Todos los sábados integrantes del grupo Víctimas por sus Desaparecidos en Acción (VIDA) recorren los alrededores de Torreón, Coahuila, buscando a los mil 429 desaparecidos en el estado, que estima un reporte de la Secretaría de Gobernación y de la Procuraduría General de la República.
Por Chantal Flores
Ciudad de México, 21 de noviembre (SinEmbargo/ViceMedia).- «Aquí hay», grita una de las buscadoras a sus compañeras que están a unos metros. «Lucy halló algo», dice otra. Caminan hacia Lucy y ahí están: fragmentos de restos óseos escondidos entre las pocas matas que hay en este terreno desértico. «Ese pequeño parece como de cráneo».
Todos los sábados integrantes del grupo Víctimas por sus Desaparecidos en Acción (VIDA) recorren los alrededores de Torreón, Coahuila, buscando a los mil 429 desaparecidos en el estado, que estima un reporte de la Secretaría de Gobernación y de la Procuraduría General de la República. Acompañados por la PGR y guiados por la información que «alguien» les dijo, alrededor de 20 personas recorren áreas inmensas del Desierto de Coahuila buscando a sus familiares: hermanos, hijas, padres, primos.
«Ese pequeño parece como de cráneo», repite Lucy mientras señala cuatro piezas que están sobre la superficie. Por su tamaño y textura pueden ser de animal; sin embargo, el más pequeño levanta dudas, por su porosidad y forma. Los de la PGR se acercan con sus guantes de látex y —después de varios minutos buscando una bolsita de plástico— los guardan. Lucy observa y suelta después de un gran suspiro: «Hasta me dan ganas de agarrar los huesitos y abrazarlos y acariciarlos».
María de la Luz López Castruita —conocida como Lucy— busca a su hija Irma Claribel Lamas López, quien desapareció en 2008, pero solo ha encontrado pedacitos de huesos calcinados, osamentas completas, partes de animales, ropa carcomida por la intemperie y zapatos sin dueño.
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Cada sábado a las ocho de la mañana, Silvia Ortiz y su esposo Óscar Sánchez Viesca salen de casa a buscar dos camionetas pick ups —una de un sacerdote y otra de un amigo— para que quepan todos. Una camioneta se va para la Vicaría Pastoral de Torreón, donde se reúne el grupo VIDA, y la otra se va a casa de Óscar a recoger las herramientas que usan para buscar y desenterrar.
Silvia —representante del grupo— y Óscar llevan buscando desde el 5 de noviembre de 2004, cuando su hija Fanny desapareció después de asistir a un torneo de básquetbol. Pero fue en enero de este año cuando junto con otros familiares, incluidos Lucy y su esposo Jesús Lamas Annette —conocido como Chuy y el mejor buscador del grupo según Silvia— realizaron la primera búsqueda independiente en un ejido cerca de Torreón. Su primer hallazgo vino tres sábados después cuando encontraron el cuerpo sin vida de una mujer en un panteón.
La búsqueda inicia cuando se llega al punto, el cual normalmente es una zona extensa del Desierto de Coahuila que algún ejidatario o chivero mencionó. A lo mejor no afirman si realmente hay cuerpos, pero un «Aquí anduvieron varias veces» o «Aquí venían ellos» son un buen indicio para visitar el área. Al bajarte de las camionetas, lo primero que piensas es ¿por dónde chingados se empieza? El sol está en su máximo resplandor; la tierra, suave e inagotable; los pies, muchos para andar buscando muertos, pocos para peinar el área. Todavía ni caminas y tu cuerpo ya está sudando, acercándose cada vez más al punto de la deshidratación y desesperación. ¿Por dónde chingados se encuentra?
Lo primero que se hace es sacar las palas y varillas de las cajuelas. Unos se ponen el paliacate en la cabeza, otros se comen un burrito antes de comenzar y otros más se llenan la cara del bloqueador solar Mary Kay que recibieron como donación de una persona de Michoacán. De lejos, pudiera parecer una excursión o un día de campo.
Pero aquí se busca. Se buscan anomalías topográficas que puedan ayudar a localizar fosas clandestinas desde la superficie. Se busca tierra suelta y removida, rocas desenterradas, ondulaciones en el terreno, basura. Se buscan padres, tíos, hermanas, hijos, primas. Se buscan restos humanos.
Cada uno agarra una varilla por si las texturas y los colores de la tierra invitan a excavar. De ser así, se inserta la varilla en el suelo buscando olores, profundidades, pigmentaciones, objetos que no pertenezcan al entorno, huesos. Pero en estos desiertos, casi siempre están ahí: sobre la superficie, visible para el que sí quiere buscar y encontrar. Encontrar es el doloroso premio que todos desean en ésta búsqueda.
Se camina, mucho, cargando la varilla y la botella de agua, mirando cada centímetro del suelo agrietado, observando si aquí tiraron lo que alguna vez fue un hombre, una mujer, un hijo. En momentos, te detienes, levantas la mirada, observas la majestuosidad del escenario, respiras, recuerdas donde estuvieron los huesos antes de estar aquí. Sientes el dolor, la desesperanza, el cansancio, la esperanza. Continuas caminando.
Y en eso, se escucha el «Aquí hay». Huesos blancos y grandes posiblemente de un animal, pero unos son más pequeños, más porosos, más humanos. Se recogen, por si las dudas. De nuevo: «Aquí hay». Pequeños restos de hueso calcinado se mezclan entre la tierra, guardando aún más el misterio de un desaparecido: ¿a quién pertenecían? ¿cómo se llamaba? ¿por qué murió así, calcinado, esparcido en un desierto habitable solo para las gobernadoras y las aves de rapiña?
Este sábado la criba se va a necesitar. La criba es un aro de madera con una malla que sirve para desgranar. Como si se estuvieran separando granos, aquí se usa para separar la tierra de los huesos. Se echa la tierra a la malla, la tierra se escapa por los agujeros, y los huesos, cuando los hay, permanecen sobre la malla. Si las personas fueran incineradas en las «cocinas» donde los cuerpos arden dentro de tambos saturados de diesel, la criba entonces facilita la identificación de los restos calcinados que se esconden entre cenizas y tierra. No ayuda, sin embargo, a la identificación de los que ahora solo son restos.
Pasarán mínimo seis meses para obtener algún resultado, si es que se logra alguno. El gobierno mexicano aún no ha creado un registro nacional ciudadano de personas desaparecidas confiable, ni una base de datos de ADN completa para identificar los restos humanos que se han ido encontrando. Asimismo, la PGR no cuenta con suficiente personal forense para responder a la magnitud de la situación, ni con un nivel de especialización para resolver la crisis.
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Como a las cinco de la tarde, todos regresan a casa de Silvia cansados, asoleados, desmoronados, a veces con hallazgos, otras veces sin hallazgos. Eso puede ser bueno o malo, dependiendo de si quieres encontrar los restos de tu familiar, o si quieres seguir con la esperanza de que este vivo. Algunos están inconformes. Creen que se deben de hacer otras búsquedas; un día no basta para peinar éstas áreas.
«Llego muerta, pido esquina. Llego bien, pero bien cansada.Quiero seguir haciéndolo. Ya no es nomás por mi chaparra. Yo sé lo que es el dolor; yo sé lo que es el sufrimiento. Yo volteo, las veo y las oigo. Pienso cuando llegaron al grupo y en cómo llegaron. Ahorita es otra forma, se ríen, echan botana», cuenta Silvia. «A veces lloramos, a veces no. A veces botaneamos. Pero no se deja de sentir. Han visto que me enojo y los regaño, pero no me han visto que me caiga. No. La única que creo que me ha visto ha sido Lucy».
Óscar y Chuy son los encargados de preparar las micheladas, la mejor bebida para reponer el cuerpo y recuperar el ánimo… al menos por hoy. Los clamatos que se usan son los que quedaron del último evento: un show travesti que se organizó para recaudar fondos.
Cada quien, con su respectiva michelada, se sienta en la sala y hablan sobre la zona de búsqueda y otros puntos cercanos. «A mí me dijeron…» y «Yo escuché que…» son los principios de las oraciones en cada conversación que guardan el anhelo de encontrar. Una persona, un cuerpo, no puede simplemente desaparecer, en algún lugar tiene que estar. «A menos que se cocine», suelta alguien.
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Fue el 13 de agosto de 2008 cuando Irma se esfumó, dejando una maleta como único rastro. Son las nueve de la mañana y las tortillas de harina ya están en la mesa. Se almuerza huevito, frijoles y tortillas, antes de abrir la maleta. Es la maleta que dejó la hija de Lucy y Chuy en casa de una amiga, antes de subirse a un autobús rumbo a una supuesta fiesta en Saltillo.
Ya han pasado tres horas, y Lucy no se ha querido alzar de la mesa. «Es que yo quería que Silvia estuviera aquí. Nunca he abierto esa maleta. No pude; mi hermana lo tuvo que hacer por mí».
Son menos de diez pasos para llegar al cuarto de Irma, que ahora ocupa su hermano Jesús de dieciséis años. Lucy decide darlos, y al entrar, Jesús saca un sombrero de paja medio desgarrado. «Con esto es con lo que me acuerdo más de ella», dice. «Le gustaba vestirse de vaquerita».
Lucy agarra la maleta —sucia y vieja— y la pone sobre la cama, dejando que pequeñas partículas de polvo viajen en el aire. Inhala hondo mientras sus dedos jalan el zipper para exponer el interior. Cada prenda dice algo: sale la blusa morada que le gustaba repetir varias veces durante la semana, el uniforme de la prepa que nunca terminó, las pijamas, los calzones, los sostenes.
Las lágrimas no dejan de recorrer la cara de Lucy, mientras Chuy se mantiene recargado en el marco de la puerta. «Esa ropa que está ahí está nueva», dice Chuy, señalando una de las prendas. «Nunca la usó; yo se la acababa de regalar por su cumpleaños.»
El llanto impide a Lucy seguir explicando la anécdota que cuenta cada prenda: lo que usaba cuando salía con sus amigas, lo que usaba después de la escuela, lo que se ponía siempre, lo que nunca estrenó.
Llega Silvia a casa de Lucy, y entra al cuarto, soltando un reclamo: «¿Y eso? ¿Por qué la tienes así? Imagina que te hablen y te digan que la encontraron y que necesita ropa, ¿Qué le vas a llevar? Necesitas lavarla y tenerla en una maleta para cuando eso suceda».
Lucy suelta el llanto que estaba atorado en su garganta. Las lágrimas no se acaban.
«Ya no le va a quedar», interrumpe Chuy. «¿Y cómo sabes tú que ya no le va a quedar? Necesitas tener todo limpio», responde Silvia, mientras abraza a Lucy.
Se dejará un cambio de ropa listo para cuando la encuentren. ¿En dónde lo guardarán? ¿Cuánto tiempo esperará? ¿Cuántas veces se tendrá que volver a lavar para que se mantenga limpia? Las preguntas permanecen en el aire, como siempre.
Jesús ayuda a Lucy a guardar la ropa de nuevo en la maleta. «A ese peluche», dice Chuy mientras apunta hacia la parte de arriba del clóset donde está un enorme oso grisáceo que solía ser blanco, «nunca le puse los ojos que mi hija me pidió».
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Las historias se estancan en las últimas escenas: el último lugar donde estuvo, la última llamada, la última persona con quien estuvo, las últimas palabras que salieron de su boca, lo último que hizo. Escenas del día a día que se volvieron el último momento en donde se detuvo el tiempo. Para algunos.
Silvia saca una libreta donde cada hoja es un caso y describe rápido las historias de cada uno de los miembros del grupo VIDA. Apenas alcanza a leer cuando ya está identificando a cada integrante, con su pariente desaparecido, y el relato de lo sucedido. Cierra la libreta, y continua con la bitácora de las búsquedas.
«¿No está mi computadora por ahí? Es que con tanta cosa ni se puede caminar en esta casa», dice Silvia señalando todas las herramientas y equipo de búsqueda que están en la sala. Abre su laptop y da doble click en el archivo que lleva por nombre «Patrocinio», ejido donde en mayo hallaron cinco osamentas completas y otros restos humanos. «Solo metíamos la palita, y salían los huesitos», explica Silvia. «Un chivero fue el que nos dijo de ese punto ¡Sí, el que cuida los chivos!»
Después de empezar con los rastreos el diez de enero, integrantes de VIDA asistieron a un curso impartido por la Policía Científica, donde empezaron a familiarizarse con técnicas y términos. Sin embargo, es en las búsquedas de los sábados donde han ido desarrollando una mente de detective, de forense.
«Ellos más o menos nos dijeron dónde buscar pero lo que nos dijeron no nos resulta», cuenta Chuy. «Nosotros a lo loco caminamos; nosotros a lo loco buscamos y excavamos, y encontramos. Que nos dicen que la tierra o está sumida o está levantada, o está muy verde porque la carne se hace abono, y entonces empieza a florecer.
Esas son las áreas donde pueden encontrar. Pero aquí a donde nosotros fuimos, a Patrocinio, atrás de San Pedro, ta’ parejo. Empezamos a picarle porque nos dijo un chivero: Ahí agarra pala y excava. Primera palada y ¡zas! empiezan a salir huesos que son de la espina dorsal. A un metro y medio salen huesos y unas esposas. Nos vamos a otro metro y medio más allá y vuelven a salir. Donde estaban las esposas, encontramos dos cuerpos enteros sin cabeza y esposados, con las manos hacia atrás. Estaba uno acostado y otro arriba de él, pero así como que si estuvieran en cruz. Los esqueletos estaban completos, sin cabeza».
En este ejido del municipio de San Pedro de las Colonias se ubicaron dos tambos industriales, aunque las investigaciones del grupo indicaban que ahí había hasta unos ochenta tambos donde cocinaron a muchos. La mayoría de los restos estaban calcinados, y otros más estropeados por estar a la intemperie, lo que reduce la esperanza de que un examen de ADN pueda traer respuestas.
«Nos encontramos meñiques, nos encontramos dientes, muelas, huesos de espinas dorsales; o sea, mucho hueso», específica Chuy.
«Era todo un panteón», precisa Lucy. «Estaba aceitoso porque usaban diesel».
«Haz de cuenta un área como de sesenta metros por ciento veinte», aclara Chuy.
Se requirieron varias visitas al sitio para terminar la recolección. Después de la primera, Silvia y otros miembros seguían inconformes, y avisaron a las autoridades que querían regresar. Acompañados de la Procuraduría General de Justicia del Estado, de la Policía Científica, y la Secretaría de la Defensa Nacional, regresaron al lugar. Y así fueron encontrando más huesos.
«Ahí nos dijeron que ya limpiaron, que ya está bien, que ya no hay nada, y luego me dijo Silvia: ‘Pues vamos otra vez a ver qué hay’. La primera palada y ¡zas! lo primero que sacamos son huesos», recuerda Chuy. «Les dije: ‘Quihúbole’ ¿pues no que ya habías limpiado? y volvimos a sacar de ahí, y de otros lados. O sea que no limpiaron. Los de la Procu nomás se concretan a lo que está, lo que se saca cuando las paladas, lo que se queda afuera, y ya, es lo que recogen».
Son ellos los que buscan y los que encuentran. Las autoridades solo los acompañan por seguridad y por si ocurre un hallazgo. Pero los que traen varilla y pala en mano son ellos: los familiares que buscan a sus hijos, sus hijas, sus esposos, sus padres.
«Nosotros traemos nuestras palitas de mano», dice Lucy. «Silvia con mucho cuidadito está separando, pero ellos no. No tienen profesionalismo; no son gente capacitada para eso. ¡No tienen delicadeza! Nadie lo va a hacer con amor como nosotros, con ese empeño. Porque puede ser uno de nuestros seres queridos y obviamente lo vamos a tratar así, con amor. Aunque no sea, sabemos que es una persona desparecida. Como les dije: Este huesito tuvo nombre y apellido».