Broche es un cuento de Miguel Ángel Santos Ramírez. Puntos y Comas comparte el texto íntegro.
Por Miguel Ángel Santos Ramírez
Ciudad de México, 22 de junio (SinEmbargo).– ¿Qué se sentirá ser normal? Le he preguntado eso a mi mamá y siempre me responde, con el ceño muy fruncido, que soy normal. Pero no entiende a lo que me refiero. Los niños normales pueden correr y jugar con sus amigos, y yo tengo que estar sentado en esta silla de ruedas amarrado con un broche. El broche es para que no me caiga, dice mi mamá, pero yo creo que es para que no me vaya corriendo y la abandone. Nunca la abandonaría.
Afuera está nevando; mis primos están armando un muñeco de nieve, y yo solo los observo por la ventana, pues mi mamá me puso el broche y no puedo ir a ningún lado ahora. Pero estoy feliz, pues mi hermana mayor puso una canción de Chuck Berry y me gusta mucho esa música, me hace querer pararme y bailar como en los videos.
Se me ha ocurrido algo. Cuando mi mamá se vaya, le diré a mi hermana que me quite el broche un rato para poder bailar con ella y, cuando menos se lo espere, me saldré de la casa y correré por todo el pueblo empapándome de nieve. Mi mamá se sorprenderá mucho cuando vuelva y se reirá conmigo como siempre lo hace al contarme historias, pero ahora yo le contaré mis historias.
—Santi, voy a salir con tu hermana. Volvemos enseguida —dice mi mamá.
¡No! ¿Quién me va a quitar el broche? No hay nadie más en la casa. ¿Mi papá? No tengo papá, mi mamá dice que se fue con una burra. ¿Por qué mi padre cambiaría a su familia por un animal? Nunca lo entendí, pero a mi mamá no le gusta hablar de eso.
Mi hermana y mi mamá salen de la casa y cierran la puerta.
—¡Broche! —grito lo más fuerte que puedo, pero parece que otra vez la palabra se congeló. Ha de ser porque está nevando.
Me empieza a dar frío y sueño. Otra vez estaré amarrado a la silla, así que no puedo hacer nada más que dormir un rato. Cuando vuelva mi mamá, me llevará a acostar, seguramente. Comienzo a quedarme dormido.
Con mis ojos cerrados, escucho algo que se desliza sobre mi ropa y, de pronto, siento que la presión del broche se ha ido. Abro los ojos. Ahora soy libre. Me levantó de la silla y camino rápidamente hacia la puerta, pero entonces siento remordimiento. Cuando mi mamá vuelva y no me encuentre, se va a preocupar. Mejor le dejo una nota.
“Salí, vuelvo al rato”, escribo con mi mejor letra sobre una hoja de papel y la dejo sobre la silla de ruedas.
Abro la puerta y corro hacia la nieve. Mis primos siguen jugando y no se dan cuenta de mi presencia, en fin, no tengo tiempo para quedarme con ellos, así que es mejor que no me vean. Por la emoción olvidé ponerme calcetines, pero la nieve no está tan fría como pensaba. Corro por los blancos caminos, me deslizo, salto, paso mis manos por mi cara para sacudirme la nieve. Es la primera vez que puedo hacer esto, pues es la primera vez que me quitan el broche.
Me estoy alejando del pueblo. Ya solo quedan unas pocas casas cercanas y el terreno se convierte poco a poco en una blanca planicie. Escalo una pequeña colina nevada y me siento a contemplar el cielo desde la cima. Está anocheciendo. ¿Debería volver? Quisiera quedarme otro rato a contemplar la puesta del sol. Volteo hacia el pueblo, la nieve hace que los rayos de luz pinten las casas de violeta y de naranja y de verde y de todos los colores. Es hora de volver.
Llego caminando al pueblo, pero hay algo diferente. Las calles por las que paso no me parecen conocidas, es como si alguien las hubiera movido y hubiera acomodado las casas de otra forma. Estoy perdido, no debí salirme. De seguro mi mamá ha de estar preocupada.
Camino durante horas. Todo se vuelve oscuro y comienzo a tropezar continuamente con piedras y ramas. Pero al fondo de la calle se enciende una luz que me permite ver por dónde voy. Me acerco y me doy cuenta de que la luz proviene de mi casa. Sonrío y corro hacia allá, pero me detengo a mirar por la ventana.
No puede ser. Hay alguien sentado en mi silla de ruedas y está amarrado con mi broche. Abro bien los ojos y me doy cuenta de que esa persona se parece mucho a mí. Toco la puerta, pero nadie me abre, así que entro por la fuerza. Mi mamá y mi hermana están sentadas en el sillón; pareciera que están llorando. Mi mamá toma el teléfono, marca un número y empieza a hablar:
—¿Edgar…? Sí, mira… Tu hijo… Mi hijo se ha ido… Ya sabes a qué me refiero… —cuelga el teléfono y se cubre la cara con las manos. Mi hermana se acerca y la abraza.
Yo no me he ido, aquí estoy. Le hago señas a mi mamá, pero parece que no puede verme. Entonces, me acerco a aquella persona que está sentada en mi silla y la miro de frente. Es un niño igual a mí, está dormido y tiene sobre las piernas una hoja de papel con las palabras que yo escribí: “Salí, vuelvo al rato”.
Lo único que se me ocurre hacer es quitarle el broche, pues supongo que a él tampoco le gusta. Cuando suena el clic, el niño abre los ojos, toca su cara, su pecho y sus piernas, como si intentara asegurarse de que todavía siguen ahí. El niño sonríe y voltea hacia su cintura.
—El broche se ha ido —murmura. Se levanta de la silla y camina hacia mi mamá—. Mamá, puedo caminar.
Mi mamá levanta la cara y abre mucho los ojos.
—Hijo —dice y corre junto con mi hermana a abrazar al niño.
Me siento feliz. Nunca había visto a mi mamá soltar lágrimas y reír al mismo tiempo. Todo comienza a apagarse. Mis manos y mis pies se vuelven transparentes. Empiezo a desvanecerme, lo último que siento es un clic en mi pecho. He logrado abrir el último broche que quedaba en el mundo, en mi mundo.