Trabajar menos horas, distribuir la riqueza y acabar con la pobreza es la economía posible del siglo XXI, es lo que propone el autor de este libro, Rutger Bregman. Lo de la nueva reforma laboral de Brasil es temporario, se viene realmente la revolución del trabajo y este trabajo sólo lo antecede.
Ciudad de México, 22 de julio (SinEmbargo).- El historiador y escritor holandés Rutger Bregman nos presenta en este libro un ensayo provocador y fundamentado que sin atacar el capitalismo, asegura que es posible acabar con la pobreza y garantizar una renta básica a las personas en edad productiva en un mundo donde las fronteras deberán desdibujarse.
¿Idílico, utópico, irreal? Rutger Bregman nos revela en esta obra que la pobreza se puede erradicar. Hay estudios y proyectos que se han implementado para probar que esto es viable y deseable. Además representa un ejercicio rentable para la economía de cualquier Estado. Los gobiernos gastarían menos al garantizar una renta básica universal que seguir invirtiendo en los costosos programas para combatir la pobreza.
La fórmula por la que apuesta el autor es redefinir la productividad. Hay trabajos altamente remunerados que no generan riqueza y otros sumamente útiles mal pagados, la redistribución de estos ingresos sería un buen inicio. Después debería asegurarse un puesto laboral productivo para la gente con menos recursos y acotar el tiempo de trabajo en 15 horas semanales para todos los trabajadores. Está comprobado que cuando trabaja menos, una persona es más productiva y genera más riqueza.
Rutger Bregman no subestima el desafío que implica su apuesta, pero sabe que es posible porque de la misma forma que su idea: la abolición de la esclavitud, los derechos laborales, la igualdad entre hombres y mujeres fueron inicialmente consideradas utopías.
Fragmento del libro Utopía para realistas, de Rutger Bregman, publicado con autorización de Salamandra, Océano.
1 El regreso de Utopía
Empecemos con una pequeña lección de historia: en el pasado, todo era peor.
El 99% de la humanidad, a lo largo del 99% de la historia, pasaba hambre y era pobre, sucia, temerosa, ignorante, enfermiza y fea. Y no hace mucho, en el siglo XVII, el filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662) describió la vida como un enorme valle de lágrimas. «La grandeza del hombre — escribió— radica en que se sabe miserable.» En el Reino Unido, su colega Thomas Hobbes (1588-1679) coincidía con él en que la vida del hombre era en esencia «solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve».
Sin embargo, en los últimos doscientos años todo eso ha cambiado. En un breve período del tiempo que nuestra especie lleva habitando este planeta, miles de millones de nosotros hemos pasado de repente a estar bien alimentados, sanos, limpios y a salvo, a ser inteligentes, ricos y, en ocasiones, incluso bien parecidos. Mientras que en 1820 el 94% de la población mundial todavía vivía en la pobreza extrema, en 1981 ese porcentaje se había reducido hasta el 44% y ahora, sólo unas décadas más tarde, se sitúa por debajo del 10%.
Si esta tendencia se mantiene, la pobreza extrema, que ha sido una constante en la historia de la humanidad, no 12 tardará en ser erradicada para siempre. Incluso aquellos a los que todavía llamamos «pobres» disfrutarán de una abundancia sin precedentes. Donde yo vivo, los Países Bajos, un sintecho que recibe asistencia social dispone hoy de más dinero para gastar que el holandés medio en 1950 y cuatro veces más que un habitante de la Holanda gloriosa de la Edad de Oro, cuando dominaba los siete mares.
Durante siglos, el tiempo apenas se movió. Desde luego, ocurrían muchas cosas para llenar libros de historia, pero la vida no mejoraba precisamente. Si pusiéramos a un campesino italiano del 1300 en una máquina del tiempo y lo situáramos en la Toscana de la década de 1870, apenas notaría la diferencia.
Los historiadores calculan que la renta anual media en Italia alrededor del año 1300 era de aproximadamente 1.600 dólares. Unos seiscientos años más tarde (después de Colón, Galileo, Newton, la revolución científica, la Reforma y la Ilustración, la invención de la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor) era de… todavía 1.600 dólares. Seiscientos años de civilización y el italiano medio estaba más o menos donde siempre había estado.
No fue hasta la década de 1880, cuando Alexander Graham Bell inventó el teléfono, Thomas Edison patentó su bombilla, Carl Benz trasteaba con su primer coche y Josephine Cochrane meditaba sobre la que podría ser la idea más brillante de todos los tiempos (el lavavajillas), que nuestro campesino italiano se vio propulsado por la marea del progreso. Y menuda marea. Los últimos dos siglos han visto un crecimiento exponencial en población y prosperidad en el mundo entero. La renta per cápita es ahora diez veces la de 1850. El italiano medio es 15 veces más rico de lo que lo era en 1880. ¿Y la economía global? Ahora es 250 veces más grande que la de la revolución industrial, cuando casi todos en casi todas partes seguían siendo pobres, hambrientos, sucios, temerosos, ignorantes, enfermizos y feos.
La utopía medieval
El pasado era sin duda implacable y por lo tanto es lógico que la gente soñara con un tiempo en que las cosas mejorarían.
Uno de los sueños más vívidos era el de la tierra de leche y miel conocida como el País de Cucaña o Jauja. Para llegar allí, primero tenías que devorar arroz con leche durante tres millas. Pero el esfuerzo merecía la pena, porque al llegar a Cucaña te encontrabas en una tierra donde fluía el vino por los ríos, los gansos asados volaban al alcance de la mano, en los árboles crecían panqueques y del cielo llovían tartas calientes y pasteles. Campesinos, artesanos, clérigos: todos eran iguales y disfrutaban juntos bajo el sol.
En Cucaña, la tierra de la abundancia, la gente nunca discutía. Al contrario, todos estaban de juerga, bailaban, bebían y practicaban el sexo libremente. «Para la mentalidad medieval — escribe el historiador holandés Herman Pleij— , la Europa occidental moderna se parece mucho a una Cucaña auténtica. Hay comida rápida disponible las veinticuatro horas del día, aire acondicionado, amor libre, ingresos sin trabajar y cirugía plástica para prolongar la juventud.» En la actualidad, hay más gente en el mundo aquejada de obesidad que de hambre. En Europa occidental, la tasa de homicidios es 40 veces inferior, en promedio, a la de la Edad Media y si se dispone del pasaporte adecuado, se tiene garantizada una impresionante red de seguridad social.
Tal vez ése sea también nuestro mayor problema: hoy, el viejo sueño de la utopía medieval se está agotando. Por supuesto, podríamos conseguir un ligero incremento del consumo, o de la seguridad, pero a costa de un incremento de la contaminación, la obesidad y el Gran Hermano. Para el soñador medieval, la tierra de la abundancia era un paraíso de fantasía: «una escapatoria del sufrimiento terrenal», en palabras de Herman Pleij. Pero si pidiéramos al campesino italiano de 1300 que describiera nuestro mundo moderno, sin 15 duda lo primero que le vendría a la mente sería el País de Cucaña.
De hecho, vivimos en una época de profecías bíblicas hechas realidad. Tenemos por habituales cosas que en la Edad Media habrían parecido milagros: a los ciegos se les restaura la vista, los tullidos pueden andar y los muertos regresan a la vida. Ahí está, por ejemplo, el Argus II, un implante cerebral que devuelve parte de la visión a gente con patologías oculares genéticas. O las Rewalk, unas piernas robóticas que permiten a los parapléjicos caminar de nuevo. O el Rheobatrachus, una especie de rana que se extinguió en 1983 pero que, gracias a unos científicos australianos, ha sido literalmente devuelta a la vida utilizando ADN antiguo. El tigre de Tasmania es el siguiente en la lista de deseos de este equipo de investigación, cuyo trabajo forma parte del Proyecto Lázaro (que recibe su nombre de la parábola del Nuevo Testamento sobre un caso de resurrección).
Entretanto, la ciencia ficción se está convirtiendo en ciencia real. Los primeros coches sin conductor ya están circulando. Las impresoras 3d han empezado a producir estructuras celulares embrionarias completas, y personas con chips implantados en el cerebro mueven brazos robóticos con la mente. Otro dato: desde 1980, el precio de 1 vatio de energía solar se ha desplomado un 99% (no es una errata). Con un poco de suerte, las impresoras 3d y los paneles solares podrían convertir el ideal de Karl Marx (que las masas controlen todos los medios de producción) en una realidad sin tener que recurrir a una revolución sangrienta.
Durante mucho tiempo, la tierra de la abundancia estaba reservada a una reducida elite del Occidente próspero. Eso ya es historia. Desde que China se ha abierto al capitalismo, 700 millones de chinos han salido de la pobreza extrema.7 También África se está despojando de su reputación de ruina económica: el continente cuenta ahora con seis de las diez economías que más crecen en el mundo.8 En el año 2013, 6.000 millones de los 7.000 millones de habitan- 16 tes del mundo tenían un teléfono móvil. (Por comparar, sólo 4.500 millones disponían de baño.)9 Y entre 1994 y 2014, el número de personas con acceso a Internet en el mundo pasó de suponer el 0,4% del total al 40,4%.
También en términos de salud — quizá la promesa más importante de la tierra de la abundancia— , el progreso moderno ha sobrepasado las fantasías más descabelladas de nuestros antepasados. Mientras los países ricos deben contentarse con la adición semanal de otro fin de semana al tiempo de vida promedio, África está ganando cuatro días por semana.11 En todo el mundo, la esperanza de vida creció de los sesenta y cuatro años en 1990 a los setenta en 2012; 12 más del doble que la de 1900.
Asimismo hay menos gente que pasa hambre. Aunque en nuestra tierra de la abundancia no podamos agarrar gansos asados del cielo, el número de personas que sufre desnutrición se ha reducido en más de un tercio desde 1900. La porción de la población mundial que sobrevive con menos de 2.000 calorías al día ha caído del 51% en 1965 al 3% en 2005. 13 Más de 2.100 millones de personas obtuvieron finalmente acceso a agua potable entre 1990 y 2012. En el mismo período, el número de niños con retraso en el crecimiento disminuyó en un tercio, la mortalidad infantil descendió un increíble 41% y las muertes de mujeres en el parto se redujeron a la mitad.
¿Y qué ocurre con la enfermedad? El asesino en masa número uno de la historia, la temida viruela, ha sido erradicado. La polio prácticamente ha desaparecido, cobrándose un 99% menos de víctimas en 2013 que en 1988. Entretanto, cada vez se vacuna a más niños contra enfermedades que en otros tiempos fueron comunes. El índice mundial de vacunación contra el sarampión, por ejemplo, ha subido desde el 16% en 1980 al 85% hoy, mientras que el número de muertes se ha reducido en más de tres cuartas partes entre 2000 y 2014. Desde 1990, la tasa de mortalidad por tuberculosis ha bajado casi a la mitad. Desde 2000, el número de personas fallecidas por malaria se ha reducido en una cuarta parte, y 17 lo mismo ha ocurrido con el número de muertes por sida desde 2005.
Algunas cifras casi parecen demasiado buenas para ser ciertas. Por ejemplo, hace medio siglo, uno de cada cinco niños moría antes de cumplir cinco años. ¿Hoy? Uno de cada veinte. En 1836, el hombre más rico del mundo, un tal Nathan Meyer Rothschild, murió como consecuencia de una simple carencia de antibióticos. En décadas recientes, las vacunas ridículamente baratas contra el sarampión, el tétanos, la tosferina, la difteria y la polio han salvado más vidas cada año que las que habría salvado la paz mundial en el siglo XX.
Obviamente, todavía hay muchas enfermedades por vencer — empezando por el cáncer— , aunque estamos avanzando también en ese frente. En 2013, la prestigiosa revista Science informaba sobre el descubrimiento de una forma de utilizar el sistema inmunitario para combatir tumores, elogiándola como el mayor avance científico del año. Ese mismo año se llevó a cabo el primer intento exitoso de clonar células madre, un avance prometedor en el tratamiento de enfermedades mitocondriales, entre ellas, un tipo de diabetes.
Algunos científicos incluso sostienen que la primera persona que vivirá para celebrar su milésimo cumpleaños ya ha nacido.15
Por el camino, cada vez somos más listos. En 1962, el 41% de los niños no iban a la escuela, cuando hoy ese porcentaje es menor del 10%. 16 En la mayoría de los países, el coeficiente intelectual promedio ha subido entre tres y cinco puntos cada diez años, gracias sobre todo a los avances en nutrición y educación. Tal vez esto también explique que nos hayamos vuelto mucho más civilizados y que la pasada década haya sido la más pacífica en toda la historia de la humanidad. Según el Instituto Internacional de Investigación de la Paz de Oslo, el número de víctimas de guerra por año ha descendido un 90% desde 1946. La incidencia de asesinatos, robos y otras formas de criminalidad también se está reduciendo.
«En el mundo rico cada vez hay menos crímenes — informó no hace mucho The Economist— . Sigue habiendo criminales, pero cada vez son menos y más viejos.»
Un paraíso inhóspito
En otras palabras, bienvenidos a la tierra de la abundancia.
A la buena vida. Al País de Cucaña, donde casi todos son ricos, sanos y están a salvo. Donde sólo nos falta una cosa: una razón para levantarnos de la cama por la mañana. Porque, al fin y al cabo, no se puede mejorar el paraíso. El politólogo estadounidense Francis Fukuyama señaló ya en 1989 que habíamos llegado a una época donde la vida se ha reducido a «cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, preocupaciones ambientales y la satisfacción de sofisticadas exigencias propias de nuestra condición de consumidores».
Incrementar nuestro poder adquisitivo otro punto porcentual o recortar un par de puntos nuestras emisiones de carbono, o acaso un nuevo artilugio: ése es el alcance de nuestra mirada. Vivimos en una era de riqueza y superabundancia, y, sin embargo, qué inhóspita es. No hay ni arte ni filosofía», dice Fukuyama. Lo único que queda es el «cuidado perpetuo del museo de la historia humana».
Según el escritor irlandés Oscar Wilde, después de alcanzar la tierra de la abundancia deberíamos, una vez más, fijar nuestra mirada en el horizonte más lejano y volver a izar las velas. «El progreso es la realización de Utopías», escribió. Pero el horizonte lejano permanece vacío. La tierra de la abundancia está envuelta en niebla. Justo cuando deberíamos estar asumiendo la tarea histórica de dotar de significado a esta existencia rica, segura y sana, hemos enterrado la utopía. No hay ningún sueño nuevo que la sustituya porque no somos capaces de imaginar un mundo mejor que el que tenemos. De hecho, en los países ricos, la mayor parte de la población cree que sus hijos estarán peor que ellos.
Aun así, la verdadera crisis de nuestro tiempo, la de mi generación, no es que no estemos bien, ni siquiera que más adelante podríamos estar peor.
No, la verdadera crisis es que no se nos ocurre nada mejor.
El modelo cerrado
Este libro no es un intento de predecir el futuro. Es un intento de poner en marcha el futuro. De abrir de golpe las ventanas de nuestras mentes. Por supuesto, las utopías siempre ofrecen más información acerca del tiempo en que se imaginaron que de aquello que en realidad se consigue. La utópica tierra de la abundancia dice mucho de cómo era la vida en la Edad Media. Deprimente. O mejor, nos confirma que las vidas de casi todos en casi todas partes siempre han sido deprimentes. Al fin y al cabo, cada cultura tiene su propia variante de la tierra de la abundancia.
Los deseos simples engendran utopías simples. Si tenemos hambre, soñamos con un banquete opíparo. Si tenemos frío, soñamos con una hoguera acogedora. Ante el número creciente de enfermedades, soñamos con la eterna juventud. Todos estos deseos se reflejan en las viejas utopías, concebidas cuando la vida todavía era tosca, embrutecida y breve. «La tierra no produjo nada terrible, ninguna enfermedad — según la fantasía del poeta griego Teléclides en el siglo v a.c., en la que, si se necesitaba algo, aparecía sin más— . En cada arroyo fluía el vino. […] Los peces entraban en las casas, se cocinaban solos y luego se posaban en las mesas.»
No obstante, antes de seguir avanzando conviene distinguir dos formas de pensamiento utópico. El primero es el más conocido, la utopía del modelo cerrado. Grandes pensadores como Karl Popper y Hannah Arendt, e incluso toda una corriente filosófica, el posmodernismo, han intentado liquidar este tipo de utopía y, en gran medida, lo consiguieron; la suya sigue siendo la última palabra sobre el modelo cerrado de paraíso.
En lugar de ideales abstractos, los modelos cerrados consisten en reglas inmutables que no toleran ninguna disensión. La ciudad del sol (1602), del poeta italiano Tommaso Campanella, constituye un buen ejemplo. En su utopía, o más bien distopía, la propiedad individual está estrictamente prohibida, todo el mundo está obligado a amar a los demás y pelearse se castiga con la muerte. La vida privada está controlada por el Estado, incluida la procreación. Por ejemplo, las personas inteligentes sólo pueden acostarse con las necias y las gordas con las flacas. Todos los esfuerzos se concentran en forjar una medianía conveniente. Es más, todo individuo está sometido al control de una amplia red de informantes. Si alguien comete una transgresión, se lo intimida verbalmente hasta convencerlo de su propia maldad, de modo que se preste a ser lapidado por el resto.
Viéndolo en retrospectiva, cualquiera que lea hoy el libro de Campanella verá indicios escalofriantes de fascismo, estalinismo y genocidio.
El regreso de Utopía
Sin embargo, existe otra vía de pensamiento utópico que está casi olvidada. Si el modelo cerrado es una foto de alta resolución, entonces este otro modelo es un mero esbozo. No ofrece soluciones, sino guías de buenas prácticas. En lugar de someternos con una camisa de fuerza, nos inspira a cambiar. Y entiende que, como lo expresó Voltaire, lo mejor es enemigo de lo bueno. Como ha subrayado un filósofo estadounidense, «cualquier pensador utópico serio se sentirá incómodo ante la mera idea de un modelo cerrado».
Fue con este espíritu con el que el filósofo británico Tomás Moro escribió su libro sobre la utopía (y con él acuñó el término). Más que un modelo cerrado que debe aplicarse de manera inflexible, su utopía era sobre todo una crítica a una aristocracia avariciosa que exigía más lujos mientras la gente común vivía en la pobreza extrema.
Moro comprendió que la utopía es peligrosa cuando se toma demasiado en serio. Tal como señala el filósofo y destacado experto en utopías Lyman Tower Sargent: «Uno tiene que ser capaz de creer apasionadamente y también poder ver el absurdo de las propias creencias y reírse de ellas». Como el humor y la sátira, las utopías abren las ventanas de la mente. Y eso es vital. A medida que envejecen, las sociedades y las personas se acostumbran al statu quo, en el cual la libertad puede convertirse en una prisión, y la verdad, en mentiras. El credo moderno — o peor, la creencia de que no queda nada en que creer— nos impide ver la cortedad de miras y la injusticia que aún nos rodea a diario.
Para dar unos pocos ejemplos: ¿por qué trabajamos cada vez más desde la década de 1980, a pesar de ser más ricos que nunca? ¿Por qué hay millones de personas viviendo en la pobreza cuando somos más que suficientemente ricos para erradicarla para siempre? ¿Y por qué más del 60% de nuestros ingresos dependen del país donde por casualidad hemos nacido?
Las utopías no ofrecen respuestas concretas, y mucho menos soluciones. Tan sólo plantean las preguntas correctas.
La destrucción del gran relato
Por desgracia, hoy en día nos despertamos antes de que nuestros sueños puedan empezar siquiera. Dice el tópico que los sueños suelen acabar en pesadillas. Que las utopías son terreno abonado para la discordia, la violencia e incluso el genocidio. En última instancia, las utopías se convierten en distopías: una utopía es lo mismo que una distopía. «El progreso humano es un mito», dice otro tópico. Y aun así, hemos logrado hacer realidad el paraíso medieval.
Ciertamente, la historia está llena de ejemplos terribles de la utopía (el fascismo, el comunismo, el nazismo), igual que toda religión también ha generado sectas fanáticas. Pero si un agitador religioso incita a la violencia, ¿deberíamos descartar automáticamente toda la religión? Entonces, ¿por qué eliminar la utopía? ¿Deberíamos renunciar por completo al sueño de un mundo mejor?
No, por supuesto que no. Pero eso es precisamente lo que está ocurriendo. Optimismo y pesimismo se han convertido en sinónimos de confianza de los consumidores y ausencia de ésta. Las ideas radicales sobre cómo cambiar el mundo se han convertido en algo casi impensable en sentido estricto. Las expectativas de lo que podemos lograr como sociedad se han erosionado drásticamente, obligándonos a aceptar que, sin utopía, sólo nos queda la tecnocracia. La política se ha diluido hasta convertirse en la mera gestión de problemas. Los votantes cambian su voto no porque los partidos sean muy diferentes, sino porque es casi imposible distinguirlos, y lo que ahora separa a la izquierda de la derecha es un punto porcentual o dos en los impuestos sobre la renta.
Lo vemos en el periodismo, que retrata la política como una competición donde lo que está en juego no son ideales sino carreras. Lo vemos también en el ámbito académico, donde todo el mundo está demasiado ocupado escribiendo como para leer, demasiado ocupado publicando como para debatir. De hecho, la universidad del siglo xxi se parece más que a ninguna otra cosa a una fábrica, y lo mismo puede decirse de nuestros hospitales, escuelas y cadenas de televisión. Lo que cuenta es lograr los objetivos. Se trate del crecimiento de la economía, de los índices de audiencia o de las publicaciones: de forma lenta pero segura, la calidad está siendo remplazada por la cantidad.
Y todo esto lo impulsa una fuerza que en ocasiones llamamos «liberalismo», una ideología que ha sido prácticamente vaciada de contenido. Lo que es importante ahora es «ser tú mismo» y «hacer lo tuyo». Puede que la libertad sea 24 nuestro ideal más alto, pero se ha convertido en una libertad vacía. Nuestro temor a caer en el moralismo ha hecho de la moralidad un tabú en el debate colectivo. Al fin y al cabo, el espacio público debería ser «neutral»; sin embargo, nunca antes había sido tan paternalista. A todas horas nos tientan para que bebamos, nos atiborremos, pidamos prestado, compremos, nos dejemos la piel, nos estresemos y estafemos. No importa lo que nos contemos a nosotros mismos sobre la libertad de expresión: nuestros valores se parecen sospechosamente a los promocionados por las mismas empresas que pueden permitirse anuncios en prime-time. 26 Si un partido político o una secta religiosa tuviera ni que fuera una parte de la influencia que la industria publicitaria tiene sobre nosotros y nuestros hijos, nos sublevaría. En cambio, como se trata del mercado, permanecemos «neutrales».
Lo único que debe hacer el gobierno es mejorar la vida en el presente. Si no nos ajustamos al modelo del ciudadano dócil y satisfecho, los poderes fácticos no dudan en ponernos a raya. ¿Sus herramientas favoritas? Control, vigilancia y represión.
Entretanto, el estado del bienestar ha ido desplazando el foco de las causas de nuestro descontento a los síntomas. Vamos al médico cuando estamos enfermos, al psicólogo cuando estamos tristes, a un dietista cuando tenemos sobrepeso, a prisión cuando nos condenan y a un consultor de empleo cuando estamos en paro. Todos estos servicios cuestan enormes sumas de dinero, pero dan pocos resultados. En Estados Unidos, donde el coste de la sanidad es el más alto del mundo, para muchos la esperanza de vida, de hecho, está disminuyendo.
Al mismo tiempo, los intereses mercantiles y comerciales campan a sus anchas. La industria alimentaria nos proporciona comida basura barata con exceso de sal, azúcar y grasas, poniéndonos en la vía rápida hacia el médico y el dietista. El desarrollo de las tecnologías causa estragos en el empleo y nos envía de vuelta al consultor. Y la industria publicitaria nos anima a gastar dinero que no tenemos en trastos que no necesitamos para impresionar a gente a la que no soportamos. Luego podemos ir a llorar al hombro del psicólogo.
Ésa es la distopía en la que vivimos hoy.
La generación mimada
No es cierto — y toda insistencia es poca— que no estemos bien. Al contrario. Si acaso, los niños luchan hoy con la carga de estar demasiado consentidos. Según Jean Twenge, psicóloga de la Universidad Estatal de San Diego que ha llevado a cabo una detallada investigación sobre las actitudes de los adolescentes de hoy y del pasado, ha habido un brusco aumento en la autoestima desde los ochenta. La generación actual se considera más lista, más responsable y más atractiva que nunca.
«Es una generación en la que a todos los chicos se les ha dicho: “Puedes ser lo que tú quieras. Eres especial”, explica Twenge. Nos han criado con una dieta constante de narcisismo, pero, en cuanto nos sueltan en ese mundo maravilloso de las oportunidades ilimitadas, cada vez somos más los que nos estrellamos. Resulta que el mundo es frío y despiadado, saturado de competencia y desempleo. No es como Disneylandia, donde se puede formular un deseo y ver cómo tus sueños se hacen realidad, sino una carrera feroz donde, si no triunfas, el único culpable eres tú.
No es de extrañar que el narcisismo oculte un mar de incertidumbre. Twenge también descubrió que en las últimas décadas nos hemos vuelto más temerosos. Después de comparar 269 estudios realizados entre 1952 y 1993, llegó a la conclusión de que, en promedio, los niños norteamericanos de principios de los noventa padecían más ansiedad que los pacientes psiquiátricos de principios de los cincuenta.
Según la Organización Mundial de la Salud, la depresión se 26 ha convertido en el principal problema sanitario entre los adolescentes y llegará a ser la primera causa de enfermedad en todo el mundo en 2030.
Es un círculo vicioso. Nunca antes tantos jóvenes habían ido al psiquiatra. Jamás hubo tanta gente que abandonara su carrera profesional tan pronto. Y estamos tomando más antidepresivos que nunca. Una y otra vez, achacamos al individuo problemas colectivos como el desempleo, la insatisfacción y la depresión. Si el éxito es una elección, entonces también lo es el fracaso. ¿Has perdido el empleo? Tendrías que haber trabajado más. ¿Enfermo? Seguro que no llevabas un estilo de vida saludable. ¿Infeliz? Tómate una pastilla.
En los años cincuenta, sólo el 12% de los jóvenes se identificaba con la afirmación: «Soy una persona muy especial.» Hoy lo hace el 80%, 32 cuando lo cierto es que cada vez somos todos más parecidos. Leemos los mismos bestsellers, vemos las mismas películas taquilleras y llevamos las mismas zapatillas deportivas. Si nuestros abuelos aún seguían los preceptos impuestos por la familia, la Iglesia y la nación, nosotros seguimos los dictados de los medios, el marketing y un Estado paternalista. No obstante, pese a ser cada vez más parecidos, hace mucho que superamos la época de los grandes colectivos. La pertenencia a iglesias, partidos políticos y sindicatos ha caído en picado y la tradicional línea divisoria entre derecha e izquierda tiene ya escaso significado. Lo único que nos preocupa es «resolver problemas», como si la política pudiera externalizarse a consultores de gestión.
Por supuesto, hay quienes intentan revivir la antigua fe en el progreso. ¿A alguien le sorprende que el arquetipo cultural de mi generación sea el nerd, cuyos artilugios y aplicaciones simbolizan la esperanza de crecimiento econó- mico? «Las mejores mentes de mi generación se dedican a pensar en cómo lograr que la gente haga clic en anuncios», se lamentaba recientemente un antiguo genio matemático de Facebook.
Para que no haya ningún malentendido: el capitalismo abrió las puertas a la tierra de la abundancia, pero el capitalismo por sí solo no puede sostenerla. El progreso se ha convertido en sinónimo de prosperidad económica, pero el siglo XXI nos enfrenta al reto de encontrar otras formas de impulsar nuestra calidad de vida. Y aun cuando en Occidente la gente joven se ha hecho adulta en una era de tecnocracia apolítica, tendremos que regresar otra vez a la política para encontrar una nueva utopía.
En ese sentido, me siento reconfortado por nuestra insatisfacción, porque la insatisfacción está a un mundo de distancia de la indiferencia. La nostalgia generalizada, el anhelo de un pasado que en realidad nunca existió, sugiere que todavía tenemos ideales, aunque los hayamos enterrado vivos.
El verdadero progreso empieza con algo que ninguna economía del conocimiento puede producir: sabiduría sobre lo que significa vivir bien. Debemos hacer lo que grandes pensadores como John Stuart Mill, Bertrand Russell y John Maynard Keynes ya propugnaban hace cien años: «valorar el fin por encima de los medios y preferir lo bueno a lo útil». Hemos de dirigir nuestras mentes al futuro. Dejar de consumir nuestro propio descontento a través de las encuestas y de unos medios de comunicación centrados de manera incesante en las malas noticias. Considerar alternativas y formar nuevos colectivos. Trascender ese espíritu de nuestro tiempo que nos limita y reconocer nuestro idealismo compartido.
Tal vez entonces también seremos capaces de mirar otra vez al mundo más allá de nosotros mismos. Allí veremos que el progreso sigue su marcha triunfal. Veremos que vivimos en una época maravillosa, un tiempo en que cada vez hay menos hambre y guerra y aumentan la prosperidad y la esperanza de vida. Pero también veremos cuánto nos queda todavía por hacer a nosotros, estamos entre el 10%, el 5% o el 1% más rico.
El modelo
Es hora de regresar al pensamiento utópico.
Necesitamos un nuevo norte, un nuevo mapa del mundo que incluya una vez más un continente distante, inexplorado: Utopía. Con esto no me refiero a los modelos inflexibles que los fanáticos utópicos tratan de imponernos con sus teocracias o sus planes quinquenales, que sólo pretenden que las personas de carne y hueso se sometan a sueños fervorosos. Tengamos en cuenta lo siguiente: la palabra «utopía» significa al mismo tiempo «buen lugar» y «ningún lugar».
Lo que necesitamos son horizontes alternativos que activen la imaginación. Y si digo horizontes en plural es porque, al fin y al cabo, las utopías enfrentadas son la savia de la democracia.
Como siempre, nuestra utopía empezará en una dimensión modesta. Los cimientos de lo que hoy llamamos «civilización» los establecieron hace mucho tiempo soñadores que siguieron el ritmo de su propia orquesta. Bartolomé de las Casas (1484-1566) defendía la igualdad entre colonizadores y nativos de América e intentó fundar una colonia en la que todos gozaran de una vida confortable. El empresario Robert Owen (1771-1858) abogó por la emancipación de los trabajadores ingleses y dirigió una próspera algodonera donde se pagaba un salario justo a los empleados y se prohibía el castigo corporal. Y el filósofo John Stuart Mill (1806-1873) incluso creía que las mujeres y los hombres eran iguales. (Quizá tuviera algo que ver en ello el hecho de que la mitad de la obra que lleva su nombre la escribió su esposa.)
Una cosa está clara, no obstante: sin todos esos soñadores cándidos de todas las épocas, todavía pasaríamos hambre y seríamos pobres, sucios, temerosos, ignorantes, enfermizos y feos. Sin utopía, estamos perdidos. No es que el presente sea malo, al contrario. Sin embargo, si no albergamos la esperanza de algo mejor, se vuelve sombrío. «Para ser feliz, el hombre necesita no sólo el disfrute de esto o lo otro, sino esperanza, iniciativa y cambio», escribió en cierta ocasión el filósofo británico Bertrand Russell. Y también añadió: «No es una Utopía acabada lo que deberíamos desear, sino un mundo donde la imaginación y la esperanza estén vivos y activos.»
Rutger Bregman nació en Westerschouwen (Países Bajos) en 1988. Está considerado uno de los jóvenes pensadores europeos más destacados. Es autor de cuatro libros, en los que trata varias de las disciplinas que convergen en Utopía para realistas: historia, filosofía, economía y divulgación. Su History of progress obtuvo el premio Belgian Liberales como mejor obra de no ficción de 2013. Ha sido nominado en dos ocasiones para el European Press Prize por sus contribuciones periodísticas en The Correspondent. Sus artículos se han publicado también en medios como The Washington Post, The Guardian y la BBC.