Este libro es la historia del nacimiento, el crecimiento, la influencia y futuro de una de las ideas más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia: gen. La historia de cómo hemos descifrado el código fuente que nos hace humanos abarca todo el planeta y varios siglos -y probablemente defina el futuro que nos espera.
Ciudad de México, 22 de julio (SinEmbargo).- El gen nace de la obsesión por entender las raíces de la enfermedad mental, y más aún, de cualquier enfermedad. Para ello hay que empezar por entender las raíces de la genética humana en general. Y para entender la genética humana hay que remontarse a preguntas más fundamentales: ¿cuál es la esencia de la herencia?, ¿cómo imaginábamos la herencia en el pasado y qué sabemos sobre ella hoy día?, ¿podemos modificar la herencia? Si lográramos crear una tecnología que lo permitiera, ¿quién la controlaría?, ¿quién garantizaría su seguridad?, ¿quién se beneficiaría de semejante tecnología y quién saldría perdiendo?, ¿cómo cambiaría estas posibilidades, y su inevitable invasión de nuestras vidas públicas y privadas, cómo nos vemos a nosotros mismos, a nuestros hijos y nuestras sociedades?
Entrelazando ciencia, historia y vivencias personales, Mukherjee hace un recorrido por el nacimiento, el crecimiento, la influencia y el futuro de una de las ideas más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia: el gen, la unidad fundamental de la herencia, y la unidad básica de toda la información biológica.
Desde Aristóteles y Pitágoras, pasando por los descubrimientos relegados de Mendel, la revolución de Darwin, Watson y Franklin, hasta los avances más innovadores llevados a cabo en nuestro siglo, este libro nos recuerda cómo la genética nos afecta a todos cada día.
Fragmento del libro El gen, una historia personal, de Siddhartha Mukherjee, publicado con autorización de Debate y Penguin Random House
PRÓLOGO
En el invierno de 2012 viajé de Delhi a Calcuta para visitar a mi primo Moni. Me acompañaba mi padre para guiarme y estar conmigo, pero su presencia era deprimente y perturbadora, sumido como estaba en una desazón personal que solo vagamente podía yo percibir. Mi padre es el menor de cinco hermanos y Moni es su primer sobrino, hijo del mayor. Desde 2004, cuando cumplió cuarenta años, Moni ha estado confinado en una institución para enfermos mentales (una «casa de lunáticos», como la llama mi padre) con un diagnóstico de esquizofrenia. Recibe una fuerte medicación —sumergido en un mar de múltiples antipsicóticos y sedantes—, y un auxiliar se encarga de vigilarlo, bañarlo y alimentarlo durante el día.
Mi padre nunca ha aceptado el diagnóstico de Moni. Durante años ha llevado a cabo una solitaria campaña contra los psiquiatras encargados de cuidar a su sobrino con la esperanza de convencerlos de que su diagnóstico fue un colosal error o de que la destrozada psique de Moni se arreglaría de alguna manera mágica. Mi padre ha visitado la institución en Calcuta dos veces, una de ellas sin previo aviso, con la esperanza de ver a un Moni transformado, viviendo secretamente una vida normal detrás de las puertas enrejadas.
Pero mi padre sabía —y yo también— que en esas visitas había algo más que el afecto de un tío. Moni no es el único miembro de la familia de mi padre con una enfermedad mental. De los cuatro hermanos de mi padre, dos —no el padre de Moni, sino dos de sus tíos— padecieron diversas perturbaciones mentales. Resultó que la locura ha estado presente entre los Mukherjee durante al menos dos generaciones y cuando menos una parte de la reticencia de mi padre a aceptar el diagnóstico de Moni radica en el desalentador reconocimiento de que la semilla de la enfermedad puede hallarse enterrada, como un residuo tóxico, en él.
En 1946, Rajesh, el tercero de los hermanos de mi padre, murió prematuramente en Calcuta. Tenía veintidós años. Se cuenta que contrajo una neumonía después de pasar dos noches de invierno haciendo ejercicios bajo la lluvia, pero la neumonía fue la culminación de otra enfermedad. Rajesh era el más prometedor de los hermanos, el más ágil, habilidoso, carismático, enérgico, querido e idolatrado por mi padre y su familia.
Mi abuelo había muerto diez años antes, en 1936 —fue asesinado en una disputa sobre unas minas de mica— y mi abuela había tenido que cuidar de cinco chicos jóvenes. Aunque no era el mayor, Rajesh encajó fácilmente en el puesto de su padre. Tenía solo doce años, pero su edad mental podría ser de veintidós; su aguda inteligencia ya estaba siendo templada por la seriedad y la inseguridad propia de la adolescencia evolucionaba hacia la confianza en sí mismo propia de la edad adulta.
Pero en el verano del 46, recuerda mi padre, Rajesh empezó a comportarse de manera extraña, como si un cable del cerebro le hubiera saltado. El cambio más llamativo en su personalidad era la volubilidad; las buenas noticias provocaban en él estallidos de incontenible alegría, a menudo extinguida solo por ejercicios físicos cada vez más acrobáticos, mientras que las malas noticias lo sumían en un abatimiento invencible. Las emociones eran normales en su contexto; lo anormal era su carácter extremo. En el invierno de aquel año, la curva sinusoidal de la psique de Rajesh se había estrechado en la frecuencia e incrementado en la amplitud. Las oleadas de energía, con inclinación a la ira y la grandiosidad, eran más frecuentes y furiosas, y la resaca de aflicción que las seguía era igual de intensa. Se aventuró en el ocultismo; organizaba en casa sesiones espiritistas con güija o se reunía con sus amigos para meditar en un crematorio por la noche. Ignoro si se automedicaba. En los años cuarenta, los antros del barrio chino de Calcuta recibían grandes suministros de opio de Birmania y hachís afgano para calmar los nervios de los jóvenes, pero mi padre recuerda a un hermano alterado; temeroso unas veces, imprudente otras, con fuertes altibajos en el ánimo, irritable una mañana y eufórico la siguiente. (La palabra «eufórico», en su uso común, significa algo inocente, un exceso de alegría. Pero también marca un límite, una advertencia, porque traza la frontera de la sobriedad. Más allá de la euforia no existe, como veremos más adelante, una euforia más grande aún, sino solo locura y manía.)
La semana que precedió a la neumonía, Rajesh había recibido la noticia de que había conseguido unas notas sorprendentemente altas en sus exámenes de la escuela de formación profesional, y, exultante, desapareció durante dos noches para, en teoría, hacer «ejercicio» en un campo de lucha libre. Regresó con fiebre alta y alucinaciones.
No fue hasta años más tarde, en la facultad de medicina, cuando me di cuenta de que Rajesh probablemente estuviera en una fase maníaca aguda. Su colapso mental era el resultado de un caso de manual de enfermedad maníaco-depresiva o trastorno bipolar.
Jagu, el cuarto de los hermanos de mi padre, se vino a vivir con nosotros en Delhi en 1975, cuando yo tenía cinco años. Su mente también se desmoronaba. Alto y muy delgado, con una mirada un tanto feroz y una mata de pelo largo y apelmazado, parecía un Jim Morrison bengalí. A diferencia de Rajesh, cuya enfermedad afloró a los veintitantos años, Jagu había tenido problemas desde la infancia. Socialmente desmañado, retraído con todo el mundo excepto con mi abuela, era incapaz de conservar un trabajo o vivir por su cuenta. En 1975 empezó a tener problemas cognitivos más graves: tenía visiones y alucinaciones y oía voces en la cabeza que le decían lo que tenía que hacer. Se inventaba teorías conspirativas por docenas: según él, un vendedor de plátanos que tenía un puesto cerca de nuestra casa tomaba nota en secreto de su comportamiento. A menudo hablaba solo con una particular obsesión por recitar planes de viajes en tren («De Shimla a Howrah en el correo de Kalka, y luego transbordo en Howrah para ir en el expreso de Shri Jagannath a Puri»). Con todo, todavía era capaz de manifestaciones extraordinarias de ternura. Cuando accidentalmente rompí un jarrón veneciano muy apreciado en casa, me escondió entre la ropa de su cama y le dijo a mi madre que tenía «montones de dinero» escondidos y que compraría «mil» jarrones para sustituirlo. Pero este episodio era sintomático; hasta su afecto por mí era una ocasión para extender su manto de psicosis y fabulación.
A diferencia de Rajesh, que nunca fue formalmente diagnosticado, Jagu sí lo fue. A finales de la década de los setenta, un médico lo examinó en Delhi y le diagnosticó esquizofrenia, pero no le prescribió ningún medicamento. Jagu continuó viviendo en casa medio escondido en la habitación de mi abuela (como en muchas familias de la India, mi abuela vivía con nosotros). Ella, a la que asediaba una y otra vez, y desde entonces con redoblado ímpetu, asumió el papel de abogada defensora de Jagu. Durante casi una década hubo entre ella y mi padre una frágil tregua; ella cuidaba de Jagu, quien comía en su habitación y usaba la ropa que ella le remendaba. Por las noches, cuando Jagu estaba particularmente inquieto, consumido por sus miedos y fantasías, ella lo acostaba como a un niño y le ponía la mano en la frente. Cuando la abuela murió en 1985, él se fue de casa y no pudimos convencerlo de que volviera. Vivió en el seno de una secta religiosa en Delhi hasta su muerte en 1998.
Tanto mi padre como mi abuela creían que las enfermedades mentales de Jagu y de Rajesh posiblemente las precipitara, incluso las causara, el drama de la partición de la India, por haber sublimado el trauma político en un trauma psíquico. Sabían que la partición no solo había separado las naciones, sino también dividido las mentes; en el «Toba Tek Singh», de Saadat Hasan Manto —seguramente la historia más conocida sobre la partición—, el protagonista, un lunático atrapado en la frontera entre la India y Pakistán, habita en un limbo entre la cordura y la locura. En el caso de Rajesh y Jagu, mi abuela creía que la agitación y el desarraigo entre Bengala Oriental y Calcuta habían aplastado sus mentes, aunque de maneras espectacularmente opuestas. Rajesh llegó a Calcuta en 1946, justo cuando la ciudad estaba perdiendo la cordura, con los nervios a flor de piel, su apego mermado y su paciencia perdida. Un constante flujo de hombres y mujeres de Bengala Oriental —los que habían detectado las primeras convulsiones políticas antes que sus vecinos— ya habían comenzado a llenar las casas y los pisos de edificios cercanos a la estación de Sealdah. Mi abuela se encontraba entre esa penosa multitud; había alquilado un piso de tres habitaciones en Hayat Khan Lane, a pocos pasos de la estación. El alquiler era de cincuenta y cinco rupias al mes, alrededor de un dólar actual, pero toda una fortuna para su familia. Las habitaciones, apiladas una sobre otra como hermanas peleadas, tenían enfrente un montón de basura. Pero, aunque minúsculo, el piso tenía ventanas y un techo común desde el cual los niños podían ver el nacimiento de una nueva ciudad y una nueva nación. Los disturbios estaban a la orden del día en las esquinas de la calle; en agosto de aquel año, un grave enfrentamiento entre hindúes y musulmanes (más tarde llamado «la gran matanza de Calcuta») se saldó con la muerte de cinco mil personas y el desalojo de cien mil, que hubieron de abandonar sus hogares.
Aquel verano, Rajesh fue testigo de aquella marea de enfrentamientos multitudinarios. Los hindúes habían sacado a los musulmanes de sus tiendas y oficinas en Lalbazar y los habían pasado a cuchillo en las calles y los musulmanes habían tomado represalia, con igual ferocidad, en los mercados de pescado cerca de Rajabazar y de Harrison Road. El colapso mental de Rajesh se había producido inmediatamente después de presenciar las revueltas. La ciudad se había estabilizado y pacificado, pero había dejado cicatrices permanentes. Poco después de las matanzas de agosto, Rajesh fue víctima de una sucesión de alucinaciones paranoides. Se volvió cada vez más temeroso. Las salidas nocturnas al gimnasio se hicieron más frecuentes. Luego llegaron las convulsiones, las voces fantasmales y el repentino cataclismo de su enfermedad final.
Si la locura de Rajesh se debía a su llegada a aquel lugar, la locura de Jagu se debió —mi abuela estaba convencida— a la salida de su pueblo. En la localidad de sus antepasados, Dehergoti, cerca de Barisal, la psique de Jagu había estado de algún modo atada a sus amigos y su familia. Correteaba libremente entre los arrozales o nadaba en las charcas y podía parecer despreocupado y juguetón como cualquiera de los demás niños; casi normal. En Calcuta, Jagu se marchitó como una planta arrancada de su hábitat natural y se vino abajo. Abandonó la escuela de formación profesional y se quedó mirando fijamente, a todas horas, el mundo exterior por una de las ventanas del piso. Sus pensamientos empezaron a enredarse y su habla se volvió incoherente. A medida que la mente de Rajesh se expandía hasta alcanzar el extremo de la desintegración, la de Jagu se contraía silenciosa en su habitación. Mientras que Rajesh deambulaba por la ciudad de noche, Jagu se encerraba voluntariamente en casa.
Esta extraña taxonomía de las enfermedades mentales (Rajesh como ratón de ciudad y Jagu como ratón de campo, ambos producto de un colapso psíquico) fue práctica mientras duró, pero finamente quedó invalidada cuando la mente de Moni también comenzó a fallar. Era evidente que Moni no era un «hijo de la partición». Nunca había estado desarraigado; había vivido toda su vida en un hogar seguro de Calcuta. Pero, misteriosamente, la trayectoria de su psique había empezado a calcar la de Jagu. Las visiones y las voces habían comenzado a aparecer en su adolescencia. La necesidad de aislamiento, la grandiosidad de las fabulaciones, la desorientación y la confusión eran cosas que recordaban de un modo inquietante al empeoramiento de su tío. En su adolescencia había venido a visitarnos en Delhi. Quisimos ir a ver una película juntos, pero se encerró en el baño de arriba y se negó a salir durante casi una hora, hasta que mi abuela logró entrar. Se lo encontró encogido en un rincón, como escondiéndose.
En 2004 Moni fue golpeado por un grupo de matones, supuestamente por orinar en un jardín público (me dijo que una voz interior le había ordenado: «Mea aquí, mea aquí»). Unas semanas más tarde, cometió un «delito» tan cómicamente ofensivo que solo podía ser testimonio de la pérdida de su cordura: le vieron coqueteando con la hermana de uno de los matones (de nuevo, dijo que las voces le habían ordenado hacer eso). Su padre trató, en vano, de intervenir, pero esta vez Moni fue apaleado brutalmente y acabó con un labio partido y una herida en la frente, teniendo que ser asistido en el hospital.
La paliza tuvo un efecto catártico (interrogados por la policía, sus agresores insistieron en que solo habían querido «expulsar los demonios de Moni»), pero las órdenes patológicas en la cabeza de Moni se tornaron más atrevidas e insistentes. En el invierno de aquel año, después de otro brote con alucinaciones y sibilantes voces interiores, acabó internado.
El internamiento, me dijo Moni, fue en parte voluntario; no buscaba tanto la recuperación mental como un refugio físico. Se le prescribió un surtido de medicamentos antipsicóticos y mejoró poco a poco, pero, al parecer, no lo suficiente como para recibir el alta. Pocos meses más tarde, con Moni aún internado, su padre murió. Su madre ya había fallecido años antes, y su hermana —no tenía más hermanos— vivía muy lejos. Moni decidió permanecer en la institución, en parte porque no tenía otro lugar a donde ir. Los psiquiatras desaconsejaban el uso de la vieja expresión «asilo mental», pero la descripción que de la institución hacía Moni era escalofriante por lo exacta; era el único lugar que le ofrecía el refugio y la seguridad que siempre había echado de menos en su vida. Era un pájaro que se había enjaulado voluntariamente.
Cuando mi padre y yo lo visitamos en 2012, no había visto a Moni en casi dos decenios. Aun así, esperaba reconocerlo. Pero la persona que me encontré en la sala de visitas se parecía tan poco a la imagen que de mi primo guardaba en la memoria que, de no haberme confirmado el auxiliar su identidad, lo habría tomado por un extraño. Había envejecido más de la cuenta para su edad. A sus cuarenta y ocho años parecía diez mayor. Los medicamentos para la esquizofrenia habían alterado su cuerpo y caminaba con la inseguridad y la falta de equilibrio de un niño pequeño. Su forma de hablar, antaño efusiva y rápida, era titubeante e irregular; las palabras brotaban de él con una fuerza sorprendente y repentina, como si escupiera extrañas pepitas que se hubiera introducido en la boca. Tenía un vago recuerdo de mi padre y de mí. Cuando mencioné el nombre de mi hermana, me preguntó si me había casado con ella. Nuestra conversación se desarrolló como si yo fuese un reportero de un periódico que hubiera surgido de la nada para entrevistarlo.
Pero la característica más llamativa de su enfermedad no era la tormenta dentro de su mente, sino la calma en sus ojos. La palabra moni significa «joya» en bengalí, pero en el uso común también se refiere a algo inefablemente bello, a los brillantes puntos de luz en los ojos. Pero esto, precisamente, era lo que había desaparecido en Moni. Los puntos de luz en sus ojos se habían apagado, casi desaparecido, como si alguien hubiera accedido a ellos con un pincel diminuto y los hubiese pintado de gris.
A lo largo de mi infancia y mi vida adulta, Moni, Jagu y Rajesh desempeñaron un papel muy destacado en la imaginación de la familia. Durante un coqueteo de seis meses con la angustia de la adolescencia, dejé de hablar con mis padres, me negué a hacer tareas domésticas y tiré mis viejos libros a la basura. Mi padre, muy inquieto, me llevó a rastras con tristeza a ver al médico que había diagnosticado a Jagu. ¿Estaba también su hijo perdiendo la razón? Cuando mi abuela perdió la memoria a los ochenta y tantos años, empezó a llamarme Rajeshwar (Rajesh) por error. Al principio se corregía ruborizándose avergonzada, pero cuando finalmente rompió los lazos con la realidad, parecía cometer el error casi de buena gana, como si hubiera descubierto el placer ilícito de esa fantasía. Cuando conocí a Sarah, hoy mi esposa, le hablé cuatro o cinco veces de las mentes astilladas de mi primo y mis dos tíos. Era justo hacerlo con la que iba a ser mi futura compañera y le escribí una carta de advertencia.
Por aquel entonces, la herencia, la enfermedad, la normalidad, la familia y la identidad llegaron a ser temas de conversación recurrentes en mi familia. Como la mayoría de los bengalíes, mis padres habían hecho de la represión y la negación una forma de arte superior, pero, aun así, las preguntas acerca de esta particular historia eran inevitables. Moni, Rajesh, Jagu; tres vidas consumidas por distintos tipos de enfermedad mental. Era difícil no imaginar que un componente hereditario acechaba detrás de esta historia familiar. ¿Había heredado Moni un gen o un conjunto de genes, que lo habían hecho susceptible a estos trastornos, el mismo o los mismos que habían afectado a nuestros tíos? ¿Habían sido otros afectados por distintas especies de enfermedad mental? Mi padre tuvo al menos dos amnesias psicóticas en su vida, ambas precipitadas por el consumo de bhang (una papilla hecha con brotes de cáñamo mezclados con mantequilla y batidos hasta formar una bebida espumosa utilizada en fiestas religiosas). ¿Tenían alguna relación con aquellas cicatrices de la historia familiar?
En el año 2009, unos investigadores suecos publicaron un vasto estudio internacional realizado con miles de familias y decenas de miles de hombres y mujeres. Tras analizar familias con historiales intergeneracionales de enfermedades mentales, el estudio encontró pruebas sorprendentes de que el trastorno bipolar y la esquizofrenia comparten un claro vínculo genético. Algunas de las familias descritas en el estudio tenían un historial entrecruzado de enfermedades mentales en gran medida similar al de mi familia: un hermano que padecía esquizofrenia, otro con trastorno bipolar y un sobrino o nieto también con esquizofrenia. En 2012, ulteriores estudios corroboraron estos hallazgos iniciales, que confirmaban los vínculos entre estas variantes de enfermedad mental y los historiales familiares y que ahondaban en cuestiones relativas a la etiología, la epidemiología, los desencadenantes y los inductores.
Leí dos de estos estudios una mañana de invierno en el metro de Nueva York pocos meses después de regresar de Calcuta. En el pasillo del vagón, un hombre con un sombrero gris de piel quería ponerle a su hijo otro sombrero gris de piel. En la calle Cincuenta y nueve, una madre empujaba un cochecito con gemelos que proferían —eso les parecía a mis oídos— gritos idénticos.
El estudio me proporcionó un extraño consuelo íntimo; respondía a algunas de las preguntas que tanto habían atormentado a mi padre y mi abuela. Pero también suscitó en mí una andanada de nuevas preguntas: si la enfermedad de Moni era genética, ¿por qué se habían salvado su padre y su hermana?; ¿qué «desencadenantes» habían desvelado estas predisposiciones?; ¿cuánto de las enfermedades de Jagu o de Moni provenía de la «naturaleza» (es decir, de los genes que predisponen a la enfermedad mental) y cuánto de la «crianza» (desencadenantes ambientales tales como la agitación, la discordia o el trauma)?; ¿podía mi padre poseer esa susceptibilidad?; ¿la poseía también yo?; ¿y si pudiera conocer la naturaleza exacta de esta tara genética?; ¿podría comprobarlo en mí y en mis dos hijas?; ¿les informaría de los resultados?; ¿y si una de ellas fuese portadora de la tara?
Si el historial de enfermedades mentales de mi familia cruzaba mi conciencia como una línea roja, mi trabajo científico como biólogo del cáncer también se centraba en la normalidad y la anormalidad de los genes. Tal vez el cáncer sea en última instancia una perversión de la genética, un genoma que se obsesiona patológicamente con replicarse a sí mismo. El genoma, una máquina autorreplicante, se apropia de la fisiología de una célula y el resultado es una enfermedad que cambia su forma y que, a pesar de los importantes avances en su estudio, continúa desafiando nuestra capacidad para tratarla o curarla.
Pero me di cuenta de que estudiar el cáncer es estudiar también su anverso. ¿Cuál es el código de normalidad antes de que la coda del cáncer lo corrompa? ¿Qué hace entonces el genoma normal? ¿Cómo mantiene la constancia que nos hace visiblemente similares y la variación que nos hace visiblemente diferentes? ¿Cómo viene entonces definida o escrita en el genoma la constancia frente a la variación, o la normalidad frente a la anormalidad? ¿Y si aprendiésemos a cambiar adrede nuestro código genético? Y si dispusiéramos de las tecnologías necesarias, ¿quién las controlaría y quién garantizaría su seguridad? ¿Quiénes serían los amos y quiénes las víctimas de esta tecnología? ¿Cómo alterarían la adquisición y el control de este conocimiento —y su invasión inevitable de nuestra vida privada y pública— la manera en que imaginamos nuestras sociedades, nuestros hijos y a nosotros mismos?
Este libro es la historia del nacimiento, el desarrollo y el futuro de una de las ideas más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia: el «gen», la unidad fundamental de la herencia y unidad básica de toda la información biológica.
Uso este último calificativo —»peligrosa»— con pleno conocimiento. Tres ideas científicas profundamente desestabilizadoras brotan del siglo xx y lo segmentan en tres partes desiguales: el átomo, el byte y el gen. Cada una está prefigurada en la centuria anterior, pero brillan en todo su esplendor en el siglo XX. Cada una inicia su vida como un concepto científico más bien abstracto, pero crece hasta invadir multitud de discursos humanos, transformando la cultura, la sociedad, la política y el lenguaje. Pero el paralelismo más importante entre las tres ideas es, por el momento, conceptual; cada una representa la unidad irreductible —el ladrillo, la unidad básica de organización— de un todo mayor: el átomo, de la materia; el byte (o el «bit»), de la información digitalizada; y el gen, de la herencia y la información biológica.
¿Por qué esta propiedad —la de ser la unidad más pequeña en que puede dividirse una forma mayor— inspira con tal potencia y fuerza estas particulares ideas? La respuesta es sencilla. La materia, la información y la biología están organizadas de una forma constitutivamente jerárquica; saber cuál es la parte mínima es fundamental para la comprensión del todo. Cuando el poeta Wallace Stevens escribe: «En la suma de las partes, no hay más que partes», se está refiriendo al profundo misterio estructural que el lenguaje encierra; solo se puede descifrar el significado de una oración descifrando cada palabra, pero en una oración hay más significado que en cualquiera de las diferentes palabras. Y lo mismo ocurre con los genes. Un organismo es, evidentemente, mucho más que sus genes, mas, para entender un organismo, primero hay que entender sus genes. Cuando el biólogo holandés Hugo de Vries dio con el concepto de «gen2 en la década de 1890, enseguida intuyó que la idea reorganizaría nuestra concepción del mundo natural. «Todo el mundo orgánico es el resultado de innumerables combinaciones y permutaciones diferentes de relativamente pocos factores. […] Del mismo modo que la física y la química se centran en las moléculas y los átomos, las ciencias biológicas tienen que penetrar en estas unidades [genes] para explicar […] los fenómenos del mundo vivo.
El átomo, el byte y el gen proporcionan nociones científicas y tecnológicas fundamentalmente nuevas de sus respectivos sistemas. No podemos explicar el comportamiento de la materia —¿por qué brilla el oro?; ¿por qué el hidrógeno se combina con el oxígeno cuando arde?— sin considerar la naturaleza atómica de la materia. Ni podemos entender las complejidades de la computación —la naturaleza de los algoritmos, o el almacenamiento o la corrupción de datos— sin comprender la anatomía estructural de la información digitalizada. «La alquimia no se convirtió en química hasta que se descubrieron sus unidades fundamentales»», escribió un científico del siglo XIX. Del mismo modo, y ello es lo que argumento en este libro, es imposible entender la biología del organismo, la biología celular y la evolución —o la patología, la conducta, el temperamento, la enfermedad, la raza, la identidad y el destino humanos— sin contar con el concepto de «gen».
Hay aquí en juego una segunda cuestión. La ciencia del átomo hubo de preceder necesariamente a la posibilidad de manipular la materia (y, a través de la manipulación de la materia, a la invención de la bomba atómica). El estudio de los genes nos ha permitido manipular organismos con una destreza y un poder inigualados. La propia naturaleza del código genético resultó ser sorprendentemente sencilla: solo una molécula es portadora de nuestra información hereditaria y solo hay un código. «Que los aspectos fundamentales de la herencia hayan resultado ser tan extraordinariamente simples nos da esperanzas de que la naturaleza sea, después de todo, totalmente accesible —escribió el influyente genetista Thomas Morgan—. Una vez más, su tan cacareada inescrutabilidad ha resultado ser una ilusión.»
Nuestro conocimiento de los genes ha alcanzado tal nivel de refinamiento y profundidad que ya no estudiamos y alteramos genes en tubos de ensayo, sino en su contexto nativo, en células humanas. Los genes residen en los cromosomas, unas largas estructuras filamentosas encerradas en las células que contienen decenas de miles de genes encadenados. Los seres humanos poseen un total de 46 cromosomas, 23 de un progenitor y 23 del otro. El conjunto de instrucciones genéticas de que es portador un organismo se denomina «genoma» (podemos imaginar el genoma como la enciclopedia de todos los genes, con notas al pie, anotaciones, instrucciones y referencias). El genoma humano contiene entre 21.000 y 23.000 genes que proporcionan las instrucciones maestras para construir, reparar y mantener los organismos humanos. Durante las dos últimas décadas, las tecnologías genéticas han avanzado tan rápidamente que podemos descifrar el modo de operar de varios de estos genes en el espacio y en el tiempo para activar esas complejas funciones. Y, en ocasiones, podemos alterar deliberadamente algunos de estos genes para cambiar sus funciones y crear así estados humanos alterados, fisiologías alteradas y seres modificados.
Precisamente a esta transición de la explicación a la manipulación se debe que el campo de la genética haya tenido tanta resonancia fuera de los ámbitos de la ciencia. Una cosa es tratar de entender cómo los genes influyen en la identidad, o en la sexualidad, o en el temperamento de los seres humanos, y otra imaginar la posibilidad de cambiar la identidad, la sexualidad o el comportamiento alterando los genes. La primera puede preocupar a los profesores de los departamentos de psicología y a sus colegas de los departamentos vecinos de neurociencia. La segunda, cargada de promesas y peligros, debe preocuparnos a todos.
Mientras escribo esto, organismos dotados de genomas están aprendiendo a cambiar las características hereditarias de organismos dotados de genomas. Me refiero a lo siguiente: solo en los últimos cuatro años, entre 2012 y 2016, hemos inventado tecnologías que nos permiten modificar de manera intencionada y permanente genomas humanos (aunque la seguridad y la fidelidad de esta «ingeniería genómica» aún deben ser cuidadosamente evaluadas). Al mismo tiempo, la capacidad de predecir el futuro de un individuo partiendo de su genoma ha avanzado de modo espectacular (aunque todavía se desconoce la verdadera capacidad predictiva de estas tecnologías). Ahora podemos «leer» genomas humanos y también «escribirlos», de una manera que era inconcebible hace apenas tres o cuatro años.
Casi no se requieren estudios de biología molecular, filosofía o historia para advertir que la convergencia de estos dos hechos es una carrera imprudente hacia un abismo. Una vez que podamos conocer la clase de destino que le espera a cualquiera, codificado en genomas individuales (aunque la predicción establezca una probabilidad en vez de una certeza) y en cuanto adquiramos la tecnología para cambiar ex profeso esta probabilidad (aun si esa tecnología es ineficiente y engorrosa), nuestro futuro cambiará radicalmente. George Orwell escribió una vez que, siempre que un crítico usa la palabra «humano», por lo general la vacía de contenido. Dudo que esté exagerando: nuestra capacidad para comprender y manipular genomas humanos altera lo que para nosotros significa ser «humano».
El átomo proporciona a la física moderna un principio de organización y nos tienta con la perspectiva de controlar la materia y la energía. El gen proporciona a la biología moderna un principio de organización y nos tienta con la perspectiva de controlar nuestro cuerpo y nuestro destino. En la historia del gen se halla incrustada «la búsqueda de la eterna juventud, el mito fáustico del cambio brusco de la suerte y el coqueteo de nuestro siglo con la perfectibilidad del hombre». Igualmente incrustado se halla el deseo de descifrar nuestro manual de instrucciones. En esto se centra la historia aquí narrada.
Este libro está ordenado cronológica y temáticamente. Su recorrido general es histórico. Comenzaremos en 1864; en el jardín donde Mendel cultiva guisantes, el jardín de un oscuro monasterio de Moravia, se descubre el «gen», pero el descubrimiento cae rápidamente en el olvido (la palabra «gen» aparecerá unas décadas más tarde). Esta historia se cruza con la teoría de la evolución de Darwin. El gen fascina a reformadores ingleses y estadounidenses que esperan poder manipular la genética humana para acelerar la evolución y la emancipación humanas. Esa idea alcanza su cenit, pero adquiriendo un tinte macabro, en la Alemania nazi durante la década de 1940, cuando la eugenesia humana es utilizada para justificar grotescos experimentos que culminan en el confinamiento, la esterilización, la eutanasia y el asesinato en masa.
Después de la Segunda Guerra Mundial, una cadena de descubrimientos pone en marcha una revolución en la biología. Se identifica el ADN como la fuente de la información genética. La «acción» de un gen se describe en términos mecanicistas: los genes codifican mensajes químicos para construir las proteínas de las que dependen en última instancia la forma y la función. James Watson, Francis Crick, Maurice Wilkins y Rosalind Franklin descubren la estructura tridimensional del ADN y difunden la imagen icónica de la doble hélice. Se ha descifrado el código genético de tres letras.
Dos tecnologías transforman la genética en la década de 1970, la secuenciación y la clonación de genes (la «lectura» y la «escritura» de…
Siddhartha Mukherjee es profesor de medicina en la Universidad de Columbia, y oncólogo en su hospital universitario. Ganador de una beca Rhodes, se graduó en la Universidad de Stanford y en la de Oxford, para licenciarse en Medicina en la Universidad de Harvard. Ha publicado artículos en Nature, The New England Journal of Medicine, The New York Times y The New Republic y su libro El emperador de todos los males (Debate, 2014) fue ganador del Premio Pulitzer en la categoría de no ficción en el 2011. Actualmente, vive en Nueva York con su esposa y sus hijas.