Nicolás Alvarado
23/03/2014 - 12:00 am
TOMANDO TÉ (… Y NO)
Había vivido parte de su infancia en Londres, y he aquí que yo soy un anglófilo irredento. Tenía un cierto gusto por la teatralidad y he aquí que yo mismo, criado entre el foro de televisión y la tertulia literaria, cultivo cierto (ciertísimo) gusto por el artificio. Y además éramos raros: no sólo ella y […]
Había vivido parte de su infancia en Londres, y he aquí que yo soy un anglófilo irredento. Tenía un cierto gusto por la teatralidad y he aquí que yo mismo, criado entre el foro de televisión y la tertulia literaria, cultivo cierto (ciertísimo) gusto por el artificio. Y además éramos raros: no sólo ella y yo sino todo nuestro grupo de amigos, al que había yo terminado por ingresar merced a mi cercanía con su hermano. Tan raros como para dedicar nuestras tardes de sábado a ver películas de Peter Greenaway –o diré película de Peter Greenaway, así, en singular, pues hubieron de transcurrir varias sesiones antes de que lográramos soportar los soporíferos pero escasos 124 minutos de El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante; no nos arredrábamos, sin embargo, por estar conscientes de que se trataba de una cinta importante. Tan raros como para leer a Proust y Baudelaire y a Flaubert y comentarlos. (No nos provocábamos estados alterados de conciencia merced a la procuración química de paraísos artificiales sino, más pretenciosos (y más cobardes), a la lectura de Los paraísos artificiales.) Tan raros como para que no tuviera yo el menor reparo en presentarme a la escuela vestido de saco, corbata y pañuelo de seda. Tan raros como para que el primer billet doux que le escribiera –conocía ya el término: enloquecíamos por Choderlos de Laclos y sus Amistades peligrosas y afirmábamos, petulantes, preferir la versión fílmica de Forman a la de Frears y, terrenales, a la Madame de Merteuil de Annette Bening a la de Glenn Close– contuviera una referencia a la “You’re the Top” de Cole Porter. Y tan raros como para que, cuando anunciara a mi amigo mi intención de invitar a salir a su hermana, respondiera con una palmadita en el hombro, una ceja arqueada con afectación y un “Pues… vas…”.
No le propuse ir al cine ni a tomar un helado ni un café ni a bailar. Más creativo (e insoportablemente pomposo) pero también más avorazado, la invité a tomar el té, a las cinco, en mi casa, “para que te acuerdes de tu infancia”. Era una especie de broma, sí, pero una que pensaba llevar a sus últimas consecuencias. En unas vacaciones londinenses, mis padres y mi abuela nos habían llevado a mi hermano y a mí a tomar el té al Palm Court del hotel Ritz, experiencia que me había marcado profundamente, y que ahora podía reproducir merced a un recuerdito de viaje: The London Ritz Book of Afternoon Tea, subtitulado The Art & Pleasures of Taking Tea, y firmado por Helen Simpson. Cierto: el entorno en que la recibiría –la biblioteca de la casa familiar–, aunque agradable, jamás podría competir con ése en que “la luz es amable, los pasteles son frívolos y el tempo es sereno, confiado y despreocupado”, con aquél en que “los bebedores de té se perchan antes mesas de mármol sobre sillas Luis XVI color de rosa, tomando a sorbitos sus tazas humeantes de Darjeeling o de Earl Grey, mientras ninfas belle époque los observan con olímpico desdén”. Tampoco podría reproducir esa iluminación, “la más halagüeña de Europa”, probada durante horas por el propio César Ritz y su electricista sobre el cutis de Madame Ritz hasta encontrar el tono preciso de rosa chabacano que mejor conviniera a la piel de una dama. Pero disponía de las recetas de los chefs del hotel, por lo que podía preparar finger sandwiches de pepino (“Pele un pepino y rebánelo en transparencias con el aditamento para rebanar de un rallador o mediante el uso diestro de un pelapapas. Rocíe esos discos transparentes con un poco de vinagre y sal. Después de media hora, elimine el exceso de jugo de pepino agitando las rebanadas en un colador. Cubra una rebanada de pan negro del grueso de un papel y ligeramente enmantequillada con dos capas de pepino y termine con otra rebanada de pan. Presione de manera firme pero delicada con la palma de la mano. Quite las orillas con un cuchillo y corte en tres rectángulos. Apile los sándwiches ordenadamente en un plato de servicio de porcelana y cubra con un paño ligeramente humedecido hasta servir el té.”) y de berro (“Unte pan de centeno con mantequilla salada y apile una rebanada con berro fresco. Presione otra rebanada de pan sobre la primera hasta que el contenido cruja. Corte el sándwich a la mitad pero no en cuartos… las hojas oscuras emergerán por las orillas.”), sustituir los scones, cuyo horneado parecía rebasar mis pobres capacidades culinarias, por shortbread –esas notables galletas escocesas de mantequilla, de marca Walker, gruesas, dulces y propensas a desmoronarse… lo que acaso las emparentara con mi estado esa tarde–, acompañado por mantequilla y mermelada de naranja amarga, y procurarme un pastel milhojas (detestable pero apropiado). También podía poner a infusión una tetera de Darjeeling y otra de Earl Grey, pedir a mi abuela que me permitiera servirle una copita de su oporto, ponerme una corbata de moño y un saco de tweed y confiar en que la (relativa) inocencia de sus 15 años la hiciera disculpar la (monumental) torpeza de mis 17.
Llego vestida para lucir mayor, sofisticada, británica e irresistible: traje sastre de falda corta, medias oscuras, zapatos de tacón medio y un coqueto sombrero, casi apropiado para las carreras de Ascot. Parecía divertida y yo me esforzaba desaforadamente por no evidenciar mi nerviosismo. Había dispuesto sobre la mesa de centro los platones con los sándwiches, el pan, la mermelada, la mantequilla, el pastel, las dos teteras, el jerez, tazas, platos, copas de pousse-café. Me senté a su lado, le serví, la vi comer mientras yo mismo me limitaba a taza tras taza de Darjeeling, incapaz de probar bocado por la tensión. Sostuvimos lo que a una niña de 15 años y a un mocoso de 17 debe habernos parecido una conversación chispeante, trufada de comentarios míos que deben haberse pretendido insinuantes pero que seguramente resultaron guarros. Terminada la merienda –pues es eso el afternoon tea británico: una colación entre la comida y la cena, así concebida en la primera mitad del siglo XIX por Anna, Duquesa de Bedford y dama de la corte de la Reina Victoria quien, al descubrirse hambrienta una tarde en virtud de la costumbre real de comer ligero y temprano y cenar tarde y pesado, habría de pedir que le fueran servidos té y pasteles en su boudoir, costumbre que terminaría por contagiarse al resto de los cortesanos–, proseguí la conversación, acercándome a cada frase un poco más a ella, hasta encontrarme situado a la distancia necesaria para tocarle, como al descuido, dizque afectuoso, el muslo. Su respuesta hubo de ser apropiadísima: “No emotions, dear. Rememeber we are British”, en clara alusión a una farsa teatral que entonces hacía época en el West End londinense y después en algún teatro mexicano, donde su título habría de ser traducido como “Nada de sexo que somos ingleses”.
Y nada, en efecto, hubo esa tarde ni ninguna otra. Cada avance mío, físico o verbal, fue rechazada con la misma ingeniosa cantinela, que primero me condujo a la frustración, después a la risa nerviosa, finalmente a la carcajada. Pasadas unas tres horas, nos despedimos amigos. Y con esto no quiero decir que no hubo hard feelings –que no hubo… demasiados– sino que el episodio nos permitió construir una amistad más allá de la escuela, más allá de su hermano, más allá del grupo: además de una belleza, esa mujer era un genio y una delicia, y yo la quería en mi vida para siempre, en cualquier capacidad que ella considerara pertinente.
Veinte años después, dos amigos se encuentran, por primera vez en muchos meses, en Londres, a donde ella ha sido llevada a vivir en virtud de su trabajo diplomático y a donde él ha ido de viaje, en razón de su labor como periodista cultural. Quedan de verse a las 5 en Fortnum & Mason, tienda departamental especializada en productos culinarios, célebre por haber sido el primer establecimiento londinense en comercializar de manera legal, a partir de 1784, un producto oriental al que la Corona había finalmente liberado de unas prohibitivas barreras arancelarias: el té.
Toman asiento ante una mesa del St. James Restaurant y ordenan una tetera de Royal Blend perfumado, mezcla de Pekoe de Ceilán –resultaría inapropiado decir Sri Lanka en este contexto– y Assam de la India. Lo acompañan con finger sandwiches de pollo con mantequilla de estragón, scones con crema y lemon curd, terminan con un Pastel de Madeira (él) y con una de Cereza con Costra de Azúcar (ella). Se ponen al corriente, comparten anécdotas de sus respectivas vidas maritales, recuerdan viejos tiempos, ríen, hablan por primera vez de su primer té compartido, una vida ha. Él la elogia, con justicia. Ella se disculpa, con clemencia. Él le dice que no ha lugar a esa disculpa ya sólo porque esa misma noche, al retirarse ella, se percató de que el hecho mismo de que ella le aceptara una invitación a tomar el té habría debido indicarle que carecía de la más mínima oportunidad con ella. Entonces le cita, casi de memoria, un pasaje de aquel London Ritz Book of Afternoon Tea:
Lady Diana Cooper recuerda el Ritz como el primer hotel en que se permitía a las jóvenes casaderas salir solas a tomar el té. La novelista romántica Barbara Cartland ha descrito el té en el Ritz en los años inmediatos posteriores a la Primera Guerra Mundial como “una institución útil para los hombres ‘extra’: una podía citarse con hombres, sin chaperón, para la comida y el té; una comía con los hombres que le interesaban y tomaba el té con los demás.
Quién me manda. (O, puesto de otro modo, el que nace para palmera en maceta de cerámica inglesa no sale del corredor con tapetes de la Savonnerie.)
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