Sandra Lorenzano
22/07/2018 - 12:00 am
En esta tarde gris
1. ¿Cómo se cuenta el dolor? ¿Cómo se escribe la muerte? Éstas son las preguntas que dan origen a Sangra en mí, el hermoso libro de Liria Evangelista publicado hace apenas unos días por la nueva editorial independiente argentina Modesto Rimba.
Pero es tu voz que sangra en mí en esta tarde gris… (“En esta tarde gris”, tango de Contursi y Mores, 1941)
1. ¿Cómo se cuenta el dolor? ¿Cómo se escribe la muerte? Éstas son las preguntas que dan origen a Sangra en mí, el hermoso libro de Liria Evangelista publicado hace apenas unos días por la nueva editorial independiente argentina Modesto Rimba.
Pienso que tendría que venir con una fajita que dijera, por ejemplo: “Se recomienda no leer en domingo en la tarde”. Aunque no es cierto, en cualquier otro momento que lo leyera –jueves al mediodía o martes al amanecer- el resultado sería el mismo: una conmoción tan grande que en lugar de palabras me salen lágrimas.
Cada instante de lectura de estas páginas será siempre una “tarde gris”: “Qué ganas de llorar en esta tarde gris”, como dice el tango que les da título.
Una conmoción tan grande que en lugar de palabras me salen lágrimas. Porque aquí no está solamente la madre de Liria sino también la mía, y hasta la de Roland Barthes. Están todas las madres muertas. Aquí están todos los duelos. Y la certeza que tenemos de que ya nunca podremos hablar de otra cosa, escribir de otra cosa que no sea de esa orfandad que nos constituye, de esta ausencia que tiene más presencia que todas las presencias de los que no han muerto.
¿Cómo se cuenta el dolor? ¿Cómo se escribe la muerte?
“Yo quiero escribir muertos.”, es la oración que abre el libro. Los muertos se escriben con palabras, pero sobre todo con silencios. Con la lengua dulce de la infancia, pero también con la atroz de la furia. ¿Qué adolescente no ha odiado a su madre con la misma intensidad con que la ama?
Estas páginas son una bellísima elegía que rodea una pregunta abierta y desagarrada: ¿cómo seguir viviendo? Cada línea es poesía pura intentando una respuesta; poesía y a la vez cuerpo, olores, tacto. Amé cada una de estas líneas. Amé a la madre niña y a la madre vieja, a la del suetercito de angora rosa y a la que cantaba tangos, a la de los zoquetitos blancos y la de los bebés muertos. La ausencia de Lidia Elena Moschella es ya una de mis ausencias más entrañables.
¿Cómo seguir viviendo? La respuesta no existe. Sólo la pregunta lacerante alrededor de la cual se teje la escritura.
2. Contar el dolor, escribir los muertos, tejer las palabras, dejar fluir la lengua y sus silencios. El cuerpo materno es arraigo, raíz, país niño, hogar siempre.
Por eso la escritura del duelo es escritura de exilio. Voces de aquel que ha perdido su tierra, su patria, su matria perfumada, amante y cruel a la vez. Matria que es bombachita limpia y flores de invierno, en Sangra en mí, gris de ceniza entre los dedos. El lenguaje dice al cuerpo, lo crea, lo modela. Pero al mismo tiempo el cuerpo sostiene cada sonido, cada letra. Y en ese territorio se ancla el deseo de Liria. En el lunar del cuello que mira hipnotizada, en los olores, en la piel que se quiebra como la memoria, en la fragilidad de los huesos de pájaro de la madre niña, hija de la hija que conjura tarareando un tango el terror de la finitud. “Qué ganas de llorar en esta tarde gris”.
Ésta es una ¿novela? ¿ensayo? ¿poema? tejido con las diversas voces de Liria y su madre, las voces que han tenido a lo largo de los años. Sus palabras se cruzan, se superponen, se abrazan. Y entre ellas el tango canta.
“Porque, cuando pibe, me acunaba en tangos / la canción materna pa’ llamar el sueño…” dice Celedonio Flores. Y yo puedo imaginar a doña Elenita arrullando a la pequeña que hoy, tantos años después, sigue mirando el mundo con una mezcla de sorpresa y amor.
Ésta es también una “novela de formación”, una bildungsroman, aunque a esta altura del partido sepamos que una realmente ni se forma ni aprende a lo largo de la vida, y por eso sigue necesitando siquiera unas pocas certezas para no naufragar. Y Liria, como buena poeta y buena tanguera, sabe que las certezas están en las cosas más chiquitas: en las madreselvas en flor, en la garúa, en el yuyo del suburbio o en los sobreritos pobres, en el talquito, en el canesú. “Tengo una muñeca vestida de azul, como su camisita y su canesú. La llevé a paseo y se me enfermó. La puse en la cama con mucho dolor”. Porque es ahí, en las cosas chiquitas, donde se esconde la vida, . ¿Y de qué hablamos, si no de vida, cuando hablamos de la muerte?
Ahí, Liria niña, Lilí, la piba gauchita (“Qué gauchita le salió la piba”, le decían a su padre), aprende que la escritura puede conjurar el dolor. “Supe entonces que de ahí en más –y durante toda mi vida- la escritura conjuraría la pérdida y el sufrimiento. Sería un talismán contra la muerte. Escribirte la muerte sería mi conjuro para que nunca sucediera.” (pp.22-23)
Las hijas sabemos también que nos miramos en esa muerte tan temida, la muerte de la madre. Esa muerte es nuestro pasado, la fragilidad y el dolor del cuerpo del que venimos, allí donde fuimos “albúmina, huevo, pez”, en palabras de Erri de Luca. Y a la vez es nuestro futuro: ancianas, desmemoriadas, temerosas, vulnerables, repetitivas, melancólicas…. Así seremos, si no tenemos la suerte de que nos parta un rayo antes de tiempo.
Las hijas nos miramos en la muerte de la madre y es por eso que la lengua es siempre lengua en duelo. Lengua por la cual ha pasado ya un infinito enmudecimiento. Lengua madre calcinada, como decía Paul Celan. ¿Qué palabras quedan, entonces? ¿Qué sonidos? ¿Qué silencio en tres por cuatro responde al llamado primigenio de Liria?
Como Hansel y Gretel, va soltando recuerdos como miguitas de pan para poder volver a casa. La escritura es así un viaje hacia atrás, hacia la semilla, hacia el cuerpo amado en que comenzamos a ser.
Y en esa cartografía que va dibujando el duelo aparecen voces que guían y acompañan. Hay dos que son fundamentales: una es la voz del tango, la voz de los tangos que cantaba “la piba más linda del barrio”, Elena: la madre, la hija de sicilianos que salpicaba de dialecto su castellano dulce, la que tuvo que ver cómo morían sus hermanos, la hermosa, la que lloraba con cada bebé que no llegaba a vivir, la que se asustaba ante la pasión desbordada de su Lilita, y ahora miraba con devoción amorosa sus triunfos. Lidia Elena Moschella, la que quizás nunca fue feliz: “Pero mi vida, mi vida, si yo me pongo a pensar –y me pongo a pensar, vos no sabés todo lo que yo pienso, Lilita- me digo, ¿cuándo fui feliz yo? ¿Cuándo?” (p.15) “El aire se hace impenetrable. Sin su voz.” (p.71) contesta la hija, cuya felicidad estará para siempre teñida ya de esa melancolía materna. ¿Cuándo fuimos felices?
La segunda voz es la de Roland Barthes, la voz del que escribe su Diario de duelo cuando muere su madre. Biblia de la orfandad la escritura de Barthes. Escritura dolida que permite que nazca otra escritura dolida, la de nuestra gauchita que dice “Empiezo a escribir mi desgracia en los márgenes de otra desgracia”. (p.65) “lloro de reconocimiento, lloro de soledad. Desde mi hueco, desde mi agujero dolorido, hablo con un francés largamente muerto”.
Somos testigos de ese diálogo. Liria abraza a Roland y nosotros lectores los abrazamos a ambos, recordamos con ellos las presencias añoradas, las palabras como herencia genética, como marca de agua en la mirada; somos parias con el mismo dolor, exceso que perturba a las buenas conciencias. El dolor ajeno es perturbador siempre, por eso los dolientes nos abrazamos, porque nos conocemos las tristezas, nos conocemos la muerte por venir.
Liria escribe sobre la escritura de Barthes, sobre-escribe, y yo sobre-escribo sobre su escritura. Palimpsesto de la soledad el nuestro.
En este sur de todos los sures en que el azar y la historia nos han hecho nacer somos hijos, nietos o bisnietos del desarraigo y la melancolía. Tal vez por eso tengo en una de las paredes de mi estudio una fotocopia ya bastante ajada del preámbulo de la Constitución argentina:
“Nos, los representantes del pueblo… con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino… ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución…
…“para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”. Esta frase y lo que esta frase implicó para la historia del país, pero fundamentalmente para nuestra historia, y para la que nos interesa en este momento –la de Liria-, es uno de los comienzos posibles de las páginas de Sangra en mí. Esa frase representa la quimera que persiguieron sus abuelos o su padre al subirse a los barcos que los alejaban de la pobreza o la violencia que enfrentaban en Europa (“Y fue por este río de sueñera y de barro que los barcos vinieron a fundarme la patria”, escribió Borges en uno de sus poemas más bellos).
¿Qué llevaban en los baúles? ¿Qué habían elegido traer consigo? ¿Qué es lo que elegimos guardar en las maletas al abandonar nuestro hogar? Yo llevo conmigo – de país en país, de casa en casa, de vida en vida – una copia del preámbulo de la constitución de una patria que ya no existe. Como otros cargan con las fotos de sus antepasados (“Un retrato de un mi abuelo que ganara una batalla”, escribió León Felipe. ¿Lo recuerdan? “Porque…, ¿Qué voy a cantar si no tengo ni una patria, / ni una tierra provinciana, / ni una casa / solariega y blasonada, /ni el retrato de un mi abuelo que ganara / una batalla, /ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada? / ¡Qué voy a cantar si soy un paria / que apenas tiene una capa!”).
Ahora cargo también las páginas de Liria, las fotos de su madre, sus miedos, sus tristezas, su orgullo por los libros de su hija, sus manos suaves, sus cenizas.
Hubo para todos otra tierra, otro tiempo, otro espacio, decía, que no conocimos y que sin embargo llevamos tatuado en la mirada. En esa mirada que se nos pierde en el horizonte, mirando hacia el río algunos, mirando hacia tierra adentro los otros. Y en nuestros oídos resuenan voces que aun sin saberlo forman parte de nuestro ADN. ¿No les ha pasado escuchar de pronto una palabra y sentir que les llega desde lo más profundo una oleada de recuerdos de cosas que no han vivido, pero que sin embargo ahí están, dentro de ustedes? Y ahí vamos por los caminos de la memoria persiguiendo una quimera: un hogar. Hay quienes tienen el don, como Liria, de encontrarlo en la escritura para sí misma y para todos los hombres y mujeres del mundo que quieran habitar el suelo de la nostalgia.
Para todos aquellos que, como decía Lidia Elena Moschella, quieran quedarse en los lugares en que fueron felices. Eso decía ella: “quiero quedarme en los lugares en que fui feliz”. Y Liria le construyó con palabras una casita de felicidad que es la suma de todos los lugares. También yo quiero quedarme ahí en esa amorosa casa hecha de voces, abrazos y complicidades.
Increíblemente –o tal vez no sea increíble- uno de esos lugares de felicidad era la tierra que no conoció, la Sicilia de sus abuelos, esa tierra del origen y la promesa. Liria va a esa tierra para mirarla con los ojos de su madre en el acto de amor que cierra la cadena de actos de amor que conforman este libro. Porque quizás es por ahí por donde debería haber comenzado: por decir que “Sangra en mí” es un profundísimo acto de amor.
Liria impedirá ese abandono volviéndose los ojos de su madre en esa isla que es origen. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” escribió Cesare Pavese y ése podría ser también el título de este libro. Y con esos ojos mira y escribe:
“Yo tengo clavados los ojos tuyos (más allá, mucho más allá de la carne). Esos ojos de Libertad Lamarque con los que veías el mundo y mi mirada sangra (…) Lasciami stare, Lilita. Lascia stare, mamá.” (p. 77)
Nosotros las dejamos estar a las dos, la madre y la hija, la hija vuelta madre, agradeciéndoles habernos dejado ser parte de esta travesía amorosa.
“Mis ojos al cerrar te ven igual que ayer,
temblando, al implorar
de nuevo mi querer…
¡Y hoy es tu voz que sangra en mí,
en esta tarde gris!”
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