Antonio María Calera-Grobet
22/07/2017 - 12:04 am
Gracias por el eructo
Hace más de una década, cuando un amigo empinó su cerveza y luego de terminarla de un par de tragos, eructó, libre, feliz.
Esto no es una nota. Es una historia, una estampa. Pero me sale platicárselas ahora. Uno se descubre dando patadas al suelo, sutiles pero continuas, como diapasón, como segundero, la suela del zapato marca el lento paso del tiempo. Se ve al equipo, cuando no entregando tablas con tapas, cervezas, copas de vino, pateando corcholatas para que, en esa portería que hacen las patas de la mesa, se marque el gol de la desigualada, de la victoria, en el partido de meseros contra comensales. Y es que uno se siente en tiempos extra, cercano al calambre, y no hay otra salida que dar el resto y seguir adelante hasta el final. Porque de eso se trata. Seguir y seguir hasta el final, con toda la épica, con toda la firmeza, elegantemente, servicialmente, sin perder el estilo. Por eso las órdenes incluso no cesan sino que aumentan. Uno manda limpiar otra vez sobre las mesas, da órdenes de meterse del nuevo al baño y revisar que todo esté bien, recala una y otra vez en las zonas más distantes para comprobar que todo esté en su sitio y dispuesto para servir. “Para esto te alquilas”, diría mi madre. Y no sólo lo comprendo sino que lo asimilo con todo el amor. Nunca he hablado mal, ni hablaré, de trabajar en un restaurante. Mucho menos si es un viejo empeño, un barquito construido por la familia y, además de hacer de comer a los demás (porque no servimos platos, hacemos de comer a los otros como si fueran visitas de casa), hacemos poesía. De tantas maneras poesía que se sirve caliente en la mesa de nuestras vidas y las de los demás.
Pero sucede algunas veces que, ya acabado un domingo, a las 2:45 de la mañana del lunes para dar más luces, que luego de una jornada de más de 15 horas el equipo de trabajo, los miembros de la tripulación de garroteros (que prefiero llamar “Todoterreno”), de lavalozas (a los que mejor llamamos “Señores del agua”), los meseros, los bar-tenders, se hayan franca y absolutamente devastados. Y es que resulta que a esas alturas del partido el mundo parece otra cosa, un tanto más cercano a una pesadilla inmóvil, a una feria tediosa con stands en un hangar diabólico, un hospital de enfermos mentales, un espantoso edificio de oficinas en las que se ha instalado la energía estática de un ángel exterminador. ¿Cómo pensar o vivir un bar luego de trabajar en una jornada en que se han servido cerca de 500 platillos, más de 700 bebidas? Y más aún, ¿cómo cuando los tres o cuatro días anteriores han sido igual de abarrotados y relampagueantes?
En ocasiones, cuando todo ha salido a pedir de boca, esa última hora, infinitos minutos por acabar, se vive con todo el júbilo, por todo lo alto. Ante esas madrugadas finales, el mismo halo del espacio lo lleva a uno de la mano por una suerte de ritualidad. La magia de lo fraterno, la felicidad de haber compartido el pan y el vino con los amigos se suma al placer interior del trabajo cumplido y tal energía amalgamada lo envuelve a uno en un éxtasis inconfundible, que mezcla lo mismo la serenidad que la adrenalina. Lástima que suceda, aunque pocas veces, lo contrario. Los clientes borrachos (de amor y poesía y vida qué sé yo), de dieciocho o veinte años (o bien de 60, vaya que luego es difícil distinguir a unos de otros) que, ya zafados, chalados, terminan solos en sus mesas, abandonados por quienes los acompañaron un rato, sin saber de modales, discutiendo solos, muchas veces ya sin saber en dónde están. Estos grupos, por esporádicos y controlables que sean, hacen las veces de ese granito en el arroz, el moro real con su tranchete, el agua que derrama el vaso de la templanza. Esos más bien patanes que no comensales, lejanos de toda luz, son los que terminan por tirar el castillo de naipes que se ha venido levantando en la imaginación. Y bueno, como para esto nos alquilamos, hay que engullirlos, absorberlos, hacerlos menos. Y no es algo sencillo. Los ánimos se rompen, se sobrevienen los gritos, las desesperaciones, los reclamos pero no importa: a los malos del cuento, a los malas vibras, los enfrentamos, los apaciguamos, los neutralizamos. Faltaba más, estamos ya para acabar, darle cuello a una semana por demás completa. A darle, amigos. Tenemos ya sólo diez mesas. Estamos en la recta final. Y ahí es que aparecen los rostros de Bacon, ya los cuerpos de George A. Romero, los pies tienen su propio pulso, una caja en verdad de ritmos, los brazos son fideos largos sin aguante. Somos un fardo. Y aún así, el equipo se brinda. Unos meten cerveza a los refrigeradores, otros comienzan a limpiar las cartas, rellenar los saleros y servilleteros, disponer de los vinos y licores en la barra, dejar al centavo la cafetera. Por qué nadie va a pedir un capuccino a esta hora, ¿o sí? Pues que sí. Dos capuccinos para la mesa dos. “¡Los mejores capuccinos!” grita el gerente, con dos bolsas de té negro como párpados. Y ahí se ve al héroe, al redentor de todos nuestros empeños, acometer a la máquina como el humano que la inventó, para darnos una bella danza entre el robot y su creador, la máquina y la civilización, para que salgan esos sendos capuccinos a la mesa dos, que resulta ahora los ha pedido para llevar. Para llevar serán. ¡Faltaba más! “Y también hay que poner estas orillas de pizza para llevar. Y la cuenta separada. Por favor”, dice el mesero jovencito, que apenas lleva un día, con una sonrisa, predicando con el ejemplo. Así debe ser. Y por eso esa sonrisa es de donde todos abrevamos los veteranos, la pila que nos dará la alegría suficiente para acometer el tiempo restante en que (no feliz con lo que ya traemos a cuestas, todos los gritos de Munch a cuestas, los cuadros de Klimt hechos realidad en nuestras cabezas), será ilustrado por la rocola que, gracias a la nefasta oportunidad que brinda su azar digital, nos regalará con esa bella pieza de Billy Joel, embadurnada hasta escurrirse de su activismo rosa: “We didn´t start the fire”, a toda velocidad, con un orgullo y disposición que, en este momento, vaya que desquician a uno, le vuela a uno la cabeza, le toca a uno las pelotas hasta reventar.
Y pese a ello, el animal sigue su camino. Los dedos artríticos de los parrilleros sobre el fuego, los dedos fríos de los que trabajaron con hielo haciendo copas aún, copas medidas y perfectas. Y qué decir de las espaldas de los amigos Todo-Terreno, cada vez más cerca del suelo. “Ya falta poco”, han de pensar todos. Yo mismo lo pienso. Llevamos en esto más de una década y seguro vendrán varias más. No pasa nada. Cientos de amigos hicieron cientos de noches lo mismo. Aguantaremos. Cientos de amigos aguantaron y no vamos a ser nosotros quienes aventemos la toalla. Ya falta poco. Sólo cinco o seis mesas. Mientras, ponte a tallar aquellas mesas, a limpiar los anaqueles de la despensa. Levanta el inventario para el día siguiente. O bueno, los dos, el de alimentos y de bebidas. Anda. Ayúdame y lo terminamos en media hora, en caliente.
Terminamos.
Luego de una eternidad, terminamos. Por lo menos de la parte que reclama más espíritu: atender al otro. Con el hígado, los riñones, los huevos y los ovarios, terminamos. A cortinas cerradas se queda la familia. Porque es verdad que pasamos más tiempo con el equipo que con la familia. Y ahí, en secreto, nos derrumbamos. Puta mierda, el trabajo de hoy estuvo muy cabrón. Y nos sentamos un segundo para prender un cigarro. Hay todavía cosas por limpiar, levantar, arreglar, cocinar para dejar perfecto el restaurante para el día siguiente, sí, lo sabemos. Pero este momento en que el equipo se da un respiro, en que suspende el fragor, es absolutamente mágico. Y desgraciadamente sectario. Porque es casi intransferible esta sensación de pertenencia a un equipo sometido a esto. Ahí está el equipo, luego de fregar pisos, platos, mesas, luego de dar la cara por un establecimiento que quiere hacer las cosas bien, que se brinda al otro sin cortapisas (y hacerlo bien siempre será más duro, más bello, claro, pero siempre más agotador), el equipo que se brinda al otro como si fuera uno de los suyos, sus seres queridos, luego de decenas de horas de trabajo y pocas de sueño, y que ha terminado, una vez más, con una semana como dios manda.
Y justo ahí, como un cuadro que da cuenta de una escena de posguerra, como un grupo de soldados casi heridos en la batalla, una veintena de humanos quedan ensimismados, tullidos, ateridos y alterados, pero satisfechos. Ahí, justo en ese momento, es que darle un trago a una cerveza, fumar un cigarrillo, es un acto de hermandad absoluta, de una secrecía casi morbosa pero de un voltaje altísimo, en que se sincronizan todos los cerebros en un punto: hemos hecho cultura, hemos hecho magia, hemos hecho arte o poesía o lo que más se le parezca, al compartir el pan y el vino. Ahí, ese salud, ese trago de armisticio, de cese al fuego y de viva la paz, ese trago de vino frío, de sidra fría, de vodka que pasa terso por nuestro adentro, hace las veces de campanada para recordarle a uno, traerle a uno de nueva cuenta esa certeza, esa absoluta maravilla, de la gran posibilidad que significa levantar, todos los días, el poema de un restaurante con el apoyo de los amigos. Nadie de nosotros cambiaría esos momentos. Yo no lo haría. Esas son las estampas que quedarán cuando no quede nada. El abatimiento compartido y la belleza lograda. ¡Cuántas veces no terminamos borrachos empujados por el tobogán de ese sentimiento! El equipo, el nuestro, nosotros ahí sentados, es el equipo que, de quemarse las velas, quedaría ahí sitiado, cortando un poco de jamón, compartiendo una garrafa de vino. Salud. Terminamos pero seguimos. Un trago largo a la cerveza, agradecido. Hay que subir las sillas, trapear bien los corredores, terminar de limpiar las hornillas y los cazos, las ollas en que todo se cocinó. Y de pronto recuerdo, hace más de una década, cuando un amigo empinó su cerveza y, luego de terminarla de un par de tragos, eructó, libre, feliz, en su casa, entre los pares, con una fuerza descomunal. Y luego dijo: “¡Vamos a darle!”. Y yo sonreí, secretamente, como lo hago ahora.
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