Alma Delia Murillo
21/09/2013 - 12:00 am
El canto de las sirenas dice sí
“En las sociedades burocratizadas y aburguesadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Empero, el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad”. Edgar Morin, Les Stars He vuelto a soñar con el fin […]
“En las sociedades burocratizadas y aburguesadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Empero, el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad”. Edgar Morin, Les Stars
He vuelto a soñar con el fin del mundo. En mi sueño todo había terminado pero al mismo tiempo todo estaba empezando en un nuevo orden: contemplé el mar arriba, sobre mi cabeza. Un mar lleno de caballos y perros nadando al lado de otros animales, de otras fieras, de sirenas con los rostros enrojecidos, de guitarras flotando.
Y el cielo abajo. Y yo parada sobre el cielo. Y junto a mí sólo un pequeño trocito de madera lleno de tierra, un trocito de madera que hablaba –en la más pura lógica onírica- y me preguntaba ¿tú quién eres?.
Desperté, casi tuve un ataque de risa en mitad de la madrugada: qué gran cosa el mar allá arriba con sus animales y monstruos mitológicos y yo aquí abajo con el trocito de madera preguntón, insignificante y aburrido.
Pensé en el mito de Ulises y el canto de las sirenas. (Ya sé, acúsenme de grandilocuente o de lo que quieran, de todo me declaro culpable). Ulises el héroe, el que se controló, el que se hizo atar al mástil de su nave para no sucumbir ante el canto de las sirenas y resistir la tentación de arrojarse al mar. Bravo por Ulises, bravo por la razón, por los límites, por los diques, por las definiciones, esas etiquetas frágiles y precarias que nos hacen sentir bien seguros de saber quiénes somos.
Sucede que yo no creo en la religión posmoderna del autoconocimiento como estado más elevado de la existencia. Lo encuentro morboso, masturbatorio, inútil. Hasta parece trabalenguas: sé quien eres pero asegúrate de saber bien quién eres para que seas la mejor versión de ti mismo. Y diséñate unas estampitas y un rezo a ti mismo para que las lleves siempre en la cartera y te concedas milagros cuando lo necesites. El tótem del yo que se va volviendo cada vez más ridículo.
Pero después del sueño la pregunta se quedó resonando en mi pecho. ¿Quién eres?
Es curioso que ante tal pregunta respondamos nuestro nombre porque en realidad no es lo mismo ser que llamarse. La razón y el ser no son lo mismo, la razón apacigua, delimita. El ser descoloca pero potencia cada expresión de la vida.
¿Quién eres?, ¿qué quieres ser de grande?
Al menos a mí, pensar en responder a semejantes preguntas siempre me llenó (y me sigue llenando) de una angustia aplastante, de una ansiedad que me hace sentir infinitamente sola, obligada a cumplir con todos los estándares que yo misma he diseñado y los que me han venido por encargo. Sufrir a lo pendejo, para decirlo sin eufemismos. Sufrir para no salirse de la cobija calientita y limitada de la identidad funcional.
¿Por qué si la vida es infinita, insospechada, turbadora e inabarcable hay que elegir de entre lo que conocemos que es tan breve, tan ordinario, tan chato para definir quiénes somos?
Las definiciones atentan de un modo brutal y sanguinario contra la vida, contra la mía al menos, contra la libertad.
No. El encuéntrate a ti mismo me gustaría dejárselo a quienes están más perdidos que yo. (Si tal cosa es posible).
Para mí es suficiente con saber quién no soy porque en este laberinto de espejos y pantallas en cualquier descuido te confundes con el héroe o la buena de la película (que no la sabrosa de la película, ese papel sí que me gustaría desempeñarlo). Ya, me pongo seria: es tan fácil confundirse con las hordas de otros y otras y sus fantasías de sí mismos. Empezando por el padre o la madre, peor aún cuando se empeñan en replicar su nombre a toda la descendencia y tenemos dinastías que van desde José Manuel Primero de Puebla hasta José Manuel Sexto de Las Lomas.
Los otros y sus roles familiares, sociales, los otros y sus personajes masculinos, femeninos y feministas. Los otros y su mascarada para ponernos teatrales, isabelinos.
Es un remanso saber quién no soy. Cuando lo tengo claro algo se enciende en mí, una esperanza clara que sencillamente y de un modo orgánico encaja con la vida. Y bailo. O canto. O escribo.
Porque sabiendo quién no eres queda un solo camino: decir sí. Sí a lo que la vida traiga.
Y aquí es donde recurriremos a Butes, el personaje antítesis de Ulises del que tan poco se habla pero de quien el autor Pascal Quignard ha escrito un texto de una belleza magistral. Butes no se puso cera en los oídos ni se amarró al mástil, no: Butes quiso saltar para entregarse al mar, al canto de las sirenas.
Cuando leí ese texto de Quignard me quedé trémula, nadie debería perdérselo.
Creo que voy a deshacerme de mi pedacito de madera porque hay que saltar, atreverse a saltar mientras estemos vivos. Porque ahí donde nos encuentre la muerte, estaremos dejando nuestro último sí, nuestro último baile.
¿Qué es la música? El baile.
¿Y qué es el baile?
El deseo de levantarse de modo irreprimible.
Me aproximo al secreto.
¿Qué es la música originaria? El deseo de arrojarse al agua.
De Pascal Quignard en “Butes”.
@AlmaDeliaMC
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