¿Por qué los animales no pueden «sentir» el ritmo de la misma forma que los humanos? ¿se trata de una cuestión meramente evolutiva? Un experto revela los secretos detrás de la musicalidad y la emoción humanas.
Por Rafael Román Caballero
Investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad de Granada / Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento, Universidad de Granada
Madrid, 23 de noviembre (The Conversation).- Nuestras mascotas saben mejor que nadie cuánto tiempo pasamos escuchando música. Entonces, ¿cómo es que los perros no acaban bailando?, se pregunta el biólogo Tecumseh Fitch. Aunque hayan escuchado una y otra vez nuestras listas de reproducción, ¿por qué parece que no “sienten” el pulso de la música ni sincronizan sus movimientos con el ritmo como hacemos nosotros?
La capacidad humana para sentir y hacer música proviene de un conjunto único de habilidades, la musicalidad. Muchas de ellas están presentes en otras especies animales. Pero algunas son exclusivas de los humanos y han sido un paso evolutivo decisivo para la experiencia musical.
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Por ejemplo, primates como el macaco Rhesus son capaces de distinguir diferentes notas musicales o de representar melodías. También pueden estimar el intervalo de tiempo entre notas y reproducir secuencias simples con movimientos (como los pulsos de un metrónomo).
Sin embargo, los primates no expresan la preferencia de los humanos por una música consonante frente a una disonante. Esa indiferencia contrasta con el impacto que la música tiene en nosotros desde muy pequeños. El tempo, el ritmo y la tonalidad de la música son capaces de inducir muchos tipos de emociones, desde calma hasta agitación. Como consecuencia, nuestra respuesta emocional a la música podría ser única.
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Los primates también parecen ser incapaces de extraer espontáneamente el pulso de una canción. La música suele organizarse en grupos de sonidos en los que algunas notas se acentúan más. La diferencia en el énfasis de los sonidos nos permite “sentir” el pulso, incluso cuando las notas acentuadas se omiten con silencios o ritmos sincopados (como en la canción «Eleanor Rigby» de The Beatles).
Más aún, los humanos percibimos el pulso de forma flexible, adaptándonos con rapidez a los cambios de velocidad y ritmo. El compás de amalgama, característico del flamenco, es un ejemplo de esa flexibilidad. En él, todos los compases contienen seis unidades de tiempo que se agrupan con alternancia en conjuntos de tres notas (dos grupos de tres) y en conjuntos de dos (tres grupos de dos). Esta es la estructura habitual de palos como la bulería o de la canción popular «En el Café de Chinitas» de Lorca.
Así, aunque algunas especies de simios a veces realizan percusiones sobre troncos y otros objetos, no podrían ajustar sus golpes a la acentuación compleja del flamenco. Y menos aún podrían cantarlo, debido a su limitada capacidad de aprendizaje vocal (lo que también les impide el habla).
LAS RAÍCES DE LA MÚSICA: PERCEPCIÓN AUDITIVA Y LENGUAJE
Desde los primeros restos de instrumentos musicales hace 40 mil años, la música se ha manifestado como una actividad universal. Está presente en todas las culturas y es uno de los placeres de la vida para casi todas las personas. Sin embargo, ¿por qué han surgido esas habilidades únicas en los humanos?
Algunas posturas defienden que la música per se no cumple ningún papel esencial en la supervivencia. Sería más bien un subproducto de la evolución de otras facultades mentales, como nuestra percepción auditiva o el lenguaje. O, dicho de otro modo, una creación cultural altamente placentera (un «cheesecake auditivo» en palabras de Steven Pinker).
Empecemos por la percepción auditiva. Una de sus funciones básicas consiste en determinar qué está presente en el ambiente y dónde se sitúa. No es una tarea sencilla. Sobre todo porque en todo momento existen múltiples fuentes emisoras, cuyos sonidos se combinan en el aire y llegan a nuestro oído en forma de una sola onda. A partir de esa onda, el sistema auditivo identifica el tono de los sonidos (si son agudos o graves) y el timbre característico de los instrumentos que los producen.
Si, por ejemplo, escuchamos dos notas, una grave y otra aguda, es más probable que la grave pertenezca a un violonchelo y la aguda a una flauta. Aunque por caprichos del compositor fuera al contrario, el timbre también es clave para identificar los instrumentos musicales y, en este caso, sentir que hay dos en la escena.
Otra clave para determinar la fuente emisora es la distancia entre los tonos. Habitualmente percibimos dos líneas de notas con tonos muy diferentes, como si pertenecieran a dos emisores distintos. Puede apreciarse bien en el Andante de la Segunda sonata para violín de Bach. Si no vemos cuántas personas están tocando, es probable sentir la ilusión de que hay dos violines en lugar de uno. (Modificando la velocidad de reproducción a ×1.5 la ilusión se intensificará y, al contrario, se reducirá si elegimos ×0.75).
Por otro lado, nuestras habilidades musicales también hunden sus raíces en el desarrollo del lenguaje. Procesar aspectos como el contorno melódico y la estructura de acentos en el habla es esencial para una percepción completa del mensaje. A lo que se suma que las habilidades de imitación y de aprendizaje vocal podrían ser las precursoras de que la música más ancestral, la cantada, fuera adquiriendo complejidad y se desarrollaran las capacidades rítmicas.
¿CREACIÓN CULTURAL O ADAPTACIÓN EVOLUTIVA?
Hay quienes defienden que la música no ha vivido una selección natural y que es una mera creación cultural. Pero también los hay que sostienen que nuestra musicalidad sería una exaptación. Es decir, las habilidades auditivas básicas y de aprendizaje vocal (presentes en otras especies y que no se seleccionaron para la música) permitieron que los humanos ancestrales pudieran aprender por imitación cánticos en grupo.
En su origen debió ser muy costoso. Pero sirvió para facilitar la expresión de emociones y la cohesión del grupo. A medida que los grupos humanos fueron creciendo en número, la música se convirtió en una herramienta poderosa para regular las emociones y construir una identidad de grupo a gran escala. Además, favorecía la identificación de intrusos, es decir, aquellos que no conocieran los ritos musicales.
En un contexto en el que la música fuera una conducta relevante, quienes nacieran con mejores capacidades musicales podrían aprender y hacer música con menos esfuerzo. Y esto supondría una clara ventaja que llevaría a su selección. Así, la propia creación cultural pudo ejercer presión para que nuestra musicalidad se refinara y sea tal y como es hoy.
Sea por un capricho de la cultura o de la evolución, la música nos ha permitido expresar de un modo insólito los rincones más profundos de nuestros sentimientos y nuestro mundo interior.