«En este mundo todavía hay muchas aventuras, ¿no crees? Vamos a vengarnos. ¿Qué importan entonces Dios o el Diablo, si vamos a ser dueños de la muerte, como sólo ellos lo son, existan o no?»
Ciudad de México 23 de junio (SinEmbargo).- Cuenta la historia de un niño abandonado que, en ausencia de una figura paterna, es adoptado por el movimiento armado clandestino que se formó en México en la década de los setenta.
Es el México de los setenta y Germán, un adolescente aficionado a la lectura de los clásicos, es reclutado por la guerrilla revolucionaria. A partir de ese momento, toda su vida se transforma y toma el rumbo de la noche encubierta, de la sangre derramada, de la disidencia política.
Más adelante los tiempos cambian y los sueños revolucionarios se desvanecen entre los vientos de la modernidad. Germán lo sabe y se convierte en un agente de alto nivel del poder en curso. Pero los errores y crímenes del pasado no dejan en paz a este antiguo militante, quien se convierte en el ejecutor implacable de una oscura venganza que se debate entre la expiación y la culpa.
Tres mujeres, igualmente trágicas y bellas, lo acompañan; se trata de las tres Gracias (verdad, belleza e inocencia) que alumbrarán su sangriento camino. ¿Logrará Germán saldar las cuentas con su pasado y salir indemne?
Fragmento de Las furias, de Gerardo de la Concha, con autorización de Ediciones B
Alecto o la implacable
Los cuerpos desnudos pueden ser hermosos, pero no siempre lo son. El cuerpo que torturé en una ocasión de esos tiempos ya idos de mi juventud no me lo pareció, quizá por su postura, por su peste, por su indefensión. Con los ojos vendados, se encontraba arrojado y vencido en el rincón grasiento de un muro gris y el hombre —debo decir el muchacho, pues éramos de la misma edad— tenía un cuerpo triste.
Sus manos estaban amarradas por la espalda. En algún momento hubiera querido tomarlas y calmar su dolor provocado por mí, lo que resultaba algo tan contradictorio como la vida misma. Mientras esto sucedía yo oía cantos, de eso estoy seguro, y es posible que advirtiera también a lo lejos el ladrido de un perro y los rumores nocturnos de la ciudad en calma a pesar de encontrarnos en ese sótano, pero todos los sonidos desaparecían ante el poder de mi propia voz, aunque luego el grito de él, ahogado en sus gemidos, habría de permanecer como un eco en el tiempo.
Recuerdo una araña en ese muro más bien salitroso, la miré caminar presurosa y de pronto se detuvo ante mis ojos. Algo motivó su repentina inmovilidad, quizá en un instante se acallaron los ruidos cercanos cuando me distraje para contemplarla y entonces sintió miedo de que fuera a atacarla. La verdad no sé si las arañas sientan ese miedo que paraliza de manera inevitable en este condenado mundo,y en efecto habría podido aplastarla aunque no lo hice; así le di la vida porque podía darle la muerte.
Me pregunto ahora: ¿la imagen de una insignificante araña surge del pasado como un símbolo de lo ineludible, por ejemplo el paso del tiempo? O si en un sueño hay una araña gigante tejiendo su tela para atraparnos y perdernos enredados en ella, ¿se convierte en un emblema de la mente confusa, incapaz de enfrentar realmente lo que subyace como raíz de todo? Si representa la presencia de lo extraño al tratarse de un animal carente de sistema nervioso, ¡entonces no puede sentir miedo, no puede! A lo mejor sólo divago. En esa ocasión, la araña retomó a salvo su camino y yo continué con el mío, hundido en mi tarea.
Si existiera de verdad un Dios misericordioso no habría pasado ni futuro, sin ninguna memoria ni esperanza, sólo así sabríamos, abolido el tiempo, que el paraíso se encuentra en el dominio de lo indiferente, en un presente perpetuo hecho de olvido verdadero; ésa es la felicidad de algunos locos y de los idiotas privados de razón. Si el asesino regresa siempre al escenario de su crimen puede ser que de igual manera la memoria, por obsesión o por culpa, se obligue también a volver a los escenarios pasados. Creo que a veces el recuerdo encuentra su cauce convertido en tormento o en placer.
Entonces, ¿cómo llegué a esa circunstancia, la de tener a mis pies ese cuerpo vencido?
Nunca he vuelto a sentir tanto frío como aquella noche —en enero del 72—, acurrucado en el suelo junto a una pared desnuda, donde no había camastro ni nada. Eran los separos de la policía judicial de Chihuahua, y el invierno del norte con su poder helado nos poseía despojados de abrigo. El frío tan intenso dominaba todo, era el señor de las sensaciones y los olores, los pensamientos y los deseos (como el de no estar ahí). Porque en ese lugar no había posibilidad de otra cosa, si no de obedecer en un instante concentrado y como si fuera una orden, el imperio absoluto del frío. Camaradas de los diferentes comandos ocupaban distintas celdas. Si alguien hablaba lo hacía a susurros, aunque prevalecía el silencio, compañero de la luz amarillenta y la sucia humedad del sitio. Tan sólo en un momento una voz exclamó: «¡Mataron a Natasha!», y el sonido de esas palabras pronunciadas como un aviso o un lamento se deslizó rápido y agudo entre los barrotes. Estoy seguro, si bien no los conocía, de que todos ellos permanecían resignados, dignos o firmes, dispuestos a todo según su carácter. La consecuencia de un operativo fallido es caer en manos del enemigo, y si alguien estaba arrepentido de participar en esos asaltos simultáneos realizados en nombre de la Revolución, no tenía oportunidad para reflexionarlo. Como decía, el frío congela los sentidos y todo lo convierte en un temblor capaz de suplir al miedo, esa sensación oscura en la cual no puedes perderte si antes ya lo estabas en esa desolación aterida.
Estaba junto con Tony, sentados espalda contra espalda y no era suficiente. No sé ya si él por tener más edad fue quien lo sugirió o nos abrazamos por instinto, lo cierto es que estrechar nuestros cuerpos nos dio algo de calor. No podíamos caminar dentro de la celda, estábamos agotados. «Les dije que tú no tenías nada que ver, porque viniste aquí para a estudiar, les dijiste lo mismo, ¿verdad?» Esa versión la habíamos dado a la gente de la calle del barrio de Santo Niño en la capital chihuahuense, donde estaba hospedado, y era lógico que la repitiera cuando, después de detenernos, al entregarnos a los policías en la estación, un hombre gordo de bigotes me interrogara dentro de un cubículo. El tipo muy serio hacía anotaciones en una libretita.
—¿Quién te mandó acá? —preguntó de forma escueta.
—Mi mamá…—respondí rápidamente.
—¿Ella te mandó a robar? —exclamó con dureza.
—Yo no he robado nada —dije con suavidad y con la mirada firme.
—¿A qué viniste aquí? —inquirió con su tono norteño. —A estudiar, señor… —volví a hablar como si lo murmurara.
—En sus pinches escuelas se vuelven rojillos —afirmó.
Sobre su escritorio estaban todas las cosas que llevaba en mis bolsas del pantalón.
—Yo vine a inscribirme para estudiar eso —señalé una tarjeta perforada. Dejó su pluma y la libretita, con sus manos regordetas la desdobló con curiosidad y la volteó por sus dos caras, noté que le había intrigado, pero de alguna manera no quiso mostrarme de inmediato su total ignorancia en torno a la misteriosa tarjeta perforada, y si no hubiera sido porque mi situación era poco menos que desesperada, de buena gana me habría reído de su cara perpleja y estúpida.
—Es una tarjeta de información —le expliqué.
—¿Qué clase de información? —preguntó mientras le daba vueltas lentamente y la observaba sin entender un ápice de ella.
—Se pone en una máquina que lee sus datos —expuse como si tuviéramos una conversación normal.
—¿Qué datos? —siguió preguntando.
—Pues, cualquier dato, miles, millones de datos, los clasifica y los archiva, se llaman bases de datos —dije muy animado—, esto sirve para muchas cosas, funciona mediante códigos matemáticos… —mostré con suficiencia, a pesar de que casi no sabía nada del tema.
Durante un momento sentí que era algo de suerte el haber guardado esa tarjeta de uno de los muchachos de la casa donde me hospedaba, quien estudiaba una carrera nueva de esos tiempos, la de cómputo. Gracias a mi tarea asignada en esa operación no estuve en la casa de seguridad, sólo conocía a Tony, y donde estaba viviendo a mi vecino el de la computación y a otro que trabajaba en una tienda de discos y todas las noches me atosigaba con sus comentarios de la lectura de los libros de Hermann Hesse («Abraxas es al mismo tiempo dios de luz y de sombra, del mal y del bien, ¿ves?, son verdades ocultas pero en Demian se revelan ¿eh, bato?, y también debes de leer este libro, ¿lo puedes creer?, así soy yo, como este Harry, en la ciudad somos lobos en la estepa, válgame. ¿Que qué es una estepa?, ¿qué carambas no has visto los desiertos de Chihuahua?, inmensos, hijo, inmensos como la soledad del hombre… cuando se es un lobo estepario»), ninguno de ellos sabía nada acerca del verdadero cometido de mi presencia en la ciudad ni de la índole de mis relaciones con quien era mi contacto con los comandos que planeaban un asalto simultáneo a tres bancos, para obtener fondos y mostrar la capacidad operativa de la naciente guerrilla urbana.
El hombre arrojó la tarjeta como si de pronto se diera cuenta de que conversaba conmigo en lugar de llevar a cabo un interrogatorio. Supe que iba a asumir una actitud más dura conmigo.
—Mira, mocoso, no te pases de lanza, desembucha todo lo que sabes o te va a ir muy mal —sentenció y carraspeó para recuperar su postura y comenzó a golpear con su pluma en la libretita sin anotar nada ya. Lo curioso es que no me había preguntado nada especial, quizá porque dudaba de mi papel en todo eso.
—No sé nada, señor —volví a hablar suavemente, casi con humildad, evitando exagerar esta actitud.
—Al rato van a venir unos hombres que no te van a tratar como yo —amenazó. Pero no dije nada.
—¿Qué hacías con el cabrón con el que te agarramos? —por fin hizo una pregunta que venía al caso.
—Me dijo que fuéramos a pasear en la moto —contesté sin dudar, y era tan absurda mi respuesta que otra vez debí aguantarme la risa.
—¿Qué?, ¿se dedica a pasear morrillos pendejos? —comenzó a exasperarse.
—Sólo es mi amigo… —bajé la vista para evitar confrontarlo.
—Tu amigo… asaltó por la mañana un banco… asaltaron tres bancos —casi gritó.
—No sé de él, pero hoy todos hablan de eso… —volví a expresarme como si se tratara de una conversación entre ambos, muy quitados de la pena.
—Tú eres de este grupo, no te hagas pendejo, ¿qué hacías con ellos? —indicó y pensé de inmediato que no sabía nada de mi participación en este operativo.
—No, señor, se lo juro, ni sé usar armas —quise agregar para asaltar un banco y ya no lo hice.
—Ninguno se va a escapar, están reventados, allá abajo ya están llenas las celdas —lo dijo como una constatación triunfalista.
—Yo vine aquí a estudiar —insistí.
—Eso deberías haber hecho, en lugar de andar con estos batos locos —presumió esa frase casi paternalmente y, sin embargo, en la circunstancia eso no me consoló, pues al hablar en pasado sonaba a que mi situación era en efecto bastante mala.
Si bien ningún testigo me podía reconocer, ni siquiera los camaradas quienes no me conocían en forma directa, temía que Tony no aguantara y les dijera a los policías la manera en que había participado al rondar por las sucursales para hacer descripciones minuciosas: tantos pasos tanto tiempo, cuántos guardias había, si había rondines y todo eso; en esos momentos surgía en mi mente la imagen de un edificio redondo donde estaba uno de los bancos, fui a preguntar sobre la apertura de una cuenta de ahorros, chico bueno, me di el lujo de platicar con un empleado a quien le divirtió mi tono capitalino porque dijo que era muy cantado y a mí también el suyo al decírmelo con su cadencia norteña. Y ahora el edificio redondo me generaba una añoranza inmediata y las imágenes desfilaban en mi mente con una nostalgia repentina, la gente caminaba por ahí en las calles entre los negocios o hacia las oficinas. Era el comienzo de la temporada navideña y por todos lados se escuchaban los villancicos; durante el día ya se sentía el frenesí de las compras, el ambiente de la época con sus adornos característicos. Y al sentirme diferente a todos porque de manera subterránea se preparaba una acción revolucionaria por sus objetivos, mi ánimo se arrebataba en secreto y parecía reparar así las humillaciones que depara la vida pobre. Y había sido cauteloso, me cuidaba de no llamar la atención y siempre veía de manera furtiva que nadie me siguiera. No conocía a los camaradas de ese operativo, salvo a Tony, sin menoscabo de sentirme integrado en una misión casi sagrada. La ciudad iba a saber de nosotros y yo debía procurar que las cosas salieran bien, y por eso transmitía todos los detalles necesarios. Mis ojos diseccionaban cada lugar y sus alrededores donde se iban a realizar los operativos, para que los camaradas actuaran con eficacia demostrando así ante el poder constituido la existencia de un enemigo capaz de desafiar al gobierno, como un poder que emergiera desde las sombras.
En lugar de eso, las cosas habían salido mal de manera inexplicable y yo por lo pronto estaba atrapado en una circunstancia incierta, cuya amenaza se perfilaba en el ambiente frenético de la estación. Decenas de agentes entraban y salían portando armas largas y había parientes de algunos de los detenidos. Y esta amenaza también se sentía en el interrogatorio sufrido durante el cual las palabras del policía anunciaban lo peor.
No me tocaba ir, aunque sabía que Tony iba a ser muro en la bocacalle del banco situado frente a una iglesia y pensaba que podía interceder por mí. La noche anterior él fue a donde estaba viviendo. El amigo de la tienda de discos nos hizo escuchar Tarkus de Emerson, Lake and Palmer; la portada del disco tenía un armadillo gigante de caparazón gris, cuyo cuerpo era un tanque sobre un desierto de colores donde yacía también el esqueleto de un animal prehistórico; el conjunto componía una imagen indescifrable que para mí correspondía al intento de plasmar los sueños locos y relucientes. Era una música extraña y él la oía sentado con todo su cuerpo larguirucho desparramado en un sillón y entrecerrando los ojos como si se tratara de un ensueño de tambores y sonidos electrónicos. En particular, una melodía hizo que Tony y yo nos miráramos a los ojos, pues el órgano solemne y luego la repetición en el teclado creaba un ritmo que acompañaba, de manera rimbombante y épica, la sensación nerviosa de quien espera participar en un acto, en el cual de alguna manera se apuesta la vida con un propósito superior. Su título era «The only way», un himno sagrado del rock, y resonó en nuestros oídos en correspondencia con nuestro estado anímico. También puso un disco del grupo Los cantantes de la noche de San Juan y su canto lúgubre, con timbales desgarrados y un órgano mezclado con guitarras eléctricas, parecía referirse a presagios oscuros, y eso, sin embargo, no influyó en nuestro ánimo exaltado en secreto. Le pedí que pusiera en el tocadiscos «Simphaty for the Devil» de los Rolling Stones, su pieza favorita, y aunque ignoraba yo quién era Godard, sentía en ese momento que la canción nos cargaba de energía y transfería esa actitud arrogante y, al mismo tiempo, displicente hacia la violencia ejercida, encarnada por Mick Jagger en Los Hermanos Kelly. Nos hizo escuchar también completo el álbum de Their Satanic Majesties Request. Toda ésta no era la música que más entusiasmara a Tony en su ortodoxia comunista, pero esa noche su ánimo estuvo dispuesto, en sintonía con el mío, porque todo lo que significara rechazo me alentaba. En aquel tiempo no llegaban todavía a México los sudamericanos con su música folklórica y fallida que habría de contaminar esos círculos. Ignoro cómo fue la espera de los demás camaradas, algunos de Chihuahua y otros de la Ciudad de México, quienes iban a participar en una acción tan importante, semejante al mítico ataque en la sierra a un cuartel militar, pues no se trataba sólo de la obtención de fondos, sino que se atacaba un símbolo económico de un importante oligarca que era dueño de todos esos bancos, un tal Vallina, según me explicó Tony. Es posible que se inspiraran en canciones revolucionarias tradicionales, comunistas o mexicanas, o quizá la música les era indiferente. Pero acompañaba yo a alguien que iba a tener la fortuna de participar directamente en ello, oyendo ambos música de rock con un fanático del género, quien fumaba marihuana de manera tan rabiosa como la música que le gustaba y compartía —la marihuana no, porque era un vicio considerado enajenante por nosotros—. Y ahí estábamos y sabíamos que esa noche era el preludio para un día decisivo, por ello debíamos descansar. Después de un rato salimos y nos detuvimos en las escalerillas, hacía un frío de los mil demonios y nuestros alientos expelían un leve vapor mientras nos frotábamos las manos.
—¿Ya leíste el libro de Rosa? —se refería a un panfleto de Rosa Luxemburgo.
—Oh… claro… —mentí, pues lo había hojeado y me aburrió.
—No te creo, ya me dijeron que pierdes el tiempo leyendo poesía y la novela esa de aventuras, El correo del zar, ja… —me refutó y se recargó en un poste del pórtico.
—Pero sí estudio, de veras —traté de evitar que me regañara.
—Debes hacerlo, se trata de teoría y práctica, de praxis, y la praxis crea militantes confiables —me dijo y sus palabras no importaba si las comprendía yo, eran un dogma en el que debía creer sin titubear—, la teoría te dice cómo transformar el mundo y la práctica es hacerlo con esa determinación. Sólo es comunista el que asimila esto.
—Es para imponer la dictadura del proletariado —comenté y quería que al mencionarlo me dejara en paz—: ¿Ya ves?, sí estudio.
—Exacto —se refería a lo de la dictadura proletaria—, la libertad surge cuando se libera a la clase oprimida, eso enseña ese libro, ¿entiendes?
—En San Cosme nos agarraron a balazos —respondí de pronto para llevarlo a un terreno conocido y a la verdadera razón por la que me encontraba ahí.
—Por eso te digo esto —retomó su idea—, no sólo hay que resistir, los revolucionarios debemos organizarnos evitando burocratismos, camarillas —seguramente repetía términos del libro que me había prestado—, y preparar la revolución proletaria… ése es nuestro camino.
—Dime, ¿sí voy a ir mañana con ustedes? —otra vez quise cambiar de tema.
—No, hablé con el camarada Raúl, definitivamente no —prendió un cigarrillo, exhaló el humo, más vigoroso que el de su aliento invernal; así me transmitió la decisión del jefe del llamado Núcleo Central en Chihuahua.
—¿Por qué? —pregunté decepcionado.
—Ya cumpliste tu misión —afirmó con seguridad.
—No vine sólo a eso —protesté.
—Todos vamos a llevar armas, tú ni sabes disparar —era algo cierto en ese entonces.
—Anda, llévame contigo, vas a ir de muro, ¿no? —dije como si pidiera que no me dejaran fuera de una excursión—. Puedo estar en una esquina de vigía… —agregué con tono de haber encontrado un motivo certero para no ser hecho a un lado.
—Mira, a Raúl no le gustó que te mandaran de México —y aplastó su cigarrillo—, eres muy chavo.
—¡Eso qué! —reaccioné—: el 10 de junio salvé a otros y ese día tuve un bautismo de fuego, por eso estoy aquí, ¿no lo sabe Raúl? —pregunté en tono de reclamo.
—Sí lo sabe —me respondió con calma—, te habríamos regresado de volada si no lo supiéramos. Ya me voy, hace mucho frío, bueno, déjame insistir, si vas paso por ti a las ocho en punto —y bajó la escalinata para dirigirse a su motocicleta. Sus últimas palabras eran una esperanza, como si en el aire frío y denso se impusiera una cálida alegría que abarcara todo mi ser, ante la posibilidad de ser parte íntegra de una operación, en la cual había sido depositada cierta confianza en mí. Era la Operación Madera, en la ciudad de Chihuahua.
Y terminé en la bocacalle para avisar si acaso viniera el enemigo; «te cruzas rápido, es todo», me dijeron, y Tony era el mejor, montado en su moto y listo, los camaradas no cruzarían pues iban a entrar directo y así llegaron en su auto poco después de las nueve. Algunas personas estaban entrando tarde a la misa en la iglesia de enfrente y el sonido de las campanas se confundía en mis oídos con el de los motores; apenas los miré al arribar en la entrada libre y caminaron los pasos necesarios como se había planeado y Tony me dijo aquella vez cuando lo propuse «qué listo eres», pues la sorpresa era decisiva para someterlos a todos. Y en otros dos bancos, en esos momentos, los camaradas procedían igual y otros más en autos ayudarían, sincronizados como reloj, qué maravilla esta lucha, todos lo habrían de hacer respirando valor y ahora los poderosos sabrían que iba a surgir otro poder, el de los justos, la vanguardia del pueblo oprimido que habríamos de despertar para hacer la Revolución; ya no iban a poder matar y explotar impunemente, era lo que pensábamos; además así respondíamos a que trataran a tiros a los estudiantes.
Todo salió bien y me subí a la moto luego de que en unos minutos se acabó la operación y pasó él junto a mí para recogerme, al momento que los demás camaradas del comando huían a toda velocidad. Fuimos a un llano, cerca había un almacén y un billar que frecuenté alguna vez, aunque unos días antes me habían echado fuera por ser menor de edad.
De la misma forma como cambia el tiempo cuando está por llegar una tormenta, de pronto sentimos una tensión real, una catástrofe anunciada en el aire frío. Nos metimos en un callejón cercano. Comenzaron a pasar patrullas y se escuchaba el sonido intermitente de las sirenas, parecía que todos los policías se hubieran volcado a las calles. Estuvimos un largo rato ahí. «Ve a la casa, te busco más tarde», me dijo Tony de súbito. Como pude llegué a la pequeña vivienda, el estudiante de computación escuchaba la radio, mientras se acariciaba sus cabellos castaños que tenían el corte de príncipe valiente. Si había mantenido la calma antes, él logró exasperarme. «Hubo varios muertos, bato. Las refriegas están duras, ¿escuchas?, asaltaron unos bancos… ¿y tú a dónde fuiste? Esto está muy gacho, hay estado de sitio en la ciudad, todo es muy peligroso.» Suspiré y me metí a mi cuarto, quise leer el libro de Miguel Strogoff y no pude. ¿Y si algo había salido mal? Comencé a sentir cierta impotencia al estar en este asunto y no tener conmigo siquiera una mugrosa pistolita. Me sentía solo en una circunstancia en la cual los peligros se advertían como no aparecían antes. Mi ánimo fluctuaba entre la idea de que nada malo iba a pasar y que las cosas se iban a poner de la fregada. Y esto último parecía ser la certeza del momento.
Por la tarde, Tony pasó por mí para ir a casa de su novia. Le dio desconfianza donde estaba yo hospedado, no por el larguirucho que leía a Hesse, sino por el de la computación o bien a bien no sé por qué. En la ciudad se había desatado una cacería de todos los participantes y sospechosos relacionados con el operativo y, sin duda, era una imprudencia que ambos anduviéramos en su moto.
Pero las cosas se salieron de control, todo era vertiginoso. Como la forma en la que nos atraparon. Llegamos a donde vivía su novia y entró a hablar con ella a su casa, la cual era blanca con un lindo jardín exterior, mientras yo esperabaen la moto. Salió y se dirigía por el breve sendero hacia mí donde aguardaba cuando un auto se detuvo con un fuerte rechinido de llantas, vinieron otras patrullas y un policía derrumbó a Tony, quien no pudo o no quiso reaccionar. El policía gritó que tenía un arma y a mí también me catearon con brusquedad. Nos subieron a patrullas diferentes. Los policías hablaban por radio y cuando partimos pude ver gente en las aceras curioseando. En la estación a él se lo llevaron y a mí me sentaron en una silla fuera del cubículo donde iban a interrogarme. Era notorio que nos daban un trato distinto a Tony y a mí, quizá porque mi corta edad no se disimulaba. Por fin, después de ese interrogatorio decidieron con todo mandarme también a los separos. Estaba implicado en algo grave. El hecho es que encerrarme con Tony fue providencial para mí.
Había que ir escaleras abajo a donde me condujeron en una condena previa. Ya sin chamarra el frío me hacía castañear los dientes, aunque traté de disimularlo porque no quería que se confundiera con miedo; al abrirse la puerta de los separos sentí de golpe un fuerte olor a orines, a humedad agria emanada de alguna coladera en el pasillo y de los muros podridos del lugar. Me di cuenta de que a partir de ese momento dejaba de ser quien era para convertirme tan sólo en un prisionero más con todas las horas malas por delante. Es posible que el ruido de los cerrojos sea uno de los sonidos de mayor impacto en cualquier existencia; cuando se cierra uno, el último golpe metálico con su eco inevitable, estremece sin remedio como si hubiera sucedido algo irreversible. Sentía más resignación que miedo y lo dominante de mi existencia comenzaba a ser el frío que padecía en todo el cuerpo. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por los tiros recientes del 10 de junio? ¿Por los ideales revolucionarios? ¿Porque mi madre hundida en la miseria había vendido mi bicicleta, la posesión que me daba alguna felicidad? ¿O porque alguien me había prestado El paraíso perdido y creyera o no en Dios, ese libro al principio convence de que la rebelión contra Dios es necesaria si quieres que esta vida tenga alguna dignidad? ¿O simplemente porque todos los azares me permitieron participar en algo que se revelaría como una cruel ilusión? Al fondo de la celda se encontraba ya Tony sentado en el piso con los cabellos ensortijados de su cabeza revueltos, la barbilla en el pecho y los brazos en las rodillas, y cuando para mirarme alzó su rostro de barba incipiente observé sus ojos apagados y el leve temblor de su mandíbula. Fui junto a él en silencio, como una ráfaga cruzó por mi mente la idea de que había tenido durante unos instantes la oportunidad de disparar a los policías para que intentáramos huir y evitar haber caído presos los dos.
No sé cuántas horas pasaron. El tiempo adquiere otra dimensión cuando estás encerrado. Escuché de pronto cuando abrieron la puerta de hierro y expectante me separé de Tony. Era uno de los hombres que me había bajado y otro de abrigo negro, y eso hizo que lo identificara como un jefe; se dirigieron de inmediato a la puerta de nuestra celda, la abrieron y le indicaron a Tony que saliera y él obedeció. Desde mi lugar los veía, sin saber a dónde o por qué se llevaban a mi camarada y adivinaba que en la próxima soledad de esa celda se iban a acabar todos mis chances y que un destino negro había terminado por atraparme y quizás ese sentimiento de desprotección reflejado en la mirada motivó a que el primer carcelero preguntara:
—¿Vamos a dejar al morrito? —en su voz se notaba un dejo de lástima que en otra circunstancia habría provocado mi protesta; la pregunta acentuaba el desamparo de mi mirada y hubo en ella una manera de interrogar o expresarse propia de la imagen de indefensión proyectada por niños, muchachos muy jóvenes o animales, y que cuando lo hacen los humanos adultos no provoca la misma compasión espontánea, posiblemente porque todo hombre es culpable.
Quiero recordar entonces que fueron mis ojos los que hablaron a favor mío, pues en esos instantes entendí que se jugaba mucho en relación conmigo: la orden de salir con ellos significaría una especie de salvación y, por el contrario, quedarme ahí era al parecer la peor opción por algo advertido en la actitud apresurada de esos hombres. La pregunta los detuvo. El del abrigo reflexionó un momento, de pronto me miró con una fijeza inesperada y entonces me dijo con brusquedad:
—¡Apúrate! —con la cabeza hizo la señal de que los acompañara.
De manera inexplicable, porque en realidad no sabía bien a bien qué estaba sucediendo, sentí un alivio y me di cuenta de que a Tony, quien aguardaba muy serio, le pasó lo mismo. Me levanté apresurado. Por delante caminó el que a todas luces era el celador y el jefe lo hizo atrás de nosotros. En el rellano de la escalera, el primero abrió la puerta de una habitación y nos empujó dentro:
—Si quieren vivir, no hagan ruido —ordenó. Tardamos un poco en acostumbrarnos a la oscuridad. Tony se deslizó a un rincón. Me percaté de que la puerta de madera tenía una rendija minúscula y ahí pegué el ojo.
No tardó mucho tiempo para que se abriera la entrada que estaba enfrente de una parte de la estación, y observé pasar a varios hombres por la escalera sombría, algunos traían chaquetas de cuero y cubrían sus manos con guantes negros. Su imagen significaba, por una extraña razón, la de un poder auténtico y definitivo. Dejaron abierta abajo la puerta de los separos porque escuché con claridad cuando uno de ellos gritó provocando en mí la idea de que lo peor apenas comenzaba:
—¡Somos los Tigres de la Federal de Seguridad y ya se chingaron pendejos! —la voz ronca y temible retumbó como si estremeciera a las mismas paredes. Tony se llevó las manos a la cabeza, yo tenía ahora el oído puesto ahí con mi corazón acelerado mientras trataba de escuchar; así es como me percaté de sonidos metálicos, cerrojos, más insultos y después un grito sordo, más fuerte que un gemido pero sin tanta intensidad como la de un grito abierto. ¿Qué habían hecho con él los agentes para que un camarada exhalara ese grito animal?, más bien una queja surgida de las entrañas, sin duda una respuesta cuyo dolor y mérito es indescriptible. Los Tigres se convertían en seres sobrehumanos y omnipotentes, por su parte el camarada había sido reducido tristemente a una condición desesperada e irremediable, como la de los animales en los mataderos. Ahí abajo no se daba en esos momentos un interrogatorio que justificara cualquier dureza, era un castigo, un suplicio decidido cuya intención era provocar el mayor dolor y eso era lo que sucedía. Y ese grito había golpeado todas las paredes existentes de ese lugar como si rebotara de forma absurda y se perdiera después en un instante eterno. Y luego, en un amasijo de ruidos y palabras, alcancé a escuchar una frase sarcástica: «¿No que muy cabroncitos?» Había una fuerza implacable y devastadora apoderada del sitio, y tal vez lo único que podía suceder y no habíamos advertido, era vivir la más grande de las impotencias. Con lentitud me alejé de la puerta. Estábamos callados y los sonidos intermitentes de abajo irrumpían en esa mazmorra oscura como dardos hirientes en nuestros oídos, pues escondidos los dos nos representaban una inesperada y auténtica agresión violenta del mundo, y si acaso había silencio en algún momento éste nos provocaba una angustia casi monstruosa. Esa habitación extraña era menos fría que los separos y aun así, sin ningún cobijo la noche helada nos atenazaba para acentuar nuestra frustración, en tanto a unos pasos de nosotros se sufría el resultado atroz de una derrota y, lo adivinábamos, estaba desatada la muerte porque a pesar de ser invisible, percibíamos su vértigo.
Y en el recuerdo de mi lectura, Miguel Strogoff permanecía con las manos atadas al pie del trono del Emir. Los tártaros que lo observaban mostraban en su rostro una cruel sonrisa de burla al vencido. Se escuchaban los tambores y brillaban las hogueras. Las odaliscas danzaban con frenesí y la música envolvía los oídos del correo del zar, atrapado por sus enemigos. «¡Abre bien los ojos!», era la orden que le daban mientras el verdugo calentaba su sable en un recipiente de carbones encendidos. A lo lejos, el sol se ocultaba y los árboles eran como sombras gigantes. ¿Qué imagen última vería Miguel Strogoff antes de que ese sable ardiente apagara la luz de sus ojos para siempre? Pero él estaba de pie, altivo, indiferente al suplicio, hasta que llevaron frente a él a su madre; la vieja surgida de la multitud expectante tendió hacia él los brazos y el verdugo, que estaba junto, dijo «¡abre bien los ojos!», y cruzó frente a su rostro el sable —cuyo filo brillaba al rojo vivo—, para cubrir con él sus ojos y así volverlo ciego al quemarlos con su ardor. Él no soportó ver a su madre sufriendo y eso fue más terrible que toda la circunstancia padecida.
De pronto, suspendidas las imprecaciones y esos gritos, junto con los sordos gemidos de la agonía —todo lo que dominó la circunstancia—, escuché pasos fuertes en la escalera y me arrastré para mirar por la rendija. De reojo observé los ojos de Tony muy abiertos mostrando su miedo; pero en ese momento yo no sentía nada salvo la descarga de adrenalina vibrando en mi cuerpo resguardado en ese escondite. Sólo me picaba la curiosidad de lo que pasaba; cubiertos de la cabeza llevaban agachados a dos camaradas, uno atrás del otro, y veía las manos de los verdugos cubiertas con sus guantes de cuero. Alguno de ellos se detuvo frente a la pequeña rendija y la tapó mientras yo contenía la respiración temiendo que pudieran advertir mi presencia detrás de la puerta, luego se movió también y destellos de una luz amarillenta iluminaron el lúgubre sitio. Cerca había una conmoción distinta a la sucedida antes, ¿dónde los iban a matar?, ¿a quiénes habían asesinado ya?, ¿y los demás?, ¿por qué nosotros permanecíamos a salvo? Esta última pregunta, sin duda, debía resolverla Tony. El frío ya no era tan intenso en nuestra nueva mazmorra y, no obstante, nos envolvía y machacaba nuestros cuerpos sin impedir que creciera en mi cerebro la necesidad de saber qué pasaba o iba a pasar con nosotros: la incertidumbre es el peor de los sentimientos.
Después del golpe de adrenalina vino el agotamiento. Abrieron la puerta y nos arrojaron una manta. ¿Dormitamos algo? Es posible. Quién sabe cuánto tiempo había pasado, pero seguíamos temblando de frío, hasta que, rompiendo el silencio, Tony habló:
—Mi padre es el médico del gobernador —dijo murmurando como si reflexionara en voz alta—, de seguro el muy cabrón intervino… eso es, por eso estamos aquí.
—¿Eres un traidor? —pregunté despacio, porque ésa era la peor palabra que podía pronunciar, pues quien lo fuera era incluso más odioso que cualquier enemigo. Pensaba que si abajo ambos nos habíamos abrazado fraternalmente fue para aguantar el frío, ya que en realidad se trataba de un traidor, y su contacto me podía contaminar durante ese momento que estuvimos juntos. Porque la traición era para mí la peor acción humana posible. Significaba el abandono del padre, el escupitajo del amigo, la afrenta al amor, la mentira que ofende a la lealtad, la muerte de todo valor que importa en la vida; luchábamos para hundir la traición en el fango donde chapoteaban los enemigos.
—Cómo crees… —casi alza la voz—. Me ofendes, cuate. ¿Quién iba a imaginar que esto fracasara?, si lo planeamos tanto…
—Creo que están matando a todos —dije.
—El comando de Natasha se encontró con una patrulla armada —me respondió para informarme cómo había empezado la debacle.
—¿En dónde? —pregunté
—En el banco… —me aclaró y supuse que se había enterado en el intervalo durante el que no nos vimos.
—¿Yo fallé por no advertir esa ronda? —esa posibilidad me dio temor. ¿Quién quiere tener una culpa así?
—No, tú no fallaste. Fue una coincidencia —expresó con un dejo de tristeza—, una pinche casualidad. Al parecer eran soldados.
—En esto no hay coincidencias…, ni modo que aparecieran de repente y en ese momento, o alguien falló o hubo un traidor —referí con una solemnidad extraña, a pesar de que las palabras de Tony me consolaban al exonerarme con tanta seguridad.
—Échale, no me salgas con que eres tan listo —su tono era molesto.
—Yo no voy a decir nada ¿eh?, tu padre salvará tu vida —acoté—, y la mía si quiere, pero no voy a dar nada a cambio, nada… te lo juro. Prefiero que me madreen como allá abajo —afirmé con determinación a pesar de expresarme en voz baja.
—No va a ser necesario, ¿no te das cuenta? —habló como si lo hiciera consigo mismo—: Han atrapado a muchos, o a todos, más bien todos parecemos ratones arrinconados.
—¿Por qué no pelearon? —que muchos estuviéramos detenidos significaba para mí que la vida había sido preferida a la muerte, y la muerte era lo que los enemigos te infligían si estabas atrapado.
—Deja de preguntar estupideces —gritó y me di cuenta de que tenía la mirada perdida—, Natasha y su gente se batieron… no les ha sido fácil, nada de esto ha sido fácil —guardó silencio y advertí fugazmente en su rostro la mueca informe de la culpa. Me callé también. No me gustaba la imagen de ser ratones, se supone que éramos revolucionarios, valientes también como el correo del zar en su misión. Bueno, no era una novela que leyeran mis camaradas, pero ese libro se refería a esa aventura en la cual el carácter es indispensable para nunca darse por vencido. Prefería mejor pensar en el Diablo, en un ser indomable, no en afectadas ternuras de ridículos Cristos con cananas revolucionarias y redentoras, esa clase de zarandajas que les gustaban a algunos de los nuestros. Tardé un rato en volver a hablar.
—Háblame de Natasha —había pasado un tiempo, no sabíamos cuánto, los ruidos abajo cesaron, y la muerte, con su silencio atroz, había cubierto ese lugar y nosotros no sabíamos nada más.
—Era muy bonita —dijo con melancolía.
—¿Qué más? —inquirí.
—En la Universidad formó el grupo de las Rosas —respondió a mi interrogatorio.
—Qué nombre —dije con ironía.
—Ellas nos han hecho estudiar a Rosa Luxemburgo —aclaró él.
—Ésa me aburrió, la verdad —en la circunstancia que vivíamos era una confesión insignificante.
—Ya sé, te gusta leer libros burgueses, jamás vas a ser así un buen comunista —retomó su prédica constante—, pero ten cuidado, debes prepararte, ya te dije… la praxis… sin teoría no hay práctica revolucionaria, ¿recuerdas?
—Lo que quiero es matar enemigos —expuse con simpleza como se debe decir en circunstancias semejantes.
—Eres terrible —sentenció con una sonrisita.
—Debiste disparar —por fin le reclamé y me escuchó cambiando de actitud al fruncir el ceño.
—Estaríamos muertos los dos —acotó con sequedad.
—Si así fuera es que ya nos tocaba —respondí con el valor resignado de los mexicanos, que es la contraparte de la crueldad de nuestra raza.
—Tú viste que todo fue muy rápido —se justificó y escondió su vergüenza o su culpa.
—Bueno, ya qué, pero dime que no eres un traidor —eso me inquietaba.
—Si me vuelves a decir eso te voy a ahorcar —hizo un movimiento con su mano como si fuera a estrangularme y contuvo así una expresión de cólera por esa pregunta reiterada hasta que la transformó en un gesto festivo, más que extraño en esa circunstancia.
Los dos nos reímos por lo bajo. Quien no ha vivido este tipo de cosas puede pensar que en una circunstancia así nadie se ríe, pero existe una risa nerviosa que acompaña los momentos difíciles como en los funerales, sobre todo los de provincia, donde la gente come y bebe alcohol, y para pasar la vela nocturna no falta quien cuente chistes. Muchos sentenciados durante la Revolución bromeaban en los paredones o en los patíbulos antes de que la muerte se los llevara, así pues, después de la derrota de ese operativo y de escuchar la manera en cómo torturaban a nuestros camaradas, Tony y yo todavía teníamos capacidad en esa estancia friolenta de reírnos por algo: ¿De nuestra suerte por estar a punto de salvarnos?, ¿de lo ridículo que sonaban mis sospechas sobre él, manifestadas con tal desparpajo?, ¿del poder bromear con la muerte, mientras la muerte misma nos rodeaba?
Me sentía ya mareado cuando vinieron por él. Abrieron la puerta y miré las figuras recortadas como sombras luminosas. «Tú», lo señalaron, con una interjección era claro que estaba decidida su libertad, no era otro su destino. Ya no quise pensar que fuera un traidor, sino alguien con una suerte especial, así quise verlo. Los dos nos levantamos. La manta estaba en el suelo y él me abrazó con efusión.
—Ya, chotos —conminó uno de los celadores.
—Tú también te irás, te lo aseguro —alcanzó a murmurar, luego se fue con ellos y ambos no adivinábamos que jamás volveríamos a vernos.
Me quedé solo y ni la incertidumbre ni el frío ni tampoco la pérdida de noción sobre el tiempo importaban ya, sino únicamente las punzadas del hambre y la terrible sensación en el gaznate y el estómago provocada por la sed, quizá la peor de las carencias que sufre el cuerpo. Había leído que el Che Guevara en Bolivia, aislado en la selva, se vio obligado a tomar sus propios orines para sobrevivir. Eso me pareció asqueroso y no tenía nada de ganas de hacer lo mismo, aunque la saliva escaseaba en mi boca y sentía que la garganta se me cerraba. Los ruidos en los separos o en las escaleras, si entraban o salían, dejaron de importarme. Todo comenzó a darme vueltas y ya no sabía cuánto tiempo había pasado ni si era de día o de noche.
La fiebre se apoderó de mí. Comencé a ver en las manchas de los muros distintos cuadros que se iluminaban sorprendentemente en esa oscuridad. Miré al Diablo encarnado de rojo escarlata en una cumbre con el piélago infernal a sus pies —bueno, sus pezuñas—, mientras él meditaba, sentado y reflexivo, con esa majestad propia, la del Ángel rebelde. Y de pronto en esa soledad inmensa se reía a carcajadas, y la suya era una risa portentosa. También observé un pueblo florido esparcido en una colina. Si la presencia del Diablo en esa pose era una imagen cuya descripción había leído, lo del pueblo bucólico seguro fue por la influencia de una canción de moda de José Feliciano, el cantante ciego —como ciego es el porvenir para cualquiera—, que la guardia de agentes escuchaba a todo volumen y apenas alcanzaba a oírla: «Oh pueblo mío, que estás en la colina». Es curioso, la canción hablaba de un lugar árido que se abandona y la imagen vista por mí en esa pared era distinta. Se trataba de una despedida muy sentimental, una nostalgia adelantada al emprenderse un viaje lejos del terruño y sin un retorno seguro.
Después me tocó que me largaran. Fueron por mí y me llevaron como un guiñapo. Casi no caminaba, los guardias me llevaban casi a rastras. Pasé sin ver por dónde iba; al salir a un estacionamiento la luz invernal que apenas despuntaba terminó de todos modos por lastimar mis ojos y por ello parpadeaba con violencia. Me dieron mi chamarra y me sentí acogido por ella. De pie junto a la portezuela de un auto pequeño me esperaba el hombre gordo que me había interrogado; todos parecían tener prisa y yo no podía pensar, si habían decidido matarme me era indiferente ya. Me arrojaron en el asiento junto al conductor y colaboré acomodándome. El gordo dio la vuelta y se puso en el volante resoplando, manejó hacia atrás y luego de frente. No dijo nada y eso se lo agradecí. Las calles de la ciudad estaban como siempre, aunque preferí ir la mayor parte del tiempo con los ojos cerrados, sólo deseaba descansar de verdad. Llegamos a la estación de autobuses y bajé con el agente. Ingresamos a una pequeña oficina donde escribieron un oficio que consignaba el viaje al Distrito Federal de un «comisionado de la policía judicial de Chihuahua», un trámite que hicieron para no pagar el boleto. Ése era mi pase de partida, mi salvación, un regalo.
«Vamos a guardar tu identificación y por eso nunca regreses», expresó enérgico el hombre (sin saber que era falsa). Fuimos a sentarnos al andén, de pronto al agente se le ocurrió que llevaba días de no comer ni beber nada. Me invitó un sándwich y un café; a pesar de que el tipo permaneció hosco concluí que era un buen hombre y es posible que mi presencia le recordara algún hijo de mi edad, pero que perteneciera al bando de los enemigos me impedía que le tuviera agradecimiento. Iba a devorar el sándwich como correspondía a mi hambre, pero decidí masticar despacio la comida para disfrutarla más, como por instinto para que no me hiciera daño. Sorbí un poco de café para calmar mi sed, y me supo a una delicia y por fin se calentó mi cuerpo. Esos bocados y el café me reanimaron de manera paulatina, y esa recuperación era reflejo de mi buena salud física atribuible a mi juventud. «Este caso es más extraño de lo que parece», expresó como si reflexionara en voz alta mientras estábamos sentados en una banca; a mí no me lo parecía, todo se reducía a una operación fracasada por circunstancias inesperadas y yo me salvaba gracias a que el padre de Tony había intercedido por él y de casualidad eso terminó por beneficiarme.
Cuando el enemigo me encaminó hacia el autobús pasamos por un puesto de periódicos, un pasquín local exhibía una foto grande en su portada con un hombre joven sin camisa que pendía ahorcado de los barrotes de una celda, el titular proclamaba: «Guerrillero se suicida en separos», el cintillo de la nota decía: «Vino de México a asaltar», no pude sino estremecerme. «Mira de lo que te salvaste», gruñó al ver la imagen el agente compasivo.
El camino de regreso era largo y tenía merecido dormir. Recordaba el frío quemante y mi frente ardía. En mi asiento ubicado atrás del chofer iba solo, me acurruqué satisfecho a pesar de los sudores de la fiebre. Ya en la carretera, por fin mis ojos se cerraron. Pasaron varias horas hasta que el atardecer cenizo llegó, cuando a lo lejos los montes oscuros acompañaban grandes planicies heladas. Y decidí seguir durmiendo. «No vayan a despertarme», creo que le dije al chofer sin que me contestara nada. Podían volverme a interrogar y mis párpados no se abrirían y de mi boca sólo saldría, en dado caso, el ruego de que me mataran para poder dormir a gusto.
La ciudad apareció de pronto completamente vacía. Sus edificios, sus restaurantes, sus billares, sus almacenes. En los parques las fuentes apagadas, los juegos solitarios y las iglesias sin ningún fiel, en los mercados todas las frutas estaban podridas y no había señal alguna de gente. Era una visión muy angustiante. Y súbitamente, por una de las avenidas de la ciudad, Tony y yo irrumpíamos en una moto a gran velocidad, tanta que el viento golpeaba nuestros rostros con fuerza. Era una sensación de potencia. De un momento a otro, ya saben cómo son los sueños, vi a una mujer desnuda de pie en una acera. «Detente», le pedí a Tony. Nos acercamos a ella. Era una mujer hermosa, con un rostro luminoso y un cuerpo de curvas amplias. «Es mi madre», le decía. Si bien mi madre era bastante guapa en aquel entonces, ésta no era ella, sino una mujer voluptuosa y sonriente, una persona indeterminada. Sin embargo, repetía fascinado e insistente: «Es mi madre». Quería bajarme de la moto e ir con ella, «soy su hijo», murmuraba. «Vámonos, debemos ir por fuego para incendiar esta maldita ciudad», proclamaba Tony y volvía a arrancar. «Adiós madre, dame tu bendición.» No se trataba de una petición ritual o extraña, porque ella era la Fortuna.
Los mástiles crujen en el mar tempestuoso. El capitán ya no está al frente del barco, apenas se sostiene de pie mientras se agarra de los bordes de una mesa en uno de los salones donde la tormenta azota las claraboyas; de manera trabajosa se dirige a un librero y, si bien algunos caen, la mayor parte de los libros se mantiene milagrosamente en su lugar. Toma uno y hojea apresurado sus páginas. Luego da un grito de triunfo: «¡Ah, es mala mi memoria! Pero aquí están los versos: Aunque sea en el infierno, mejor es / reinar aquí que servir en el cielo». La voz ronca del capitán, quien se tambalea como un ebrio, recita con fuerza el fragmento del poema. Afuera los cielos se desploman y las olas invaden furiosas el barco. Una lámpara cae y su fuego prende una parte del suelo de madera. El capitán resbala y suelta el libro, en la imagen se alcanza a ver la portada de Paradise lost, de John Milton. La tormenta es inmensa, el barco está a punto de hundirse, las llamas se acercan al capitán, quien tirado exclama mientras se arrastra: «¡Prefiero el infierno como Satán, que ser tu esclavo, maldito Dios!», y ríe en forma enloquecida. Por dentro el barco estalla y después el mar lo devora triunfante.
En ese tiempo era un muchacho impresionable. Ya estaba entrada la noche al salir del cine, bajé las escaleras hacia la avenida, me detuve un momento y suspiré, como no tenía dinero debía caminar hasta mi casa. Enfrente, las taquerías con sus luces sórdidas me recordaban el hambre y sólo esperaba que mi madre hubiera llevado comida. Di vuelta en la esquina de un café de chinos para cortar el camino.
Los árboles espectrales dominaban las calles oscuras, las luces de algunas ventanas no alcanzaban a iluminarlas y la penumbra era amenazadora, sólo me iba a sentir seguro en las calles de mi colonia. Al llegar me apresuré para pasar al Parque de las Bombas y saludar a la banda. Sólo se encontraba ahí Octavio, fumando de manera displicente: «¿Cómo está usted?», le dije al sentarme junto a él en el respaldo de una banca. «Muy bien, ¿Dónde andaba usted? Hoy no hubo partido, fíjese», me respondió mientras exhalaba con lentitud las volutas de humo. En realidad, Octavio era de pocas palabras, así que no hizo caso cuando me callé. Así estuvimos largo rato en silencio.
Los amigos del barrio nos hablábamos como si fuéramos provincianos de la sierra —dos muchachos de Durango nos enseñaron el «usted» tan digno—, de pronto le pregunté: «¿Usted cree en el Diablo?», lo cual dicho en el Parque de las Bombas, bajo la bóveda celeste nocturna, con grillos despiertos y alguna rata escondida en los arbustos, en medio de todas esas casas que anidaban desesperanzas o pequeñas alegrías, tensiones o enfermedades, lujurias ajadas o pobrezas, o lo peor, frentes golpeando con desesperación la miseria, hubiera parecido un despropósito si no fuera porque me respetaba. Así que sin voltear a verme contestó: «Mi madre y el padre Lázaro dicen que Dios creó el mundo», y entonces completé yo: «pero lo hizo el Diablo…», «bien pedo», siguió Octavio, «porque el Diablo…», proseguí, «¡es bien chingón!», concluimos los dos al mismo tiempo con una risotada. De pronto recordé mi hambre y me despedí de este amigo, quien decidió seguir en el parque como si fuera un guardián de la noche.
Mi madre estaba en la cocina. Refunfuñó malhumorada sin que le hiciera caso, pues no tenía yo ánimos de pelear, desde la partida de mi padre la mujer era insoportable. No había nada más importante que consomé de verduras, que me supo a gloria. «Mañana voy a ir al centro, regresa temprano porque vamos a hacer zorras y puedas desquitar lo que comes», me comentó al momento de recoger el plato. Siempre me resignaba y esperaba que pudiéramos, con la venta de las zorras de peluche, pagar la luz y así poder oír música en el viejo tocadiscos. Tomé una vela para irme a mi cuarto. Todo estaba apacible. Me recosté y recordé la película. Sobre todo el poema que recitó el capitán antes de morir, la verdad me había impresionado la escena tormentosa y la manera en cómo para el personaje esos versos fueron importantes, a pesar de que su barco se estuviera hundiendo con todos los elementos desatados: el agua, los vientos, las llamas. Un desafío a Dios. ¿Qué significaba por cierto Paradise Lost?
Al regresar al día siguiente de la escuela del padre Lázaro, busqué a Edmundo, uno de los personajes más importantes del barrio a quien todos respetaban, desde los Cortados hasta Lázaro con quien tenía conversaciones secretas, incluso se decía que hasta los Pelones de Coltongo —la feroz pandilla cuyos integrantes aumentaron con desalojados de la Candelaria de los Patos— tenían vedado hacerle algo, y él podía muy quitado de la pena entrar a su territorio si gustaba. Algunas veces por las noches iba a la tienda de don Manuel, un viejo sinarquista, y discutía con él teniendo sus lentes de fondo de botella en la mano. Eran unas discusiones épicas que asustaban a las hijas de don Manuel, quienes a pesar de ello no perdían detalle atendiendo a los clientes que debían abrirse paso entre los contertulios dedicados a arreglar el mundo en un duelo de ideas confrontadas sin remedio. Él tenía una voz de barítono y por eso había cantado en el coro de la iglesia. Según el padre Lázaro, era un alma perdida al convertirse en comunista y admirador de la Revolución cubana, un agitador de los estudiantes.
Edmundo se preparaba para irse a la preparatoria donde daba clases cuando llegué presuroso con él. Entré al patio de la vecindad y lo miré al fondo limpiando sus lentes y con un portafolio a sus pies. «Edmundo, quiero un libro de Milton, que en inglés se llama P-a-r-a-d-i-s-e L-o-s-t, pero lo necesito en español», dije vehemente. Edmundo se puso sus lentes y sonrió, tomó su portafolio y se encaminó fuera de la vecindad seguido por mí . «¿Puede conseguirlo?», insistí. «Se llama Paraíso perdido y te va a aburrir», respondió tuteándome porque no participaba del otro tipo de trato que se había implantado ahí. «No importa, lo necesito», insistí acompañando a Edmundo a su pequeño coche Fiat, mantenido pulcramente por el joven maestro. «Ven mañana, pues», indicó antes de partir. Esa noche tampoco fui con la banda porque debía ayudarle a mi madre a hacer las zorras. Me dedicaba a recortar los pequeños chalecos de terciopelo verde y los ridículos gorros de Robin Hood, y también rellenaba algunas zorras con borra blanca. Cada zorra era casi una semana de comida, según decía ella, que pasaba de la depresión al mal humor y quizá por ello no se percataba de cómo sus zorras tenían algo de gracia, aunque al final fueran un negocio fracasado. A medianoche me mandó a dormir.
Ya en la cama tomé una decisión: llamarle al Diablo, Señor Satán, como una forma de respeto y reverencia, aunque Diablo siempre me ha sonado bien. Me preguntaba si en el libro de Milton estarían sus letanías. Confiaba en que Edmundo consiguiera el volumen. Al dormir soñé con volcanes y un mar en picada. Todos los simbolismos eran primigenios, porque el volcán contiene un fuego subterráneo y esa lava es emblema del infierno, y si Vulcano la usó para forjar las armas de los héroes como sé ahora, es equivalente a la madre porque ahí se origina toda la vida, y si está agitado por las olas expresa, según el libro árabe La clave de los sueños, un ánimo tenebroso, inescrutable, de manera semejante en como el poderío del viento furioso representa la ira desatada. No obstante, a pesar de haberlo deseado, no soñé con el Señor Satán.
Aquella mañana las horas transcurrieron con una lentitud desesperante. La monja era una bruta y consideraba inútil esa escuela y además me traía los malos recuerdos del internado donde estuve unos meses después de que se largara mi padre, un vil orfanato que atesoraba todas las pobrezas del espíritu y de la carne. Al acabar las clases salí corriendo para alcanzar a Edmundo. Estaba a punto de subirse a su coche. «¿Tiene mi libro?», pregunté casi con tono de exigencia. No me respondió, abrió su portafolio y sacó un libro con pasta negra de queratol. «Aquí tienes, lo debes leer en una semana, porque lo debo regresar a la biblioteca, a ese Milton de seguro lo quemaron en la hoguera, qué batalla», afirmó por decir algo, pero ya no hice ningún caso y sólo susurré un gracias antes de alejarme contento y presuroso.
Llegué a casa, mi madre no estaba. Me encerré en mi cuarto para aprovechar la luz del día. Deseché palabras desconocidas, imágenes incomprensibles y entendí las primeras partes del poema como si fueran la reivindicación del Señor Satán, el ángel rebelde luchando contra la omnipotencia y crueldad del Padre eterno, una insurrección para destronar al Rey celestial justificada por oponerse a la sumisión de los ángeles —no reparé en la causa de envidia a los seres humanos—. En mí creció la oscura imagen del adversario de Dios y de los hombres… emergiendo del abismo en una lucha colérica, sin esperanza. Y quise comprender al Enemigo y traté de asimilar el discurso infernal así como compadecer su caída en los abismos inmensos a los que fue condenado. Eso me importó del libro. Me quedé dormido.
Al abrir los ojos miré el rostro de ella, sentada junto a mí me contemplaba. Una luz de vela iluminaba el cuarto, todavía no conectaban la luz eléctrica. «A tu padre le habría gustado que leyeras», comentó tomando el libro que estaba a mi lado. «Paraíso perdido», murmuró. Luego dejó suavemente el libro en el buró y me abrazó, pues me había sentado. Una sensación agradable recorrió mi cuerpo. Puse mis brazos en su cuello, y al besar una de sus mejillas me di cuenta de que estaba llorando en silencio. Eso fue un doloroso golpe a mi corazón. Ella sufría y no podía hacer nada.
Estuvimos abrazados un rato, quietos y callados. Al fin dijo: «Ven a cenar, cociné un pollo, debes estar muerto de hambre». Al levantarse se limpió los ojos y exhaló un largo suspiro. Ella se fue a la cocina y miré el libro de pastas negras. «La mente es su propio lugar / y puede hacer de ella un Cielo del Infierno.» Nada está predestinado, es nuestra mente, es nuestra voluntad, depositadas de manera misteriosa e inexplicable en el caos, en el infierno, en la Tierra.
Caminé entre penumbras. Mi madre estaba sirviendo la mesa. Reparé entonces en la imagen del Corazón de Jesús, el cuadro que presidía el comedor de la casa; la santa figura expone su corazón y bendice: «¡Hijo de puta! ¡Ojete persignado!», dije para mí con un furor desconocido hasta ese momento. Me senté a comer con gran apetito, y mi madre extrañada no entendía por qué por momentos soltaba la risa como si estuviera viendo una comedia divertida. La luz de las velas parpadeaba y en mi espíritu se revolvía un misterio; estoy seguro de que mis ojos brillaban.
En realidad todo empezó unos años después por ese Edmundo. La cosa fue así. Mi madre perdió nuestra casa en el barrio por un usurero. Una mañana llegaron muchos hombres acompañados de policías uniformados, primero tocaron la puerta y yo abrí somnoliento sin pensar quién era. Me empujaron en forma sorpresiva para llevar a cabo el desalojo. Comenzaron a sacar nuestros muebles, con violencia echaron a la calle a nuestros animales; los vecinos se arremolinaron y murmuraban y mi madre iba de un lado a otro sin saber qué hacer, las gallinas aleteaban extrañadas por no estar en su corral, los perros huyeron espantados por los tipos, ya no estaba mi pastor alemán que antes de dejarlos pasar habría entregado su vida. El desalojo lo dirigía un hombrecillo de traje lustroso que portaba documentos y los esgrimía frente a los ojos de todos como si eso fuera necesario.
Sin hacer caso, en medio de la barahúnda, eché una mirada al patio donde descansaban las lápidas abandonadas del taller, ahí había jugado no hacía mucho y ahora debía decirle adiós a ese lugar querido. Nuestras cosas en la calle parecían objetos pobres, desgastados, que daban pena; uno que otro auto pasaba, y desde su ventanilla alguien echaba cierta mirada curiosa a todo ese desastre. Algunas vecinas rodearon a mi madre para consolarla. Con el pretexto de ir a buscar a los perros, me alejé de ahí. Me sentí humillado no tanto por la vergüenza de ser echados de nuestra casa, sino por la impotencia ante un acto frente al cual no podía hacer nada; después de vagar un rato por las calles buscando a los perros sin encontrarlos, decidí ir al Parque de las Bombas a fumar —éste era un pequeño y, en el fondo, un inocente gesto de rebeldía compartido con otros niños de mi calle—, y después de un largo rato regresé solo.
Quería escupirle al cuadro del Corazón de Jesús. «A ver, cabrón, ¿quieres que ame a mis enemigos? Satán siempre dice “piel por piel”, es más listo que tú.» Pero me reí porque el cuadro estaba de cabeza, con su vidrio roto y a nadie le importaba a pesar de ser una imagen sagrada. Una vecina solidaria permitió que todo se guardara en el patio de su casa y nos ofreció refugio. Mi casa estaba clausurada con los sellos de embargo. A veces todavía regreso en sueños a ella; observo las mismas habitaciones y las recorro, el mismo patio y al fondo las lápidas abandonadas del taller de mármoles y el gallinero y el lugar donde ayudaba a mi madre a matar alguna gallina para comer. En mi cerebro aparecen detalles como el arbusto de jitomates plantado por mí o la pileta de agua helada en la que me sumergía durante los veranos calurosos. No tuvimos luz mucho tiempo, pero eso no importaba, de día o de noche mi casa era mi castillo, ahora perdido. En algunas ocasiones, mis perros me reciben o estoy en la calle solitaria y veo mi casa antes de abrir su zaguán blanco, para regresar así a mi infancia en una sensación extraña e intranquila. Ese día, al perderla, dejé de manera prematura de ser niño, y a la edad en la cual los psicólogos dicen que se aprende a amar, la vida me enseñó en cambio un odio sordo, personal y quizás por empezar a una edad temprana mi nombre de guerra después, un poco absurdo, sería precisamente El niño, cuando en realidad dejé de serlo muy pronto.
Mi madre malbarató nuestras cosas y, por mi parte, me sentí indefenso ante la aborrecible mirada de lástima de la gente. Octavio me despidió en el sempiterno Parque de las Bombas y me dijo que los Cortados habían prometido no dejar en paz a quien se fuera a vivir a mi antigua casa. En el fondo fue parco como siempre y eso es lo que yo quería. «¿Qué va a hacer ahora? Va a estudiar la secundaria lejos de aquí», se respondió solo y luego se calló. En realidad no quise ver a nadie antes de irme. Al alejarme, lo miré durante un instante, sentado en el respaldo de una banca con los ojos caídos, y no fue aquélla la imagen última suya que pude ver. Años después contemplé su fotografía al borde de una tumba abierta, donde se señalaba que había enterrado ahí a Ana, su novia del barrio con quien se casó y al amante de ella, a quienes mató a sangre fría al descubrir su engaño; después me enteré de que lo habían mandado a las Islas Marías.
Lamenté en silencio la pérdida de nuestros animales y nos fuimos a vivir —llevando un par de maletas grandes donde sobrevivían nuestros últimos objetos y ropa— a un edificio de departamentos y cuartos amueblados, semejante más bien a una casa de huéspedes. Estaba a un costado de la Normal de Maestros, muy cerca de San Cosme. Ese edificio rojo oscuro de dos plantas lo derrumbaron. Su dueña, quien ya vieja se acicalaba como si fuera una cabaretera, tenía un rostro arrugado lleno de afeites, con los ojos pintados y los labios rojos, y usaba una peineta café en su pelo blanco; era delgada y el escote de su vestido mostraba un pecho lleno de pecas encima de unos senos flácidos. El contraste de su piel pálida con la brillantez pintada del rostro le daba un inesperado aire teatral a toda su figura; mi madre decía que esta mujer había sido madame de burdel y que ahora administraba estos departamentos amueblados de poco pelo. La mujer me parecía una representación viviente de las catrinas de los carnavales del Día de Muertos, pero sólo era nuestra excéntrica casera. A estas alturas ya debe de haberse podrido en la tumba, si no es que la hicieron cenizas rápidamente.
Habitábamos un pequeño departamento con piso de madera y eso, que fuera madera barnizada, me parecía elegante a pesar de cierto deterioro. Constaba de un baño al final de un pasillo abierto por el cual se veía otro departamento enfrente y el delgado patio de uno abajo. Tenía una cocineta en la que apenas cabía una persona, en su sala comedor se amontonaban los muebles, y había una sola recámara con un ropero y, por suerte, estaba adornaba con una gran ventana desde la cual podía asomarme para ver pasar los coches y la gente al entrar y salir de la estación del metro. Mi madre consiguió en la Lagunilla un biombo con motivos japoneses para separar nuestras camas, y después de rogarle mucho me dejó el lado que daba hacia la calle. Gracias a eso, por las noches abría la cortina para dormirme con la luz mortecina de un poste de alumbrado que caía sobre mi cara; eso me servía para imaginar historias. Esa luz era un breve astro fijo, y al verla descansaba de todos los viajes imaginarios antes de dormir o tal vez era la leve iluminación presente en cualquier misterio irresuelto, como parte del sueño áspero de la vida.
Todavía no salía de la secundaria. Junto a la recámara había una pequeña mesa en la que hacía mis tareas, ahí coloqué sobre la pared, pegada con una chinche, una foto de Pilar Pellicer recostada desnuda, tan guapa como su hermana Pina quien se suicidó; había recortado la imagen de una revista, la suya era una pose sugestiva de espaldas, luciendo sus piernas torneadas mientras volteaba a ver a la cámara como mira una mujer al dar a conocer su deseo. Mi madre estaba deprimida porque al abandono de mi padre se mezcló la pérdida de nuestra casa, y a lo mejor por eso no reparó en ello o no le importó. Mi padre se fue y no estuvo para enfrentar la vergüenza de perder el hogar; es posible que haya sido una deuda insignificante a la cual no le dio importancia y desde allá lejos, construyendo otra vida, nos provocó un destino adverso a nosotros. Así sucede, y ese tipo de cosas no tienen remedio y por esa misma razón su influencia en la vida es posible que sea determinante. También tenía la imagen de un león, en su pie escribí cuidadosamente con plumón: «Más vale ser león un día y no borrego toda la vida», frase copiada de quién sabe dónde; pero lo principal era un recuadro de Mike Jagger vestido de negro y con un sombrero, con una pistola en cada mano, representando a uno de los Hermanos Kelly, unos bandidos australianos cuya historia en una película me había emocionado; era mi héroe porque al escuchar la sentencia a muerte de sus jueces, Jagger extendía el brazo y volteaba el pulgar hacia abajo, mientras decía con voz ronca e indiferente: «Nos vemos en el infierno».
Tan sólo una vez me atreví a regresar al barrio para tener noticias de los amigos. Era tan grande el dolor de haber perdido mi pertenencia a ese lugar que decidí abandonarlo para siempre, como cuando uno huye de esos sitios capaces de traer a la mente los recuerdos felices que terminan por ser tristes al reafirmar cómo ese pasado se ha ido para no volver jamás. Me comentaron que Edmundo se había ido y nadie sabía nada de él; el día de mi visita saludé a varios de los amigos, todos fueron afectuosos, caminé luego por ahí, sin querer pasar por la calle de mi casa. Quería ver a Edmundo y no vivía ya en ese barrio. Fue por ello una sorpresa encontrarlo una tarde a la salida del metro en la esquina de mi casa. «Vengo de ver a unos camaradas», me dijo y señaló hacia la Normal. La palabra «camaradas» sonaba muy emocionante; el comunista del barrio era alguien admirado por mí. Lo invité a mi casa. Entramos, el patio lleno de macetas con helechos lucía adornado frente a las puertas de los departamentos silenciosos. Subimos la escalera y nos encontramos a la dueña huraña, esa vez parecía más llena de joyas de fantasía que de costumbre. «No se admiten visitas, lo sabes», me recriminó en la entrada de donde vivía y que por fuerza debíamos cruzar. «Es mi maestro y viene a ver lo de una tarea conmigo», respondí. Él, mientras tanto, sonreía amable sosteniendo su perpetuo portafolio. «Hum, de cuándo acá», musitó ella y se metió a su covacha abigarrada de fotos, lámparas y muebles antiguos hasta donde se alcanzaba a observar. Edmundo entró conmigo, dejó su portafolio y se acercó a mi mesa de trabajo, miró durante unos instantes mi collage.
—No basta con ser rebeldes, Germán, hay que ser revolucionarios —cruzó sus brazos en un gesto que era admonitorio y no defensivo—. ¿Recuerdas al Diablo de El paraíso perdido? Para levantar a los ángeles contra el Dios injusto, antes conspira, ¿no? Digamos que se organiza, pues de otra manera no habría sido posible su lucha ¿Sabes qué significa la palabra Satán? Enemigo, eso es, ¿lo entiendes?
—¿Se trata de que nosotros seamos parte del Enemigo o —lo miré a los ojos—, dime —lejos del barrio dejé de usar el usted—, debemos combatir al Enemigo?
—Eso no importa —respondió, se quitó los lentes para limpiarlos con el vaho de su boca y frotarlos en su antebrazo, luego continuó con su rollo muy bien aprendido—. Mira, la historia es una lucha de clases permanente. A tu madre y a ti les quitaron su casa, eso fue injusto, sobre todo la manera como lo hicieron, porque, entiende, los burgueses compran a los tribunales, se aprovechan de los pobres. La sociedad burguesa es injusta por naturaleza y no puede ser de otra manera. Ese día cuando los lanzaron nadie los ayudó, yo no estaba por desgracia, me enteré después. Pero poco se podría haber hecho en realidad, pues este sistema está podrido. Tú perteneces al proletariado y tu enemigo, nuestro enemigo, es la burguesía; ahora debes tener coraje y no pensar sólo en lo que te hicieron, sino en lo que les hacen a todos los proletarios al explotarlos o las injusticias que se cometen contra los campesinos, o cosas que pasan todos los días y afectan a gente como tú.
—Nuestra casa nos la quitó un prestamista —dije sin ocultar mi rencor—, a quien mi madre no le pudo pagar una vieja deuda de mi padre, que hace tiempo se fue a Estados Unidos; ese hombre quería que ella fuera su amante, ése era el pago si no había dinero, con eso se conformaba, pero sucede que mi madre no quiso, por eso nos echaron.
—Sí, algo supe, durante un tiempo siempre le estuvieron rompiendo los vidrios a esa casa, era la protesta de los amigos por eso. Y si ella hubiera aceptado la propuesta de ese viejo, no habría sido culpable. En ese caso el prestamista era un abusivo porque no intentó conquistar por la buena a tu mamá, sino aprovecharse de esa deuda. Incluso las prostitutas son de nuestra clase, son mujeres explotadas y se abusa de su necesidad. Y si ahora ella, tu mamá, se prostituyera —me di cuenta de que era rumor en el barrio, pues durante una temporada habían visto que por las noches llevaban a casa a mi madre distintos hombres, sus pretendientes o sus amantes de ocasión, pero a mí me importaba más que había rechazado al usurero aun a costa de perder nuestra casa—, tú de todos modos debes respetarla. El mundo está dividido, arriba están ellos, abajo nosotros, los proletarios.
«Pero hay que organizarse para luchar. Ahí está Cuba, resistiendo al imperialismo. Y Vietnam. Es un proceso, ¿sabes qué es un proceso? Son etapas regidas por leyes históricas. En México se están creando condiciones revolucionarias, pero sin la organización del proletariado éstas no sirven. Tú eres muy inteligente, te gusta leer y le debes ser leal a tu clase para hacer la Revolución. Nos toca ahora a nosotros cumplir esta etapa ¿sabes?»
Su discurso era sencillo a pesar de su abstracción. Luego iba a escuchar a otros decir cosas similares. Curiosamente yo nunca hablé así, porque lo que más me convencía era la idea de luchar, como fuera y contra quien fuera. En el fondo no me atraían en realidad ni la ideología ni sus clichés, sino la voluntad de luchar. Me imaginaba un combate irreductible, un enfrentamiento feroz y decisivo, y todas esas palabras de procesos y leyes históricas no me importaban ni servían de incentivo. Un mundo dividido, con un enemigo claro enfrente, eso era lo que me parecía incitante. Y seguía pensando en los hermanos Kelly, quienes rodeados de las fuerzas del orden no se rindieron jamás. Mike Jagger me importaba más en ese papel que como cantante. Tenía confianza en Edmundo, y si él indicaba un camino debía transitarlo aunque el destino final fuera nebuloso y mis referencias principales —el Ángel rebelde, unos bandidos y las novelas de aventuras— fueran otras distintas a las de este profesor marxista.
—Va a haber una manifestación el jueves —dijo de pronto—. Al salir de la escuela ve al Casco de Santo Tomás a las cuatro de la tarde, o mejor nos vemos en la esquina y llegas conmigo para que vayas en nuestro contingente. Ha renacido de nuevo el movimiento estudiantil, el proletariado tiene ahí un destacamento combativo —así hablaba Edmundo, el suyo era el lenguaje de un predicador, de alguien convencido en una creencia protectora capaz de explicar el mundo y de guiar la conducta y los propósitos personales y colectivos; eso era posible todavía antes de que decayeran todas las ideologías del siglo pasado.
Ese día dejé mi mochila de la escuela en la casa y me apresuré para esperar a Edmundo en el lugar donde habíamos quedado de vernos. El ambiente en los alrededores era amenazante con la presencia de granaderos y de hombres que descansaban en las escaleras del cine Cosmos o que se encontraban dentro de camiones situados en Río Consulado. A pesar de ellos, decenas y decenas de estudiantes caminaban por Avenida de los Maestros hacia el Casco de Santo Tomás de donde partiría la marcha que habría de transitar de regreso por esa misma avenida. Algunos llevaban banderas rojas y eso a mí me produjo una emoción especial, ya que nunca había visto algo así. En aquel momento me imaginaba que manifestarse era algo épico, pues en aquellos días se trataba de una confrontación entre la juventud y el poder y la ciudad misma se conmovía de que sucediera. Luego, algunos años después, el desgaste de las marchas por cualquier cosa en la ciudad, convirtió aquello que sucedió bajo una dictadura simulada en una imagen irrepetible, la lucha de una generación, cuyos sobrevivientes podrían proclamar con nostalgia ese aforismo de un escritor de la época: «Si fracasamos es porque fracasaron nuestros dioses». Me encontré con Edmundo y caminé con él hacia donde se concentraban los estudiantes. En ese momento no había consignas ni gritos, solamente ruidos propios de una multitud festiva, a pesar de que en el lugar por el cual debíamos desfilar para ir al Zócalo, como era el propósito, hubiera tantos individuos extraños que auguraban una circunstancia difícil. Sin embargo, eso no parecía importarle a nadie.
Un rumor creciente, como suaves olas desatadas, parecía oscilar encima de la multitud vibrante. La tarde veraniega se iluminaba con la luz de un sol sereno, y Santo Tomás parecía colmado por miles de estudiantes que asumían al fin una protesta después de la matanza de Tlatelolco, el emblema del movimiento. Observaba todo con curiosidad. Edmundo conversaba con un corrillo de estudiantes, y por lo que me di cuenta seríamos parte de la vanguardia de esta marcha. Veía a Edmundo señalarles a varios dónde se debían colocar y seguía hablando con autoridad, y por momentos todos los que lo rodeaban se reían junto con él. No me acerqué, prefería seguir viendo todo. La aglomeración era como una feria, un grupo pasó con una manta que decía: «No queremos apertura, queremos Revolución», más que una consigna, un mantra motivante, una respuesta contra el gobierno.
Algunos gritaban el nombre de sus escuelas para unirse a ellos. Había estudiantes del Politécnico y de la Universidad, de las preparatorias y de los Colegios de Ciencias y Humanidades que se inauguraban en el movimiento estudiantil. Había parejas de novios tomados de la mano. Se advertía también, en contraparte a los hombres que aguardaban en San Cosme, un espíritu decidido de muchos de los manifestantes, quienes no ignoraban las posibilidades de violencia y, en su caso, las enfrentaban con cierto fatalismo para conjurarlas únicamente con la fuerza de la unidad impetuosa. De pronto se dio una agitación. Unos tipos muy serios hacían guardia junto con un hombre joven y robusto y de bigotes profusos, vestido con un saco de pana quien con un megáfono comenzó a gritar advertencias: «Compañeros, hay que suspender esta marcha, la represión ya está decidida, en San Cosme nos esperan grupos de choque para agredirnos, son los Halcones. En la Universidad de Nuevo León ya hay arreglos, no hay necesidad de manifestarnos, proponemos una asamblea». Sus palabras me parecían extrañas. Eran líderes del 68 que habían regresado de su exilio de Chile, eso dijo junto a mí Edmundo, quien comenzó los gritos en contra y rápidamente fue secundado: «¡Pescados traidores!, ¡reformistas de mierda!, ¡aperturos!, ¿cuánto les paga Echeverría?» Ni siquiera necesitó enfrentarlos de manera personal, el vocerío aumentó hasta acallar a estos opositores a la marcha, quienes optaron por retirarse sin mayor discusión. Algunos de los calificativos no los entendía, correspondían a una jerga no dominada aún por mí. Edmundo y un grupo importante de la Juventud Comunista se habían escindido del Partido y eran de los principales promotores de la marcha. Eso me lo explicó después, y yo lo escuché como si se tratara de intrigas de las catacumbas a las cuales me había integrado.
El primer contingente comenzó a salir y ahí iba yo junto con Edmundo; un grito rítmico nos cohesionaba y retumbaba con fuerza: «¡No queremos apertura, queremos Revolución! ¡No queremos apertura, queremos Revolución! ¡No queremos apertura, queremos Revolución!» La tumultuosa marcha avanzaba y me uní a ese coro con entusiasmo de neófito. Esos manifestantes que me rodeaban proclamaban su ira, no eran festivos. Sentí una energía única al estar con ellos, era el tiempo de las ilusiones más duras. La consigna de alguna manera significaba para mí una quiebra del orden injusto, con barricadas como las de Los Miserables o la romántica emergencia de los ángeles rebeldes para derrumbar la autoridad divina. Ahí se fundían muchas emociones que podían dar un sentido a la vida de quienes no tenían nada que perder, y yo era uno de ésos. Si hubiera gritado en ese momento «¡Viva el Señor Satán!», nadie me hubiera secundado y, a pesar de ello, me sentía feliz de ir en ese desfile con todos esos muchachos decididos.
Al llegar a la esquina de mi casa, la marcha se detuvo. Más adelante una fila de granaderos bloqueaba el acceso de San Cosme. Nosotros quedamos en la bocacalle de Amado Nervo. Iba con estudiantes del Politécnico, del Colegio de Ciencias y Humanidades de Azcapotzalco, de la Preparatoria Popular de Tacuba, una larga fila. De pronto un grupo armado con varas de bambú arribó corriendo por la bocacalle. Gritaban «¡Ché Ché Ché Guevara, Ché Ché Ché Guevara, Ché Ché Ché Guevara!», pero no lograron engañar a ninguno de nosotros. Alguien alcanzó a murmurar: «Ésos no son de los nuestros», y de inmediato se dio el enfrentamiento. La fila no se rompió, los estudiantes aguantaron y arremetieron contra los agresores. En esos instantes mi ánimo se exaltó, como si estuviera en alguna de las batallas que leía en los libros. Había gritos y el sonido de golpes se escuchaba por todos lados, la sangre salpicaba por aquí y por allá, para dar seriedad al asunto. Ellos quisieron practicar sus artes marciales con sus varas y los despojaban de ellas. Eran rodeados y golpeados sin misericordia. Perdí de vista a Edmundo, en mi sangre había calor y tensión, con eso quiero decir tan sólo que estaba exultante y quizá incluso feliz, sin remembranza alguna de mis peleas en el barrio. Esto era algo distinto, grande, lo sentía como un reconocimiento de los poderes a nuestro valor.
Había sido una mala idea de los Halcones atacar ese flanco de la marcha, donde la bravura estaba concentrada. Al ser evidente su desventaja, emprendieron la retirada por donde vinieron, su ataque fue fallido y seguramente no esperaban esa resistencia, la manifestación no se había roto. Unos cuantos de ellos, arrinconados, la seguían pasando mal. Atrás de esa fila muchos estudiantes corrieron para escapar, pero no en ese sector. Un grupo se había desprendido al frente y comenzó a cantar el himno nacional, «Mexicanos al grito de guerra…», con ese tipo de gestos tan característicos de los mexicanos quienes son capaces, en cualquier circunstancia, de expresar sentimientos patrióticos. Otros, con los que yo estaba, comenzaron a entonar «La Internacional», quizá como una manera de remarcar su condición revolucionaria «Arriba los pobres del mundo… es la lucha final». Todo indicaba el triunfo cuando oímos los tiros, por San Cosme avanzaba otro grupo de Halcones y éstos portaban armas largas como sabríamos de inmediato. Muchos empezaron a correr para atravesar San Cosme o retrocedían, otros se fueron para la puerta de la Normal, fue un momento de gran confusión. Miré a uno de los amigos de Edmundo correr hacia donde venían los Halcones para lanzar una bomba molotov que ardió levemente en el piso, y luego él cayó sin siquiera alcanzar a darse vuelta. El asunto iba en serio, los tiros eran otra cosa.
Yo estaba paralizado en medio del pánico de una multitud que se dispersaba, unas muchachas pasaron corriendo, una de ellas descalza, miré cómo por la calle de Amado Nervo llegaban más Halcones, íbamos a quedar atrapados y no teníamos manera de enfrentarnos a sus armas. Entonces corrí hacia mi casa; junto al pequeño edificio donde estaba un lote baldío con una obra en construcción ya algunos subían a mi azotea, ni siquiera pensé en abrir la puerta de la calle, sino que trepé por el mismo lugar usando también un tambo, al fin y al cabo era donde vivía. Al llegar ahí grité a quienes ya se encontraban en la azotea que bajaran por las escaleras y comencé a ayudar a subir más estudiantes como si participara en el rescate de un naufragio y yo estuviera en un barco en medio de un mar tempestuoso. Les indicaba por dónde debían ir. De pronto escuché a mis espaldas tres golpes secos encima de mi cabeza, los cuales dejaron tres hoyos grandes en el muro de junto. Me eché al piso y grité a los demás: «¡Nos disparan!», pude mirar abajo en el sitio de la construcción cómo remataban a alguien con piedras grandes sobre su cabeza. Ya no podía hacer nada en ese caos y me arrastré hacia la escalera. Bajé por ella y entonces me encontré con la dueña toda temblorosa mientras amenazaba con una pistolita a todos los estudiantes invasores de su casa. Con la respiración agitada le grité algo sin sentido y resignada se metió a su departamento advirtiendo que todos ellos sólo podían estar en el mío; me dirigí a abrir la puerta donde vivía y el lugar se atiborró de personas en busca de refugio. Fui hacia la ventana para cerrar la cortina y en ese momento miré cómo en el poste unos Halcones amagaban a un estudiante y luego le daban un tiro en la cabeza. Al instante su rostro quedó ensangrentando y su cuerpo se escurrió como un títere al que le han cortado los hilos. A uno de los refugiados, con el pelo castaño y largo hasta el cuello y una elegante barba lo tumbaron en mi cama entre varios, pues al contemplar esto se puso histérico. Unos rescatistas con cascos cargaban a un muchacho con la camisa ensangrentada en el pecho camino a una ambulancia que llegó por la Avenida de los Maestros. Miré por toda la calle hasta San Cosme y había varios cuerpos tirados en distintas posturas, semejantes a bultos inertes: estaban muertos. En eso estaba cuando golpearon la puerta del departamento. Me abrí paso entre todos, algunos ya habían tomado cuchillos de mi cocina, otros se limpiaban rasguños y moretones de la batalla. Escuché la voz de Edmundo y abrí, estaba sin sus gafas, con otros dos, uno se sostenía la mano ensangrentada, le habían volado la mitad de un par de dedos. El herido se quejaba levemente y trataba de aguantarse, era de baja estatura y trató de sonreír cuando alguien mencionó que había agua oxigenada en el baño y aspirinas y que eso podía servir mientras lo atendían. «Pudimos matar a uno, camarada», dijo Edmundo como si fuera un parte de batalla. Imaginé que se trataba del sujeto tirado en la obra de construcción a quien le descargaban piedras en la cabeza; no pensé más y sentí alivio de que este mentor mío estuviera con nosotros.
En esa ocasión salvé mi vida tan sólo por un golpe de suerte, o por la mala puntería del halcón o porque en la refriega decidió no matarme. Tiempo después una revista publicó fotos de la conocida matanza del 10 de junio y había una imagen de un halcón hincado sobre su rodilla en la esquina disparando, después de hacerlo hacia el interior de la Normal de Maestros volteaba y apuntaba hacia arriba, hacia donde yo estaba ayudando estudiantes a subir a la azotea de mi casa. Sin duda alguna fue él quien intentó matarme o me perdonó la vida, y si así fue eso lo convirtió, de forma irremediable y sin que él lo supiera —es posible que ni siquiera un Dios pueda tener realmente toda la conciencia de sus actos cometidos como única razón para justificarse—, en un salvador de mi existencia, como habría otros después en mi vida, inesperados, inconscientes, simples emisarios del destino. Al retirarse corriendo después de los disparos, este hombre esbozaba en su rostro una sonrisa burlona, parecía disfrutar de su omnipotencia.
Esa tarde sentí el miedo de los refugiados en mi casa, sin embargo envuelto en tantas emociones yo no lo tenía, algo sólo posible por la mezcla de valor y de shock. Recostamos al herido en mi cama. Los demás se acomodaron como pudieron; era necesario brincar las piernas de algunos para caminar por el lugar. Si unos portaban los cuchillos de mi cocina eso me gustaba porque advertía que íbamos a defender nuestras vidas; y los gritos y disparos de fuera, más el sonido de las ambulancias, hacían creíble ese ambiente de espera ante lo peor. Tapiamos con sillones las puertas, la del pasillo de la cocina porque por ahí se podían deslizar desde la azotea y también la de la entrada al departamento, porque pensábamos que la dueña podía franquear a los represores la entrada al edificio. Luego abrimos la primera puerta para usar el baño al final del pasillo. Y pensábamos que era real la posibilidad de que fueran por nosotros. Alguien comentó que en Tlatelolco habían entrado a los departamentos. Se me ocurrió entonces que debíamos calentar aceite en una olla y usarlo como arma, pero en la confusión nadie me hizo caso. Si bien el miedo de todos los demás era palpable, Edmundo y yo nos habíamos convertido en los líderes del grupo y lo primero era transmitir calma. Edmundo me pidió papel y pluma para que todos apuntáramos nuestros nombres, y esa lista la íbamos a arrojar al patio del departamento de abajo por si nos apresaban y conducían al Campo Militar:
—¿Quiénes viven abajo? —me preguntó.
—Una madre con dos hijas bastante feas —respondí y él se rio.
—Eso no importa, qué fijado eres.
Todos comenzaron a apuntarse pues sonaba lógica la medida.
—¿Y si ella tiene relación con el gobierno? Le estamos dando nuestros nombres —agregué.
—Sólo vamos a arrojar esta lista si vienen por nosotros y si eso sucede, pues hay que jugárnosla, que alguien lo sepa si nos llevan…
Los ruidos habían disminuido. En forma intermitente, Edmundo y yo nos asomábamos por detrás de las cortinas, como si nos hubiéramos reservado ese privilegio y tuviera algún propósito. Las ambulancias habían recogido los cuerpos tirados. Al muchacho herido le habían vendado la mano sin que me diera cuenta. Él permanecía con los ojos cerrados y el sudor perlaba su frente. No podíamos hacer más y ni siquiera pensaba que su mutilación se podía gangrenar. El tiempo pasaba y no sabíamos cuál iba a ser nuestro destino. Por los disparos hacia nosotros, por el halcón muerto en la casa en construcción y porque éramos muchos los refugiados, claramente los represores sabían de nuestro refugio y era posible que nos atacaran. Comenzaba a oscurecer cuando escuchamos a lo lejos el ruido de metralla en diferentes descargas. El peligro no había terminado. El ambiente se puso más tenso, el nerviosismo de algunos se contagiaba y parecía que iba a estallar en ese encierro. Sólo quienes lucharon contra los Halcones en su primer ataque permanecían tranquilos en apariencia. Me acerqué a Edmundo y le dije: «La Revolución va a comenzar, ¿verdad?, esto no se va a quedar así». Me miró como si los dos compartiéramos ya un secreto y alzó el dedo índice de su mano en un gesto admonitorio y no dijo nada. Luego se supo que aquella metralla había sido un ataque al Hospital Rubén Leñero, ubicado junto al Casco de Santo Tomás, a donde fue un comando de Halcones a rematar heridos, incluso los suyos.
Había dos muchachas entre nosotros, una fea y otra guapa, una era gorda —me pregunté divertido cómo pudo subir por donde lo hicimos— y parecía pobre, la otra tenía una figura esbelta con buenas curvas y senos frondosos, resaltaban su cuerpo en sus pantalones estrechos y el escote de su blusa, su ropa denotaba a todas luces que era una chica bien y en algún momento nos confesó que su padre era rico y le iba a pedir que contratara pistoleros para matar Halcones, uno por uno, todos los que se pudieran, para vengarnos así a todos. Ambas eran estudiantes de la Escuela de Antropología. Sentí pudor ante ellas cuando observaron juntas la foto de Pilar Pellicer desnuda, aunque no comentaron nada. Pero la rica dijo señalando la foto de Mike Jagger que ella prefería a los Beatles, en ese momento varios protestaron diciendo «ésos son bien fresas», y si hubiera habido en ese lugar una votación para elegir a los músicos preferidos de la mayoría, los Rolling Stones habrían ganado y la intención homicida de la muchacha rica habría embonado más con ellos que con los Beatles y, por tanto, sus palabras me parecieron sólo un alarde producido por las horas pasadas.
En la noche prendimos la televisión y después de una noticia sobre la celebración del jueves de Corpus Christi en la Catedral, con sus niños vestidos de indígenas en burritos, apareció el presidente Luis Echeverría rodeado de periodistas encabezados por Jacobo Zabludovski, quien exigió que se investigaran los acontecimientos de San Cosme, «donde se dio una agresión armada a la manifestación estudiantil pacífica», y alguien afirmó «por lo menos este pendejo lo dice». El presidente también se mostró indignado y expresó, en respuesta a Zabludovski, su compromiso de «investigar estos hechos y castigar a los culpables», frente a nuestro estupor y cólera. «Si él es el jefe de los Halcones», murmuró uno. «Este régimen de mierda no tiene remedio», replicó Edmundo mientras todos asentíamos.
Todavía no circulaban automóviles por la avenida, quería decir que continuaba el cerco al lugar, pero ver la noticia por televisión hizo que junto con la indignación sintiéramos cierto alivio. El ambiente se relajó, dejamos de hablar en voz baja y se entablaron distintas conversaciones simultáneas como si se tratara de un encuentro; fue el caso de la discusión sobre música suscitada por una de las muchachas. En un momento alguien se acercó a mí mientras veía por la ventana el otro acompañante de Edmundo: «Miré cómo salvaste compañeros y ahora estamos en tu casa y no has mostrado miedo, eres de los nuestros, soy… bueno, dime como quieras, o sí, Tom, y ¿entiendes?, esto va a detonar la Revolución… es una ley histórica». Lo encaré, sentía cercana su respiración y en sus ojos pardos contemplé un brillo alucinado, lo juro, su voz ronca tenía también una entonación siniestra, sin duda algunos individuos no pueden disimular su verdadero carácter. En ese momento no lo sabía, pero se trataba de Tom de Analco, un camarada a quien hasta la policía llegó a tenerle miedo, es posible que haya sido uno de los más temibles revolucionarios de esos días. Su nombre llegó a ser una garantía de furor implacable.
Edmundo me invitó luego a la reunión en Zacatenco, se habló de comenzar la lucha armada y ahí conversé con él antes de un encuentro en el cual nuestro diálogo sería de otro modo; después sus hazañas y sus infamias correrían como reguero de pólvora en los círculos revolucionarios de la época. Estábamos en una jardinera: «Algunos hablan de amor revolucionario, yo sólo conozco el odio. El amor se puede quebrar, el odio no, nunca, ¿entiendes?, lo que se ha decidido es un camino terrible y no todos lo entienden», me dijo con su entonación jalisciense (si bien había nacido en el pueblo de Analco con cuyo nombre sería conocido, provenía de Guadalajara donde militaba). ¿Acaso fue él y no Edmundo con su actitud paternalista, u Oseas, otro implacable revolucionario, quien realmente me introdujo en todo eso?
Esa noche, por fin llegó mi madre. Nadie había preguntado con quién vivía. Cuando tocó la puerta atrancada, durante unos instantes regresó la tensión. Pero de inmediato se disipó con la actitud de ella al entrar:
—Esos malditos de allá fuera no me dejaban pasar, y les dije o me lo permiten o los agarro a bolsazos y más vale no se rían, pues ustedes serán lo que sean pero debo llegar a mi casa con mijo, que espero esté ahí y no haya salido con los alborotadores, ah pero miren si mi casa está llena de ellos, si me lo dijo en la entrada la vieja. Pero bueno, están muy tranquilitos por lo que veo, qué cosa terrible los balazos, donde estaba se oían a lo lejos, yo rezaba por mi muchacho que ya lo conozco, le fascina sacarme canas verdes, imagínense que me lo maten esos malditos y ustedes, niños, ya ven para qué le dan pretextos al cabrón gobierno —todos la escuchaban atentos y respetuosos, me apenaba un poco su perorata pero no la podía callar y me conformé al constatar lo guapa que era y la gracia que tenía para decir groserías.
De inmediato tomó el control de la casa. Les quitó los cuchillos a quienes todavía los traían. Revisó el torniquete del herido, volvió a limpiar la herida y exclamó que debía atenderse pronto. Saludó a todos uno por uno como si fueran sus huéspedes o sus invitados y puso a su lado a las muchachas, encantadas de encontrarse con una mamá. Me gustó que en esa circunstancia ella parecía haber dejado atrás su depresión crónica y se mostraba activa, llena de vida, maternal con todos. Cuando reconoció a Edmundo le dijo:
—Pero si tú eres bien rojillo, no me digas que andas sonsacando a mijo —su tono era amable, como si la pertenencia de él al barrio perdido por nosotros le concediera, por ese motivo, un reconocimiento afable y una aceptación más allá del reclamo posible.
De pronto reparó en algo que a ninguno le había producido una sola queja:
—Pero si no han comido, déjenme ver qué les puedo preparar —se dio cuenta de que era una pequeña multitud (creo que éramos más de treinta en ese espacio)—, ya sé, voy a ir a comprar pan, así que tú acompáñame —me ordenó.
—Pero mamá —repuse—, allá están los Halcones.
—Sí, señora —intervino Edmundo—, es peligroso. Ella lo hizo trizas con la mirada y él se dio cuenta de que la actitud hacia su persona podía cambiar.
—Qué Halcones ni qué ocho cuartos, tú vas conmigo que soy tu madre —me señaló—, y antes me matan que te pase algo —y entonces agregó un argumento impecable—. ¿O vamos a permitir que alguno de ellos se arriesgue? Pues les doy asilo, pero no voy a dejar que me maten por ninguno, si ni los conozco, bueno al rojillo sí, pero por él menos me dejaría matar —dijo señalando con su cabeza a Edmundo, lo que arrancó la risa de varios incluyendo el aludido—: Necesito que me ayudes a cargar las bolsas, es un montón de pan el que se necesita para tantas panzas hambrientas.
—Bueno, vamos a cooperarnos con la señora —dijo uno.
—No, nada de cooperarse, yo invito pues están en mi casa —replicó ella. Y salí con mi madre. Fuimos a San Cosme cruzando la avenida hasta una panadería. Por todos lados había policías uniformados, pero en el local unos hombres con sus armas ostensibles tomaban leche y comían pan. Me di cuenta de que eran Halcones. Mi madre comenzó a llenar las bandejas de pan con gran desparpajo. Los tipos nos observaban con descaro, el silencio casi se podía tocar y temía que se rompiera con el grito de: «¡Quedas detenido!» Uno se puso a mirarla de pies a cabeza y esperé que dijera algo; no iba a poder contenerme. No comentó nada, mientras tanto los veía de reojo y otro comenzó a sonreír con gesto irónico. Apreté la boca, no iba a mostrar miedo y tampoco a caer en su provocación, yo debía cuidar a mi madre y no ella a mí, pues consideraba que había tenido una franca irresponsabilidad al hacerme salir de nuestro refugio. Nos fuimos con nuestras bolsas llenas de pan y yo sentía cómo las miradas sarcásticas y asesinas de los Halcones taladraban nuestras espaldas al retirarnos.
La noche transcurrió en calma. Las calles se vaciaron, no obstante, se decidió que nadie debía retirarse hasta el amanecer. Muchos se echaron a dormir. Con mi madre se acurrucaron a sus costados las dos muchachas en su cama, ella las abrazaba sentada a medias con las piernas recogidas y verlas así podría haber servido para retratar una imagen bucólica. En mi habitación estaba el herido, junto a él yo me sentía fuerte haciendo guardia con Edmundo y Tom de Analco en la ventana. Yo contemplaba la luz del farol, y como todas las noches al dormir y al bajar la vista surgió el pensamiento de que en ese poste había visto una ejecución y por eso cada vez que lo miraba desde ahí se repetía la imagen del muchacho muerto y ensangrentado deslizándose hacia el suelo. Ante mis ojos habían caído otros y se grabó en mi cerebro también la calle abrumada de muertos, pero ése era especial, sólo unos metros nos separaban de él y si nosotros alcanzamos un refugio, a él, por su parte, desolado en ese caos sangriento como si hubiese estado desnudo a la intemperie en una tormenta, un rayo lo fulminó.
Cuando regresé de Chihuahua, a donde me mandaron como secuela de ese 10 de junio, no busqué a mis camaradas. Me inscribí en el Colegio de Ciencias y Humanidades de Azcapotzalco y decidí esperar. Ésa era la costumbre o lo correcto, asumido por mí de manera tácita. Luego supe el caso de algún militante liberado quien buscó de inmediato el contacto creando por ello una natural desconfianza que terminó con su ejecución por la sospecha de ser traidor.
Me integré al Comité de Lucha para hacer algo, éste era uno de los más fuertes de todas las escuelas universitarias, fui bien recibido por haber tenido el bautismo de fuego del 10 de junio, el sello particular de sus primeros activistas. El Comité aglutinaba a estudiantes de todas las corrientes políticas fomentadas por varios maestros, con la condición de ser parte del espectro de extrema izquierda. Una característica era que, junto con los adolescentes como yo, abundaban los estudiantes quienes eran al mismo tiempo trabajadores. Su presencia en el movimiento contribuía de alguna manera a dar seriedad a lo que en otras escuelas pudieran parecer sólo algaradas estudiantiles.
Me daba cuenta de que ahí se fermentaba una de las más importantes bases revolucionarias en la capital del país, pues el colegio estaba rodeado de colonias proletarias y de zonas fabriles, y por ello la agitación en su seno debía trascender de nuevo a las calles con más ímpetu. Era una visión de ensueño radical. Esperaba en cualquier momento reincorporarme plenamente a la tarea revolucionaria y ansiaba la acción como un enamorado desea a la mujer que le ha sorbido el seso.
Una noche ya muy tarde llegaba a mi casa en Avenida de los Maestros, cuando fui interceptado en la calle solitaria. No tuve tiempo de abrir la puerta. Varios me rodearon en silencio y con firmeza me condujeron al lote baldío de junto, donde estaba abandonada la construcción de ladrillos blancos. Entramos ahí. Eran tres sombras a pesar de que su cercanía fuera una sorpresa. En una primera impresión sentí que me detenía la policía, después reconocí a dos hermanos, el mayor era del Politécnico y al otro lo conocía como Arón. Habían estado en la reunión con Edmundo y Oseas, ahí estaba Tom de Analco quien me di cuenta que dirigía el comando. Ahora vestía una chamarra negra y un suéter de cuello ruso, ni siquiera lo saludé cuando me ordenó:
—Arrodíllate —su voz no era imperiosa, a pesar del mandato; era como si me pidiera con tranquilidad cualquier cosa y fuera natural que yo lo aceptara.
Los miré y con resignación me puse de rodillas frente a ellos, aunque de ninguna manera iba a subir los brazos a la nuca como si fuera un enemigo sometido. Aceptaba esa postura como si me hubieran invitado a sentarme para tener una conversación. Al tratarse de camaradas no iba a enfrentarme con ellos o a revolverme para ser asesinado de inmediato; esas actitudes habrían sido la reacción de un traidor, de alguien culpable a quien atrapan, y si el haberme sorprendido justificaba mi inacción inicial, en esos instantes jugaba a mi favor ese comportamiento pues tampoco mostraba miedo. Sin duda, a veces la inocencia es sólo algo humillante.
La luz nocturna le dio un leve brillo al revólver o por lo menos así lo recuerdo; por el hueco de lo que sería una ventana, alcancé a mirar el foco del poste que acostumbraba contemplar desde mi cama. Se trataba de una curiosa perspectiva y el brillo amarillento como el de un pequeño sol en la noche era mi guía en la oscuridad. Con una seña imperiosa, Tom de Analco hizo que Arón fuera hacia la entrada a vigilar, después comenzó a interrogarme, pero por encima de él yo miraba esa luz débil y solitaria que nunca había compadecido hasta ese instante. Si cuando ellos aparecieron no tuve tiempo para tener miedo, en esa circunstancia, al distraerme de alguna forma, apagué cualquier posibilidad de que un sentimiento tan disolvente apareciera o eso pienso ahora, pues la ausencia de temor no sólo se debe a la valentía o al arrojo, puede ser también la expresión adelantada del olvido, la manera de aprender, gracias al brillo previo de un instante, a sumirse en la nada donde nada importa.
—¿Por qué te liberaron en Chihuahua?
Me di cuenta de que tenía una oportunidad para vivir, pues ya debía estar muerto si hubiera alguna orden categórica para asesinarme. Ni siquiera me tocaban o insultaban y eso me hizo saber que en realidad no estaba sentenciado y, si la amenaza de morir era cierta, el azar se iba a convertir en el dueño de la situación, y en esa circunstancia no dejaba de advertirlo.
—Estaba con Tony, su padre es médico del gobernador —respondí hablando con suavidad.
—Lo sabemos, su hermano se quedó dentro y a él lo salvaron, ¿pero por qué a ti? —me mostró una bala, la metió al tambor del revólver, le dio vuelta con un gesto rápido y apuntó a mi frente.
—No lo sé —susurré, contestaba como distraído y fascinado por advertir en esa circunstancia la luz, mi alimento antes del sueño, vuelta mía, sólo mía, una luz tan humilde, indiferente a las cosas de esta vida.
—Vamos a ver si te salvas cada vez que digas «no lo sé». Sólo hay una bala en el revólver, ¿viste?, ¿has escuchado qué es la ruleta rusa?, «no lo sé, no lo sé» —sus últimas palabras me imitaban y lo consideré ofensivo, pero decidí no decir nada.
Entonces jaló el gatillo y se oyó de inmediato el sonido metálico. No había una bala para mí, ni siquiera suspiré. Sin duda un condenado a muerte debe sufrir menos que aquel quien teniendo plena conciencia es sometido al suplicio del azar. Sin embargo, en esos momentos no pensaba nada, ni tampoco un recuerdo se hacía presente, o una imagen distinta ante mis ojos que no fueran esas sombras, y por eso insistía en ver arriba la breve luz del poste. Hacerlo era una buena despedida del mundo.
—¿Quién nos traicionó en Chihuahua? —de nuevo dio vuelta al tambor del revólver.
—No lo sé —repetí a pesar de la advertencia de Tom de Analco, y en la circunstancia de pronto había un desapegola de mi parte sin que la posibilidad de morir me produjera ninguna emoción más allá del enfado de ser interrogado en una posición incómoda.
Otra vez giró el tambor del revólver y apuntó a mi frente. Si hubiera sido un condenado a muerte, habría tenido tiempo para escribir una despedida en la cual constataría que aún me había faltado vivir más años en esta existencia. Supongo que ésta podía haber sido una reflexión pertinente en dado caso, aunque no era ése el asunto, sino un juego de respuestas a preguntas imposibles de resolver por mi parte y, por tanto, tan sólo me hacían conocer en una ruleta mortal a ese dios llamado azar, el único realmente presente en nuestras vidas para tejer lo que llamamos destino. De nuevo se escuchó el golpe seco y un leve estremecimiento recorrió mi cuerpo. Reparé en la molestia de una piedrita que sentía debajo de una de mis rodillas y de todos modos no me moví. Sentí un gran cansancio y esa pobre luz me daba lástima, ya no alimentaba la épica de mis sueños convertida, por algo inesperado, en una imagen final, mísera compañera de la muerte; es triste saber que la misma está por llegar cuando en realidad se vive para no pensar en ella.
—¿Fuiste tú? Escucha bien —qué insistencia, pero otra vez dio vuelta al tambor del revólver y se acercó a mí, sentí el arma en la frente y me dolió que cubriera con su cuerpo al foco del poste, y mi última mirada iba a ser entonces una sombra estúpida en lugar de esa luz tan tímida, tan mía en ese momento—. La Revolución no soporta a los traidores…
—Yo tampoco los soporto —murmuré de inmediato con una expresión contaminada de ira a pesar de mi sometimiento.
—Chist, chist —era Arón, y quien jugaba a ser mi verdugo se separó de mí.
Volví a ver la luz y eso me alegró, nada malo iba a suceder si la recuperaba y si acaso iba a morir no sería rodeado de sombras. El del Politécnico se asomó con cuidado hacia fuera y sacó también una pistola y la recargó en su pecho. Aproveché y me moví un poco para quitarme la molestia de la piedra. No pasó nada, aunque algunos ruidos nocturnos antes imperceptibles se hicieron presentes de súbito: un sordo murmullo lejano, la marcha de un auto al pasar, el canto de un grillo, como si regresara de nuevo la vida.
Entonces guardaron sus armas. Tom de Analco se dio la vuelta con brusquedad, como si hubiera decidido abandonarme en la corriente de la vida sin que yo se lo reclamara nunca, otro padre que partía y me dejaba solo. El del Politécnico, vestido con un ridículo saco verde de cuadros, sentenció antes de irse con los otros:
—Ya tendrás oportunidad de demostrar qué tan leal eres.
Se fueron como sombras furtivas y yo me levanté. No había luna ni estrellas en el cielo, tan sólo un pequeño sol alumbraba, y era como si con su pálida luz rasgara el manto de la densa tiniebla nocturna. Afuera el mundo seguía su curso y yo debía estar contento porque no había llegado todavía la hora de mi muerte.
El camarada Oseas, formado por los jesuitas, era la encarnación puritana de aquellos ideales revolucionarios. Duro y disciplinado, apenas recuerdo su rostro como entre brumas, siempre serio, con una frente ancha como signo de su inteligencia, sus labios no eran completamente gruesos, con una nariz más bien chata y con ojos brillantes de mirada acerada que encubría con unos gruesos lentes de carey, ojos listos para ver fijamente sin provocar desconcierto; quizá eran engañosos, acogedores. Toda su expresión era ambigua, autoritaria y, al mismo tiempo, seductora, capaz de crear confianza en su persona. Creía en la teoría y en organizar un verdadero aparato revolucionario, cuyas células activas y bases radicales tuvieran capacidad de enfrentar al Estado, hasta que una mítica insurrección dirigida por nosotros lo venciera. Antes de ser revolucionario se dedicaba al trabajo social inspirado por los jesuitas que promovían la llamada opción por los pobres, y eso lo hacía ir a las colonias proletarias y dedicar su tiempo a la organización popular buscando así redimirlos. Su cristianismo de origen era una antípoda de mi admiración por un Diablo rebelde contra la autoridad divina, representante de toda autoridad según ese curioso anarquismo metafísico en el que estaba empeñado. El contacto suyo con la extrema izquierda de la Juventud Comunista en proceso de escindirse del Partido acusado severamente de reformista, lo llevó a posturas que trascendieron la Teología de la Liberación y lo convirtieron en un marxista radical. Si bien la fuente de su formación lo hacía creer en la política como algo sagrado y en ese sentido su actitud y su proyecto eran proféticos, a mí me parecían sumamente adecuados para destruir el orden vigente y eso, una paradoja, nos convertía a ambos en semejantes a demonios y me gustaba, aunque él, congruente con su formación de origen había adoptado un nombre bíblico, el de un profeta contra príncipes y sacerdotes, los poderosos de un reino que merecía ser devastado: «yo seré, pues, para ellos como león» (Oseas, 13, 7).
Había establecido como principio en nuestra militancia que todos participaran en la lucha armada; no existían jerarquías, sino únicamente mayores responsabilidades. Quien no se tomara en serio el compromiso de la lucha era un peligro, podía ser un traidor. Pocas veces lo traté en el secreto de nuestras acciones, pero sí lo suficiente para incorporarme en tareas cuyo proyecto era el germen de una eficacia despiadada como no existía en los antecedentes organizativos de los blandengues que no entendían de verdad nuestra bandera. Oseas advirtió en mí la capacidad de recopilar información esencial para beneficio del movimiento. Y eso llegó a incluir más adelante un servicio improvisado de contrainteligencia orientado a descubrir, atacar y eliminar en su caso a los espías del gobierno, a los provocadores y a aquellos de los nuestros a quienes su debilidad o su inmoralidad los había llevado a la traición. En un momento, juzgando cómo se habían dado algunas detenciones, pensó que la organización —formada finalmente como Liga bajo su férreo liderazgo con la fusión de grupos de distintas regiones y con bases en ellas, funcionando con un esquema complejo de células compartimentadas para los operativos— podía estar infiltrada. Le tenía respeto al enemigo y sabía que éste podía actuar con las tradiciones de las verdaderas policías políticas, a las que estudiábamos con dos libros: Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión, un manual de Víctor Serge imprescindible para nosotros y las Memorias del jefe de la Ojrana, una edición rara encontrada por mí en una librería de viejo y que se volvió una lectura favorita de Oseas después de prestarle el libro. Su desconfianza y paranoia lo atenazaban, pero yo pensaba que era algo natural en un buen jefe revolucionario. Esa actitud pasó a la realidad cuando creó secretamente el S2 (Servicio 2).
Y aunque yo pareciera extrovertido en la militancia como parte de un Comité de Lucha estudiantil —una excelente cobertura— desempeñaba con celo y disciplina férrea esa responsabilidad asumida como si tratara de convertirme en un auténtico héroe revolucionario anónimo.
Hubo un operativo coordinado por el camarada Oseas, cuando al aprovechar mi imagen de casi un niño vagué por las calles grises de una colonia cercana al Politécnico en Zacatenco, me hice acompañar de unos niños con una pelota y al sospechar de un lugar nos ubicamos a unas cuadras cercanas y jugamos a tirar la pelota contra una coladera de la banqueta y así fuimos varias veces a jugar con discreción, mientras de esa manera con paciencia yo vigilaba y reconstruía la rutina de una casa de seguridad de la dfs, la policía política. Eran los primeros tiempos de los enfrentamientos en esa guerra. Logré saber sus horarios, cambios de turno, en qué fonda comían, pude hacer un cálculo del número del personal. Ignoro si en ese momento había ahí prisioneros de los nuestros, pero creo que los hubo y se preparaban para recibir más.
La decisión tomada, considerando que la casa estaba vigilada en extremo, fue atacar a un grupo de los agentes en el momento de su desayuno como acostumbraban. La orden de Oseas consistió en que, vestido de muchacho de secundaria, llevara una mochila por la mañana, en la hora del cambio de turno cuando algunos de los agentes desayunaban en la fonda. Que caminara por ahí hasta comprobar que ellos estuvieran en el lugar y no hubiera otros comensales. Si las condiciones eran las adecuadas debía caminar a una esquina señalada, arrodillarme como si me atara las agujetas de los zapatos y luego, después de contar 30 segundos, retirarme de ahí con calma. Avisados por mí de acuerdo a este plan, dos camaradas, un hombre y una muchacha, con las metralletas escondidas bajo sus batas blancas de supuestos estudiantes de medicina, caminaron hasta la entrada de ese restaurante barato y los ametrallaron de forma sorpresiva mientras ellos comían, luego el comando huyó protegido por un equipo de apoyo. Yo alcancé a voltear después de atravesar la avenida. Recuerdo que ella, la camarada de este comando, era bonita, con el pelo recogido con un listón y me sorprendió la forma imperturbable con la que ambos dispararon hacia la fonda. Al irme, pensé en los tres agentes que seguí y entregué, uno de ellos era gordo; en mi memoria nebulosa surge la imagen de ellos bromeando entre sí y no alcancé a verlos muertos. Como había intervenido en su muerte, en aquel tiempo eso me perturbó un poco, pero luego pensé que eran enemigos y lo merecían. Algunos años después en una colonia cercana otro comando ejecutó a los guardaespaldas de un magnate, tal vez quisieron emular esta acción.
Oseas no me felicitó por mi eficacia en el operativo, para él se trató únicamente de una misión bien cumplida. Me encontré luego con este camarada en una circunstancia que debió ser cómica, aunque él no tenía mucho sentido del humor. Resulta que nos vimos en una avenida interior del Bosque de Chapultepec, en donde me subí a su coche estacionado. Hablábamos cuando de pronto se vino contra nosotros una multitud, aparecida quién sabe cómo que terminó rodeando el auto, entonces tocaron por la ventanilla para que la abriéramos. Se trataba de acompañantes de un locutor de televisión, quien se acercó a saludarnos. Ambos nos pusimos nerviosos pues traían cámaras y no sabíamos qué hacer, por suerte rápidamente siguieron su camino, yo me eché después a reír pero Oseas mantuvo su gesto adusto. Para despedirme me expresó con sequedad que debíamos ser siempre exitosos en los operativos y entender que éramos un destacamento del proletariado, hacia eso se encaminaba el trabajo de organización cuando, según decía, acabara el reflujo de las masas y en varios lugares del país las condiciones existentes comenzaban a ser revolucionarias, adecuadas para arremeter contra el poder burgués hasta lograr una gran huelga revolucionaria. Esa visión fue como un gran mito para mí, no en el sentido de una ilusión, sino una guía en el camino donde nuestra misión consistía en apoyar a que se derrumbara ese poder opresor.
En algo me influyó Oseas de manera determinante, pues me instruyó una vez a no bajar la guardia frente a los traidores y los infiltrados: «Hay espías», dijo, «espías peligrosos». Fue cuando me habló del S2. «Tú lo eres… Niño, un S2 verdadero», sentenció. Era el componente secreto de la organización que su cerebro había concebido. Aquella ocasión en Chapultepec hubiera querido regodearme con él de esa acción tipo Resistencia francesa (había visto algo similar en una película), pero con él habría resultado absurdo intentarlo. Pasó el tiempo y mi participación en ese hecho creó en los enterados la confianza de la que gozaba y en mí hizo crecer el sentido de una templanza cierta frente a cualquier riesgo, una característica forjada en mi persona.
Después de mi interrogatorio especial por Tom de Analco pasé a tener la confianza de Oseas. Nunca mencionamos entre nosotros ese hecho y en ese tiempo no sospeché que hubiera sido él mismo quien había ordenado que se me cuestionara de forma violenta, aunque ahora al reconstruir todo, la iniciativa de practicar conmigo la ruleta rusa bien pudo ser propia de Tom y sus actitudes sanguinarias, como cuando mataba a sangre fría a policías. La ruleta rusa se hundió en mi memoria como cualquier cosa que conmueve el ser entero y que por ese motivo en la penumbra de la mente se le arrincona o enfrenta con cierta indiferencia para no caer. Era como haberme subido al juego de la montaña rusa, como si me hubiera embriagado, como haber hecho el amor mecánicamente a la muerte, una puta a la que se olvida. Si Tom de Analco viviera todavía —aunque murió en un enfrentamiento con los policías, rodeado en una casa de seguridad por decenas de ellos y se batió con fiereza hasta la muerte al saber que le esperaban en represalia las peores torturas—, lo habría buscado para besar su mano como se hace con la de un padre anciano y benevolente.
Gerardo de la Concha (Ciudad de México, 1956) es ensayista, poeta y narrador. Entre sus libros publicados destacan: El fin de lo sagrado. Modernidad y catolicismo en México; La razón y la afrenta. Antología del panfleto y la polémica en México; El último dios. El dominio del becerro de oro en el mundo actual; Los réprobos y los devotos; Expiación; Lápidas del tiempo. El escritor florentino Carlo Coccioli, ya desaparecido, dijo de él que en Francia sería ya un escritor famoso desde su primer libro. Es también coleccionista de libros antiguos. Actualmente prepara la edición de un estudio del códice azteca Tudela. Ésta es su primera novela.