vuelve en septiembre y se apunta en la Extension Division de la escuela? Hay cursos de teoría y composición —me dijo—. Dedique un tiempo a componer música y, luego, con esa base, preséntese a una prueba para el departamento de composición.

La Extension Division, dirigida por un excelente profesor, Stanley Wolfe, él mismo un dotado compositor, era gestionada como un «programa para adultos». El plan consistía en dedicar un año a preparar una auténtica prueba de composición para que evaluaran mi trabajo y tomaran en consideración mi solicitud. Esa era, desde luego, la oportunidad que yo andaba buscando, así que acepté su sugerencia y presenté la solicitud de ingreso.

Pero primero tenía que solucionar la cuestión «material». Necesitaría dinero para empezar, aunque estaba seguro de conseguir un trabajo a tiempo parcial en cuanto estuviera instalado en la escuela. Tomé el autobús de Greyhound de vuelta a casa y solicité el mejor trabajo posible en las cercanías de Baltimore, a unos cuarenta kilómetros, en una anticuada y destartalada reliquia industrial de principios del siglo XX, la planta de Bethlehem Steel de Sparrows Point, Maryland. Como sabía leer, escribir y tenía conocimientos aritméticos (cosa poco común por aquellos días en la Bethlehem Steel), me asignaron el puesto de encargado de pesaje, lo que suponía manejar una grúa, pesar enormes contenedores de clavos y llevar las cuentas de todo cuanto se producía en esa sección de la planta. En septiembre, había ahorrado más de mil doscientos dólares, una suma respetable en 1957. Volví a Nueva York y me inscribí en el curso de composición de Stanley Wolfe.

Pero antes de abordar mi llegada a Nueva York a finales de los años cincuenta, necesito completar mi biografía con algunas piezas que faltan.

BALTIMORE

Yo era el menor de los tres hijos de Ben e Ida Glass. Mi hermana Sheppie era la mayor, luego venía mi hermano Marty y, finalmente, yo.

Mi madre, una atractiva mujer de pelo oscuro, siempre tuvo bastante claro lo que quería. Empezó su vida como profesora de inglés para luego convertirse, a partir de 1950, en la bibliotecaria de la escuela a la que más tarde yo asistiría, la Baltimore’s City College, por aquel entonces un instituto público de enseñanza media.

Ida no era una madre cualquiera. Nacida en 1905, a pesar de que ella jamás se habría descrito así, se podría decir, con razón, que fue un miembro temprano del movimiento feminista. Su comprensión del problema de género en nuestra sociedad le venía de su propia inteligencia y de la agudeza de su pensamiento. Desde que empezó a entender el mundo, no se sintió satisfecha con el papel convencional de la mujer en América: el viejo dicho alemán «Küche, Kirche, Kinder» (cocina, iglesia e hijos). Ida conocía el valor de la educación y se aplicó esos valores a sí misma. En consecuencia, mi madre fue de lejos el miembro más instruido de la familia. Dedicaba parte de sus ingresos como profesora a continuar con sus estudios y llegó a terminar un máster y a seguir estudios de doctorado. Desde que tuvimos yo, seis años, Marty, siete, y Sheppie, ocho, todos los veranos nos enviaban durante dos meses a campamentos mientras Ida hacía sus cursos. Recuerdo que incluso una vez, después de la guerra, fue a Suiza a estudiar y volvió con relojes para todos. Los relojes no debían de ser muy buenos, el mío no duró mucho, pero estábamos encantados con ellos. Mi hermano y yo no parábamos de compararlos.

Mientras mi madre estaba fuera estudiando, nuestro padre, Ben, se quedaba solo haciéndose cargo de su tienda de discos, la General Radio, en el número 3 de S. Howard Street, una calle del centro de Baltimore. Le gustaba el sentido de independencia de mi madre y respaldaba su empeño.

Ben había nacido en 1906. Su primer empleo, antes de cumplir los veinte años, fue en una compañía de automoción, la Pep Boys. Se marchó a Nueva Inglaterra y fue abriendo diversos talleres. Se convirtió en mecánico autodidacta y era bueno arreglando coches. Luego, de vuelta a Baltimore, abrió su propio taller de reparaciones. Cuando empezaron a instalarse radios en los coches, las radios, claro está, se estropeaban, y él también comenzó a arreglarlas. Al cabo de un tiempo, se cansó de arreglar coches y se dedicó exclusivamente a las radios. Luego, como negocio suplementario, empezó a vender discos y poco a poco los discos fueron invadiendo la tienda. Al principio, ocupaban solamente entre dos y dos metros y medio de la parte delantera, pero, al final, a medida que más y más gente acudía allí a comprar discos, llegarían a ocupar más de nueve metros hacia el interior del local. Su pequeño taller de reparaciones terminó quedando relegado a una mesa de trabajo al fondo para él y otro hombre llamado John.

Mi padre era muy corpulento y musculoso, medía un metro y medio y pesaba más de ochenta kilos. De pelo oscuro, era un hombre de una belleza ruda. Tenía diversas facetas: la cariñosa, la dura, la del hombre hecho a sí mismo. Su faceta cariñosa se ponía de manifiesto en la manera de tratar a los niños, no solo a los suyos, sino también a los de los demás. Si sus padres no estaban, iba y se pasaba las horas con los críos de la familia. Tanto es así que mi prima Ira Glass creía que Ben era su abuelo porque, cuando su abuelo no estaba, era Ben quien iba y le hacía de abuelo. Para muchos de los niños de nuestra extensa familia, mi padre era el tío Bennie.

Su faceta dura se manifestaba en su manera de llevar una tienda de discos en un barrio pobre del centro de Baltimore, una zona de la ciudad cercana a los muelles donde alternaban los delicatessen judíos y los tugurios de cabaré. A pesar de ser una zona difícil, él no tenía problemas. Era capaz de encararse con cualquiera que lo amenazara a él o a su negocio y machacarlo. Y lo hacía.

Ben había estado en los marines dos veces, primero en Santo Domingo en los años veinte (tropas estadounidenses ocuparon durante ocho años la República Dominicana, un episodio que hoy día casi nadie recuerda) y luego durante la Segunda Guerra Mundial, cuando a los treinta y seis años, rozando el límite de edad de servicio, fijado en treinta nueve, se volvió a alistar y volvió a pasar por el campamento de instrucción. Había recibido el duro entrenamiento de los marines y quería enseñarnos a Marty y a mí a valernos por nosotros mismos en situaciones extremas. Una vez nos habló de cierta ocasión en que unos atracadores habían colocado un cable trampa en South Howard Street cerca de la tienda.

—Os diré lo que pasó —empezó Ben—. Una noche, al salir de la tienda después de cerrar a eso de las nueve y media, tropecé con ese cable y me caí al suelo. De inmediato supe de qué se trataba.

—¿Y qué hiciste? —le preguntamos.

—Esperé a que se acercaran. Y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca, los agarró y los hinchó a palos.

Por la manera en que dijo: «esperé a que se acercaran», pensamos: «Seguro que sabía lo que tenía que hacer».

Desde luego, Ben estaba preparado para cualquier cosa. Siempre había ladrones en las librerías y en este tipo de tiendas de discos. Era increíble lo que se llegaban a meter en los pantalones o debajo de la camisa. Era la época de los elepés y lograban esconderlos bajo la camisa. Se suponía que Marty y yo debíamos avisar si veíamos a alguien robando.

—Si veis a alguien robando —decía, sí, nos había adiestrado—, cogiendo algo y metiéndoselo bajo la ropa, avisadme.

Pero nosotros no le avisábamos porque sabíamos lo que pasaba cuando agarraba a uno de esos ladrones. Lo sacaba fuera de la tienda y le pegaba hasta dejarlo inconsciente. A nuestro padre no le interesaba llamar a la poli ni enseñar ningún tipo de lección cívica. Lo único que quería era asegurarse de que no volvieran nunca más a su tienda y, de hecho, nunca volvían. Pero si de niño has presenciado una escena así, se te quitan las ganas de volver a verla. Recuerdo con toda claridad a un tipo joven cogiendo un disco y metiéndoselo en los pantalones y dejarlo marchar. Habría sido demasiado desagradable presenciar lo que podría haber pasado.

El Ben hombre de negocios trabajaba de nueve de la mañana a nueve de la noche. Una vez, cuando yo era todavía muy pequeño, le pregunté:

—Papá, ¿qué le ves a la tienda?

—Es lo único que tengo —me contestó— y quiero conseguir con ella todo el éxito que pueda.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero ver cuánto dinero puedo ganar. Mi satisfacción consiste en hacer que funcione.

Lo decía en serio. Trabajó sin descanso y llegó a tener un negocio bastante próspero.

Ben era el típico hombre de aquella generación que no fue a la universidad. Ni siquiera sé si terminó la educación secundaria. Fue uno de esos hombres jóvenes que, llegado el momento, se puso a trabajar. Sus dos hermanos llegaron a médicos, pero él, no. Cuando era joven, sus hermanos y él vendían periódicos en las calles de Baltimore, creo que debían de rondar los doce o trece años. Mientras estaban allí parados, jugaban mentalmente al ajedrez. También jugaban a las damas, que es bastante más difícil, por cierto. Al menos en el ajedrez sabes qué pieza es cada una, pero en las damas visualizar el tablero resulta más complicado porque, aparte del color blanco o negro, todas las piezas son iguales.

Mi padre también me enseñó a jugar mentalmente al ajedrez. Íbamos en el coche y me decía, «peón 4 rey» y yo contestaba, «peón 4 rey». Él decía, «caballo 3 alfil de rey» y yo contestaba, «peón 3 dama». Mientras jugábamos, yo iba aprendiendo a visualizar el tablero. Con siete u ocho años, ya era capaz de visualizarlo. Años más tarde, cuando estuve aprendiendo a hacer ejercicios de visualización, descubrí que había desarrollado esa aptitud desde muy pequeño. En algunas tradiciones esotéricas en las que andaba metido, trabajar la visualización constituye un ejercicio rutinario. Parte del ejercicio consiste en desarrollar la máxima nitidez de manera que puedas realmente llegar a visualizar cualquier cosa. Descubrí que mucha gente no podía ver lo que yo podía visualizar inmediatamente y eso suponía una gran ventaja para mí. Por ejemplo, si estaba visualizando una figura de meditación del budismo tibetano, podía ver sus ojos, sus manos, lo que tenía en las manos, podía verlo todo. Tenía amigos que decían tener problemas de visualización y yo era consciente de no tenerlos. Al preguntarme el porqué, recordé aquellas partidas de ajedrez que Ben y yo solíamos jugar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, todos los varones de nuestra familia aptos para el servicio estuvieron en las fuerzas armadas. Yo estaba a punto de cumplir los cinco años cuando Estados Unidos entró en guerra y por aquel entonces no quedó ningún hombre de la familia viviendo en Baltimore. Como mi madre trabajaba todo el día en la escuela, era Maud, la mujer que nos cuidaba y a la que nos sentíamos muy unidos por el tiempo que pasábamos juntos, la que nos vestía por las mañanas. Mi madre volvía para hacer la cena y luego se marchaba al centro a trabajar en la tienda hasta las nueve en punto de la noche. Ida llevó la tienda todos los años que mi padre pasó fuera. Durante el día, contaba con los empleados, pero ella iba por las noches y los fines de semana para recoger el dinero de la caja, revisar las cuentas y hacer el pedido de nuevos discos. No sabía tanto como Ben, pero sí lo suficiente como para llevar el negocio. Y no era la única que estaba en esa situación. Si uno hace memoria, el movimiento de liberación de la mujer podría muy bien remontarse a la Segunda Guerra Mundial, cuando las mujeres, dada la escasez de mano de obra, se hicieron cargo de los trabajos que antes hacían los hombres. Cuando los hombres volvieron de la guerra, sus mujeres estaban trabajando y muchas no quisieron dejar sus empleos.

Después de la guerra, cuando aparecieron las primeras televisiones, Ben encargó un equipo de «monte usted mismo su propio televisor». Lo montó y, desde ese momento, empezó a repararlos. Marty y yo supuestamente también debíamos aprender y algo aprendimos, pero no creo que llegáramos a ser muy buenos porque nos faltaba su motivación.

La única señal de televisión que entonces recibíamos provenía de Washington, D.C. Se trataba de una carta de ajuste y tenía bastante nieve, como se decía entonces. Poco después empezaron a retransmitir partidos de fútbol profesional los domingos por la tarde. Hacia 1947 o 1948, al aumentar la demanda de programas, una versión temprana de lo que después serían los productores empezó a ir por las escuelas a grabar a los niños tocando música. A menudo emitían en directo desde las escuelas y así con diez y once años salí en televisión tocando la flauta.

Sheppie, Marty y yo empezamos con la música muy jóvenes. Shep y Marty recibían semanalmente lecciones de piano de un profesor que iba de casa en casa dando lecciones a los niños, pero yo elegí estudiar flauta. Desde los seis años había tomado algunas clases en grupo de violín en Park School, mi primera escuela primaria, pero por algún motivo el violín no «cuajó», lo que me sorprende, teniendo en cuenta la cantidad de música que desde entonces he escrito para cuerda (para violín solo, cuartetos, sonatas o sinfonías).

Aún recuerdo que había un niño un año mayor que yo en mi escuela que tenía una flauta. Yo pensaba que era el instrumento más bonito que había visto y oído jamás y mi obsesión era llegar a tocar la flauta. Y acabé tocándola hasta los treinta años. De hecho, incluso en mis primeros conciertos profesionales, tocaba tanto la flauta como el piano.

Enseguida descubrí que, cuando llevaba la flauta a la escuela, de vuelta a casa, a veces terminaba peleándome. La broma de entonces era «eh, ¿te gustaría tocar mi flauta?», lo cual se consideraba muy ingenioso. Mi flauta, jajajá. Los chavales de las casas adosadas del noroeste de Baltimore trataban de hacerse los machitos y les aterrorizaba pasar por gais. Cualquier cosa que les pareciera afeminada era tachada de horrible y para ellos una flauta era un instrumento femenino. ¿Por qué? ¿Porque era algo largo en lo que se soplaba? Una ramplonería surgida de una idea estúpida.

Fue mi hermano quien me organizó la pelea.

—Bien, nos reunimos y te peleas con ese niño —me dijo un día.

Al parecer, temían que sí fuera una nenaza. Pensándolo bien, creo que Marty me hizo un favor.

—¿Por qué no te peleas con ese niño y le demuestras quién eres? —me dijo. Así que fuimos al parque. El niño tampoco tenía especiales ganas de pegarse conmigo. Yo era un poco más pequeño que él, pero tenía la certeza de que lo iba a machacar. No sé cómo lo hice, porque no tenía experiencia en peleas, simplemente levanté los puños y lo molí a palos. Al final nos separaron. Yo debía de tener nueve o diez años. No era especialmente valiente ni me gustaba pelearme, pero me sentí obligado a hacerlo. Si el niño hubiera medido un metro ochenta, también le habría ganado. Después de aquello, nadie más se volvió a meter con mi flauta.

Cuando mi padre volvió de los marines en 1945, nuestra familia se mudó del centro a un barrio de dúplex semiadosados en Liberty Road, en la ruta de la antigua línea 22 del tranvía. El 22 jugaría un papel importante en mi vida hasta que me fui a la Universidad de Chicago en 1952. Mis padres aceptaron que tomara clases de flauta, pero en el barrio no había ningún profesor. El 22 iba hasta el centro, a Mount Vernon Place, donde se encontraba el monumento a Washington, justo enfrente del conservatorio Peabody. El tranvía tenía asientos amarillos de mimbre y se abastecía de electricidad mediante un trole. Llevaba dos empleados, uno delante, el conductor, y otro, el cobrador, que recaudaba los diez o doce centavos del billete. Al tener menos de doce, no creo que ni siquiera pagara aquellos primeros años.

El cuarto piso del Peabody tenía un largo pasillo con salas de ensayo a cada lado y bancos donde esperaba a mi profesor. El Peabody no tenía profesor de flauta en preparatorio, así que, cuando fui admitido en el conservatorio, las clases me las daba Britton Johnson, por aquel entonces primer flautista de la Sinfónica de Baltimore. Era un profesor maravilloso, antiguo alumno de William Kincaid, primer flautista de la Orquesta de Filadelfia, uno de los grandes de todos los tiempos. Así que en mis comienzos me emparenté con la nobleza de los flautistas.

El señor Johnson, en cuyo honor se concede actualmente el premio Johnson, era un hombre orondo que, sin ser alto, no bajaría de los noventa kilos. Supongo que debía de tener entre cuarenta y cincuenta años y se encontraba todavía, en la época en que empecé mis estudios, en la cima de su carrera. Me gustaba mucho. Me alababa diciendo que tenía una magnífica embocadura, lo que significa que mis labios estaban hechos para la flauta, pero el señor Johnson también sabía que no llegaría a ser un gran flautista. No sé cómo lo sabía, pero creo que daba por sentado que al provenir yo de una familia modesta de clase media, no me permitirían convertirme en músico y que, por más talento que tuviera, nunca llegaría a cuajar.

Al finalizar la clase, el señor Johnson solía observarme suspirando y meneando la cabeza. No porque fuera un mal flautista, sino porque creía que podría llegar a ser buenísimo. Y en eso tenía razón, yo tenía potencial, pero nunca lo llegué a desarrollar plenamente. No creo que el señor Johnson llegara a enterarse de lo que fue de mí más tarde, pero, si se hubiera enterado, se habría sorprendido. En lo que sí tuvo bastante razón fue en lo referente a la presión familiar, pues cada cual me empujaba en una dirección distinta. Y, a la postre, mi profesor se equivocó, porque yo no me dejé manipular.

En realidad, lo que yo quería era estudiar piano y flauta. Tanto Ida como Ben, aunque se opusieran a la idea de la música como profesión, consideraban la educación musical un elemento básico dentro de un programa educativo completo. El problema era que mis padres no eran gente rica. De hecho, con su salario de profesora, mi madre ganaba más que mi padre. En cualquier caso, ganaran lo que ganaran, todos nosotros tuvimos nuestra formación musical. Eso sí, la economía familiar era la que era y daba solo para una clase por niño y mi instrumento era la flauta.

En vez de desalentarme, me sentaba muy callado en el cuarto de estar durante la clase de piano de mi hermano y seguía las enseñanzas con total atención. En cuanto terminaba la lección y el profesor se iba, corría hasta el piano, que había aparecido milagrosamente en nuestra nueva casa poco después de mudarnos y tocaba la lección de mi hermano. Como cabía esperar, esto a Marty le sacaba de sus casillas. Estaba convencido de que le estaba «robando» su lección o al menos le fastidiaba por tocarla yo mejor. Y tenía parte de razón. Como yo era el típico hermano pequeño molesto, solo podía estar allí para «robarle» la lección, ni más ni menos. Marty me quitaba del piano y me perseguía por el cuarto de estar dándome golpes, pero, para mí, se trataba de un peaje que valía la pena pagar.

Al echar la vista atrás, lo que me resulta más extraordinario es que con ocho años cogiera el tranvía por la tarde para ir al centro de Baltimore y, después de mi hora semanal de clase, volviera a coger el mismo 22 para volver a casa. Ya de noche, me bajaba del tranvía en Hillsdale Road y recorría seis manzanas hasta casa lo más deprisa que podía. Me aterrorizaba la oscuridad. Me perseguían imágenes de fantasmas y de muertos, nunca se nos ocurrió ni a mí, ni a mis padres, ni a mis profesores que hubiera algo que temer de parte de monstruos vivos y reales, pues en el Baltimore de 1945 ese tipo de monstruos no se hubieran podido encontrar en ningún rincón de la ciudad. Además, todos los cobradores del tranvía me conocían y me hacían sentarme en la parte delantera cerca de ellos.

Con el tiempo, me dejaron tomar una clase adicional de música. Los sábados por la tarde iba con el señor Hart, el percusionista principal de la Sinfónica de Baltimore. No se trataba de una clase particular sino que éramos entre seis y ocho niños y a mí me encantaba tocar los timbales. Actualmente compongo con gusto para todo tipo de instrumentos de percusión, pero por aquel entonces también teníamos clases de lectura de partituras y de entrenamiento auditivo que yo detestaba sin ningún motivo en particular. Ya de adulto e incluso hoy como músico experimentado, he notado que hay algo raro en mi manera de escuchar música, aunque no sabría decir de qué se trata. Debía de ser algo de la audición que no debía de ser, por decirlo de algún modo, común. Nadia Boulanger, la gran profesora con la que estuve estudiando más de dos años en París, me hizo practicar sin descanso ejercicios de «audición». Supongo que el problema se solucionó, aunque nunca llegué a entender en qué consistía y hoy ya no queda nadie a quien preguntárselo.

Mi hermano Marty y yo empezamos a trabajar en la tienda cuando teníamos doce y once años. Nuestro trabajo consistía en romper, literalmente romper, discos de 78 r.p.m. para que Ben pudiera cobrar el «derecho de reembolso» que entonces se pagaba por los discos deteriorados. A finales de los años cuarenta, las grandes compañías discográficas pagaban a los minoristas unos diez centavos por un disco que hubiera sufrido algún daño en el proceso de envío a la tienda o por cualquier otro motivo. Para poder cobrar, los discos rotos debían estar clasificados por discográficas y tener al menos la etiqueta intacta. A Marty y a mí nos daban cajas y cajas de discos que no habían sido vendidos, no todas ellas pertenecientes a General Radio, la tienda de nuestro padre. Él tenía un segundo negocio que consistía en comprar los remanentes de otras pequeñas tiendas de Maryland, Virginia y Virginia Occidental. Recuerdo que los compraba todavía enteros pero sin vender a cinco centavos el disco. Marty y yo los rompíamos y volvíamos a empaquetarlos en cajas por discográficas (RCA, Decca, Blue Note, Columbia) y Ben se los volvía a vender a las mismas a diez centavos, duplicando así el dinero invertido y manteniéndonos ocupados y bastante contentos. Marty y yo estábamos casi siempre en el sótano de la tienda clasificando discos o rompiéndolos o, si no, en el departamento de reparaciones echándole una mano a John probando lámparas de viejas radios.

Ben también tenía clientes que escuchaban lo que conocíamos como hillbilly music. Anunciaba la tienda en emisoras de radio de los Apalaches, en Virginia Occidental, y la gente le encargaba discos por correo y él se los enviaba. No creo que a mi padre le gustara especialmente ese tipo de música, pero la conocía y yo también.

Un verano, apenas unos años después, abrió una tiendecita en el barrio negro de la ciudad y aquel verano nos lo pasamos mi hermano y yo vendiendo disco de rhythm and blues a chavales no mucho mayores que nosotros. Yo escuchaba toda la música popular que salía por aquel entonces. Me gustaba su vitalidad, su creatividad, su sentido del humor. Más tarde, cuando a mediados de los cincuenta aparecieron músicos como Buddy Holly, el primer rocanrol me pareció una versión de la música de los Apalaches y creo que ese era su origen. Las guitarras eléctricas sustituyeron a los banjos y las líneas de bajo las desarrollaban los bajos eléctricos junto a una manera de tocar la batería poco usual. Me encantaba su fuerza bruta.

En casa, mi hermano y yo compartíamos habitación. Teníamos un armario, dos camas separadas por una pequeña mesilla de noche y una ventana que se abría a las escaleras exteriores que subían al segundo piso de nuestro dúplex. Era muy fácil salir por la noche sin ser visto. Al oír al heladero haciendo sonar su campanilla calle abajo, nos escabullíamos para ir a comprar barritas Good Humor. Al ir cumpliendo años, nos dedicamos a hacer mayores gamberradas. Uno de la pandilla tenía una escopeta de balines con la que disparábamos a las farolas del callejón y luego nos colábamos otra vez en casa. No recuerdo que nos llegaran a pillar.

Mi hermana Sheppie tenía amigos mayores. La diferencia entre los doce y los diez años entonces parecía muy grande, pues ella ya estaba en el instituto y nosotros todavía en la secundaria obligatoria. Además, Sheppie estaba mucho más protegida y controlada que Marty y yo. Estudió en colegios privados y tuvo su propia vida social hasta que fue a la universidad en Bryn Mawr.

Era en verano, en el campamento cuáquero de Maine, cuando más contacto tenía con Sheppie. En realidad, no era propiamente un campamento sino una casa antigua y grande con seis u ocho dormitorios. Aceptaban a chicos y chicas de entre los doce y los dieciocho años y yo era de los más pequeños. No había auténticos supervisores sino tres o cuatro mujeres cuáqueras mayores que se ocupaban de nosotros como de una gran familia. Jugábamos al tenis, montábamos en barca y todos los miércoles por la noche íbamos al baile del pueblo.

En la escuela a la que fuimos de pequeños había algunos maestros cuáqueros y, al tener amigos cuáqueros dedicados a la educación, a Ida le gustaban mucho aquellos maestros. Naturalmente, eran pacifistas y estaban muy concienciados socialmente. No recuerdo haber estado nunca en una de sus reuniones, pero conocía algo sobre sus creencias y, como Ida y Ben, siempre he sentido simpatía por sus ideas. Era gente socialmente comprometida y conectada con el mundo.

La filosofía de los cuáqueros coincide con ciertas ideas que desarrollé más tarde. Nunca quise ser cuáquero, pero envié a mis dos primeros hijos a una escuela cuáquera en Manhattan, el Friends Seminary, situada en la calle 15 con la Segunda Avenida. Me gustaba su filosofía de vida, de trabajo, y su espiritualidad. Las ideas fundamentales de responsabilidad social y de cambio mediante la no violencia me llegaron a través de los cuáqueros. Cuando la vida de la gente refleja ideas semejantes a estas, su conducta se integra automáticamente en un ideal más amplio.

En el Baltimore de los cuarenta, ir al cine todos los sábados formaba parte de la infancia. Solíamos ver un programa doble con tráileres de futuros estrenos y noticiarios. Así fuimos enterándonos de la guerra. Cuando los alemanes fueron derrotados, yo tenía ocho años y recuerdo claramente ver en los noticiarios a soldados americanos entrando en los campos de concentración. Las imágenes captadas por los cámaras fueron proyectadas en cines de todo Estados Unidos. Nadie se esperaba aquello, no se avisaba de que uno podía sentirse afectado al ver aquellas escenas. En las filmaciones, de hecho, se mostraban cráneos y pilas de huesos. Era lo mismo que veían los soldados al entrar en los campos, pues detrás de ellos iban las cámaras.

La comunidad judía conocía la existencia de campos de exterminio en Alemania y en Polonia. Tenía conocimiento de todo aquello porque recibía cartas y mensajes de las escasas personas que lograban escapar, pero no se trataba de una certeza que fuera ni conocida ni aceptada por los demás norteamericanos, ni aireada por el gobierno. Al acabar la guerra, cuando empezaron a llegar refugiados a Estados Unidos, mi madre inmediatamente se puso a colaborar en su acogida. Hacia 1946, nuestra casa se convirtió en un hogar de paso, un refugio para los supervivientes que no tenían un lugar adonde ir. Recibimos a muchísimas personas para acogerlas en casa unas cuantas semanas en espera de ser realojadas. Como yo era pequeño, me daban miedo. No se parecían a nadie que yo conociera. Había hombres esqueléticos con números tatuados en el antebrazo. No sabían hablar inglés y parecían regresar del infierno, de allí era literalmente de donde venían. Yo sabía que habían sobrevivido a algo terrible. En los noticiarios habíamos visto cómo eran los campos y, de repente, nos encontrábamos con auténticos supervivientes procedentes de aquellos lugares.

Mi madre tenía una conciencia social mucho mayor que cualquier otra persona de su entorno. Mientras otros no se ofrecieron, mi madre se implicó muchísimo en la acogida de las oleadas de refugiados procedentes de Europa. Organizó programas educativos para que aprendieran inglés, desarrollaran sus capacidades y pudieran establecerse en Estados Unidos. Mis dos padres encarnaban unos valores de bondad y solidaridad que nos transmitieron a sus hijos.

Mi hermana Sheppie ha dedicado gran parte de su vida profesional a esa misma tarea. Durante años estuvo trabajando con el International Rescue Committee, cuya misión es dar una respuesta global a crisis humanitarias. Más recientemente ha colaborado con KIND (Kids in Need of Defense), que trata de paliar la actual crisis migratoria en la frontera sur de Estados Unidos.

Como en otras muchas familias judías no practicantes, en mi casa no se impartía ningún tipo de enseñanza religiosa, pero alguna que otra vez sí acudíamos a la casa de algún familiar para celebrar la pascua judía. El nuestro era un barrio de gentiles. Por Navidad, había árboles con luces navideñas delante de las casas, así como Papás Noeles con su trineo en los tejados. Mis compañeros de clase no eran judíos y siempre que visitaba sus casas durante las fiestas, sentía envidia por sus árboles de Navidad y sus calcetines colgando.

Había barrios en Baltimore donde la gente tenía carteles en sus jardines que decían: «Perros no, judíos tampoco». De pequeño no entendía qué quería decir esa gente con tales carteles delante de sus casas, pero el autobús, que atravesaba gran parte de la ciudad desde el sudeste hasta el noroeste, donde nosotros vivíamos, pasaba por Roland Park. Ese barrio de clase media alta, bastante cercano a la Universidad John Hopkins, con sus grandes y bonitas casas y grandes y bonitos jardines, era uno de los sitios donde solía ver ese tipo de carteles. Por aquel entonces para mí carecían de sentido, aunque prejuicios de ese tipo no tienen sentido alguno jamás.

Haciendo memoria, la verdad es que conocíamos a muchos judíos. De hecho, no había nadie que entrara en casa que no fuera judío. Se trataba de una comunidad muy unida, no porque fuéramos muy religiosos o habláramos hebreo, pues nadie de hecho lo hablaba, pero todos los domingos por la mañana mi padre nos decía: «Venga, niños, vamos a buscar unos bagels», y nos llevaba en coche a uno de los viejos delis del este de Baltimore a comprar bagels, chucrut y pepinillos agridulces de barril para llevarlos a casa. Como los hermanos de mi madre querían que fuéramos a la escuela judía, Marty y yo estuvimos yendo un par de días por semana hasta que cumplimos los trece años, pero, en vez de asistir a las clases, instigados por Marty, pasábamos la mayor parte de aquellas tardes en unos billares a una manzana del templo, jugando hasta las seis menos cuarto, la hora en que teníamos que volver a casa. Como mi madre estaba en la escuela y mi padre en la tienda de discos, nadie se enteraba de lo que hacíamos.

Las palabras en yidis o en hebreo que sabíamos las aprendimos de nuestros abuelos. La familia de mi madre provenía de Rusia y la de mi padre, de Letonia. La familia de mi madre vivía en el número 2 028 de la avenida Brookfield y nosotros en el 2020, así que vivíamos muy cerca y mi madre iba a menudo a visitar a sus padres. Por lo que recuerdo, ellos tampoco eran practicantes, pero hablaban en yidis entre ellos y, si estábamos en su casa, esa era la lengua que escuchábamos. En realidad, nunca los oí hablar en inglés. Durante aquellos años, siendo yo muy pequeño, entendía todo lo que decían.

El padre de mi madre había empezado como chatarrero, algo muy común en aquellos tiempos. Salía a la calle y recogía cualquier cosa de valor. Más tarde, empezó a hacer ladrillos y a venderlos, lo que con el tiempo terminó convirtiéndose en un almacén de materiales de construcción. Luego empezó a vender contrachapados y, para cuando murió, tenía ya su propia empresa. Comenzó con una pequeña tienda y, siendo yo ya adulto, sus hijos, los hermanos de mi madre, eran propietarios de varios inmuebles y se habían convertido en hombres de negocios.

La mayor parte de los músicos de mi familia venían de la rama paterna. Mi primo Cevia estudió piano clásico, mientras otros estaban metidos en el vodevil. Algunos miembros de la familia fueron músicos clásicos y otros pertenecieron al mundo de la música popular. La abuela de mi padre, Frieda Glass, era tía de Al Jolson, así que compartíamos parentesco. Los Glass y los Jolson eran primos. Lo descubrí años más tarde cuando, tocando en Cincinnati, un caballero muy bien vestido vino a darme su tarjeta. Se apellidaba Jolson y era dentista.

—Yo soy primo suyo —me dijo.

—¡Ah! Usted debe de ser un Jolson —le contesté.

—Sí.

—¿Entonces es verdad que los Jolson y los Glass están emparentados?

—Sí, lo están.

A la familia de mi madre, como ya he dicho, no le hacían mucha gracia los músicos. No tenían en gran estima la fama de Al Jolson. Baltimore no era Nueva York, donde todo el Lower East Side estaba lleno de italianos y judíos para quienes en muchos casos la salida del gueto pasaba por el mundo del espectáculo. Un camino que llevaba hasta Hollywood, donde artistas como Eddie Cantor, Red Skelton o los hermanos Marx se convirtieron en modelos para toda una generación.

Cuando mi padre empezó a vender discos, no sabía distinguir los buenos de los malos. Todo lo que el representante le ofrecía, él lo compraba. Pero empezó a darse cuenta de que había discos que se vendían y otros que no. Como buen hombre de negocios, quiso averiguar la razón por la que algunos discos no se vendían, de modo que empezó a llevárselos a casa para escucharlos, con la idea de descubrir lo que fallaba y así no volver a equivocarse a la hora de comprar otros.

Al final de los años cuarenta, la música que no se vendía era la de Bartók, Shostakóvich y Stravinski, el vanguardismo de por aquel entonces. Al tratar de entender qué era lo que no funcionaba en esa música, Ben se puso a escuchar sus discos una y otra vez hasta que terminaron gustándole. Se convirtió en un ferviente defensor de la música de vanguardia y empezó a venderla en su tienda. De ese modo, cuando alguien en Baltimore quería comprar ese tipo de música, tenía que venir a la tienda de mi padre. Él les hacía de guía y les recomendaba discos diciéndoles, por ejemplo, «Mira, Louie, llévate este a casa y escúchalo y, si no te gusta, me lo devuelves». Hacía proselitismo. La gente llegaba para comprar Beethoven y salía con Bartók.

Mi padre era un autodidacta, pero terminó adquiriendo un conocimiento muy refinado y rico de la música clásica, de la de cámara y de la contemporánea. Al llegar a casa, solía cenar y, después, se sentaba en su sillón para escuchar música hasta medianoche. Muy pronto me enganché yo también y me ponía a escuchar con él, sin su conocimiento, desde luego. Al menos, eso era lo que yo creía por aquel entonces. Hasta los nueve años, vivimos en una de esas casas adosadas con escalones de mármol típicas de los barrios residenciales del centro de Baltimore. La habitación de los niños estaba encima del cuarto de estar donde mi padre se sentaba para disfrutar de sus audiciones nocturnas. No sé por qué, yo no me dormía y acababa deslizándome silenciosamente hasta mitad de la escalera para, sentado allí detrás de él, unirme a sus audiciones. Fue así como desde muy pequeño compartí las noches de mi infancia con mi padre. Para mí, aquellos años están impregnados de los magníficos quintetos de cuerda de Schubert, de los cuartetos de la Opus 59 de Beethoven, de música de piano de todo tipo, así como de bastantes composiciones «modernas», sobre todo de Shostakóvich y Bartók. Los sonidos de la música de cámara arraigaron en mi corazón y se convirtieron en la base de mi vocabulario musical. Simplemente creía que así era como debía sonar la música. Esa fue mi base y gran parte de todo lo demás se fue sedimentando en capas sucesivas sobre la misma.

Mi madre, siempre preocupada por nuestra educación, nos llevó a los mejores colegios que pudo. Mi hermano y mi hermana fueron a colegios privados, pero, como no podían costear un tercer colegio privado, a mí me enviaron a un instituto público, el City College. Baltimore era por aquel entonces bastante progresista en todo lo relacionado con la educación pública y me inscribieron en un curso «A», un programa educativo mejorado que ponía el énfasis en las matemáticas y la lengua. El City College era lo que hoy en día se llamaría una escuela imán. A pesar de ser una escuela racialmente segregada, como lo eran todas las públicas de Baltimore, sus planteamientos eran muy progresistas. Con frecuencia, los graduados en cursos «A» entraban en la universidad en segundo curso, en vez de empezar cursando primero. Lo destacable es que, antes incluso de que surgiera la posibilidad de mi entrada temprana en la Universidad de Chicago, yo ya estaba integrado en un excelente programa educativo.

Desde que mi madre se convirtiera en la bibliotecaria de mi instituto, solía quedarme en la biblioteca al acabar las clases. Si no tenía otra cosa que hacer, la esperaba hasta que ella cerraba y volvíamos juntos a casa. Mientras la esperaba, pasaba mi tiempo ojeando los programas académicos de las distintas universidades. Mi sueño, desde luego, era huir de Baltimore y sabía que eso pasaba por ir a una universidad. Un día me encontré con el programa de la Universidad de Chicago y descubrí entusiasmado que no exigían el título de bachiller para ingresar, bastaba con aprobar un examen de acceso. Se trataba de un sistema que había sido instaurado por el entonces rector Robert Hutchins, considerado uno de los pedagogos más progresistas del país. Además de esos inusuales requisitos de ingreso, también había iniciado el programa de «grandes libros» en el primer ciclo universitario. La idea del programa, acuñada por el filósofo y pedagogo Mortimer Adler, se basaba en una lista con un centenar de grandes títulos que cualquier persona educada debía haber leído para obtener un título universitario. Se trataba de una lista apabullante, en la que figuraban, entre otros, Platón, Aristóteles, Shakespeare o Newton. De hecho, por aquel entonces, como no podía ser de otro modo, una parte importante del currículo del primer ciclo universitario estaba basado en esa lista.

Supongo que ese resquicio en las normas de admisión, que permitía a jóvenes brillantes y ambiciosos entrar en la universidad sin haber acabado la secundaria, debía de estar relacionado con el final de la Segunda Guerra Mundial para que los miles de veteranos de guerra que habían regresado de Europa y Japón pudieran aprovechar las ayudas financieras del estado e ir a la universidad. En la época en que yo ingresé, ese programa todavía estaba en vigor y ofrecía un atajo para saltarse los dos últimos cursos de instituto y empezar los apasionantes años de aprendizaje que podía ofrecer una gran universidad.

Mi tutor pensaba que hacer el examen podía ser una magnífica experiencia, pero ni se le pasaba por la cabeza que pudiera superarlo. La prueba era una valoración integral del nivel de educación: matemáticas, composición escrita e historia. No me pareció excesivamente difícil, prueba de la calidad de los estudios que había cursado. Pasé el examen y fui admitido como «estudiante de ingreso anticipado» en la universidad, pero superar el examen de entrada era solo el primer obstáculo. Lo realmente crucial era si mis padres permitirían que siendo tan joven me fuera a una gran universidad y viviera lejos de casa.

Una noche, poco después de ser aceptado, dos alumnos de la Asociación de Alumnos de Baltimore de la Universidad de Chicago vinieron a casa. Aquella noche, me habían mandado temprano a la cama, por lo que no sé de lo que se habló ni sé de las seguridades que ofrecieron, pero durante el desayuno de copos de avena y chocolate caliente de todos los días, mi madre me dijo: «Anoche tuvimos una reunión y hemos decidido que puedes ir a Chicago».

Me quedé completamente anonadado. Ni se me había pasado por la cabeza que pudieran tomar la decisión tan deprisa, pero yo estaba exultante. Sentía que iba a estallarme la cabeza. Sabía que Baltimore se me había quedado pequeño y estaba listo para recoger mis cosas en un par de bolsas y dejar atrás mi infancia, mi familia y mi hogar para empezar mi «auténtica vida» (fuera esto lo que fuera).

Como siempre, Ida no se mostró especialmente emocionada. La emoción estaba ahí, pero disimulada. Por una extraña coincidencia, resultaba que mi madre también se había graduado a los diecinueve años en la John Hopkins. De hecho, había sido la primera mujer en graduarse en esa universidad y, además, tan joven que la nombraron miembro honorario del club de la facultad. ¿Tenía ella, por tanto, ciertas claves sobre lo que la educación universitaria podía significar para mí?

Mis dos padres se mostraron cautelosos, incluso renuentes a la hora de tratar el tema abiertamente. Fue mi hermana Sheppie la que me dijo más tarde que había sido mi padre quien se había mostrado más dubitativo y que la que resultó determinante para que me fuera fue mi madre, o sea, lo opuesto a lo que yo había supuesto.

—Fuiste porque Ida quiso que fueras —me dijo Sheppie—, quería que tuvieras la mejor educación posible.

Si mi madre se sentía orgullosa de que me hubieran aceptado, nunca me lo manifestó. Tampoco me comunicó su ansiedad y su comprensible aprensión, teniendo en cuenta que en 1952 yo solo tenía quince años.

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