“Tiene la intensa vitalidad de las grandes novelas, las que dan singularidad humana a circunstancias con las que de otro modo no empatizaríamos”, dice el New York Times de Moronga, la nueva historia de este autor salvadoreño. “Siempre escribo más o menos de lo mismo, del Salvador”, dice este escritor muy querido por los lectores latinoamericanos.
Ciudad de México, 21 de abril (SinEmbargo).- Un profesor universitario y un ex guerrillero salvadoreños, residentes en Estados Unidos, se ven involucrados en una trama de espionaje, narcotráfico y guerrilla marcada por la violencia de Centroamérica.
Estamos hablando de Moronga, la nueva novela de Horacio Castellanos Moya, un autor consagrado y muy leído, oriundo del Salvador, esa tierra donde alguna vez asesinaron al enorme poeta Roque Dalton, “sus amigos y no sus enemigos”.
A través de esta historia con migrantes, con béisbol, con fiestas latinas en una comunidad más grande que incluye a los Estados Unidos, vemos la gran historia de nuestro continente, hecha por uno de los autores más incisivos y singulares de su generación.
La paranoia y el estado de alerta, la soledad, la imposibilidad de relacionarse con el otro, se ven absolutamente desbocadas por la fuerza del sexo, al parecer lo único que conlleva un gesto único.
Hay violencia aquí. Hay sexo. Hay mujeres que esconden verdades y hombres en estado de ansiedad por miedo a ser descubiertos haciendo algo que todavía ni saben.
Y en el medio, Roque Dalton, ese símbolo del Salvador y de la lucha por los derechos, que muere ejecutado por sus camaradas del ERP, que lo acusaban de ser espía de la CIA.
–¿Qué significa para El Salvador resolver el asesinato de Roque Dalton?
–Para El Salvador significaría resolver uno de los crímenes más controvertidos de la historia reciente del país. Resolver el crimen de Roque Dalton implicaría también una muestra de que el sistema salvadoreño realmente está peleando contra la impunidad. La familia de Roque Dalton tiene un juicio levantado ante la Corte de Derechos Humanos sobre el caso, porque los asesinos están vivos, pero el Estado salvadoreño no ha respondido, el Estado amnistió a finales de la Guerra esos crímenes. Ha habido testigos que cuentan que ellos estuvieron en la casa donde fue asesinado, estuvieron como seguridad y saben quién entró al cuarto a matarlo. Pero por ahora nada.
–¿Quién es Fabián?
–Fabián es un personaje secundario en la novela, que me permite crear una controversia en cuanto a que siempre tienes a alguien que traiciona, siempre tienes a alguien que está jugando para el otro bando mientras pareciera que está jugando para el bando correcto. Lo puse de escritor porque en realidad muchos escritores estuvieron con Roque Dalton en La Habana en esa época, cualquiera puede agarrar y decir yo soy, pero está construida como ficción.
–La novela parece un thriller pero al final es como un espiral que termina donde empieza
–Bueno, es una lectura. Celedón y Aragón podrían ser la misma persona, tienen las dos caras de la misma moneda, tienen historias antagónicas, distintas, el silencio, el pleito con el pasado, las ganas no existir por un lado y por el otro el lenguaraz, el pasado forma parte de su presente, a veces los extremos se tocan y eso está atrás de tu lectura.
–En Estados Unidos ser salvadoreño, ¿qué implica?
–Depende de si eres legal, de si eres ilegal, hay muchos salvadoreños que son ahora estadounidenses. No se puede generalizar. Si eres parte de los 200 mil que tienes el Temporary Protected Status (TPS), que son los que va a echar Donald Trump, no lo sé, la situación de cada grupo social de acuerdo a su estatus legal cambia.
–Uno siente en tu libro que los salvadoreños están fuera de los Estados Unidos, sea legal o ilegal
–Creo que esa gente forma parte de un nuevo menjunje cultural. Tanto Celedón y Aragón están y no están, porque la novela lo que deja ver es la dificultad cultural para la integración. Pero claro, mis dos personajes son unos outsiders, entonces en tal sentido no representan a un emigrante típico. El emigrante típico va siempre a una comunidad establecida, como Rudy Estébano, que tiene su vida al lado de su mujer mexicana y adopta alguna costumbre estadounidense. Creo que hay una mutación en la gente que se va para allá, todavía piensa que es el país que le da oportunidad, que nunca va a ganar lo que gana ahí ni el estatus que gana en su país de origen.
–Erasmo Aragón dice que no ha podido hacer pareja, uno piensa que no tiene vida…
–Vive en una especie de infierno, es un personaje herido psíquicamente y emocionalmente entonces le cuesta establecer relaciones con su medio, es un tipo que lleva el conflicto a toda relación humana, al tipo que llega a recogerlo, al tipo con
la chiquilla de Guatemala, con la chica que se le aparece en la barra, él tiene el conflicto adentro y por eso es tan infeliz y tan infernal su mente.
–José Celedón también vive una vida de infierno
–Sí, pero de otra forma, en silencio y ahí hay otras intensidades, la fijación que él tiene con Stella es que ella se parece a su madre, en algún momento lo dice, y como él accidentalmente mata a su madre eso le despierta un tipo de inquietud. Pero él no tiene el mismo tipo de problemática que Erasmo Aragón. Celedón no se integra porque no quiere ser descubierto, él no quiere volver a la Guerra, quiere ser nuevo.
–¿Por qué se llama Moronga la novela?
–Es una novela que tiene que ver más con los alimentos. La morcilla, por ejemplo. Es una novela que expresa una cultura, una cultura violenta, sangre comprimida que es la morcilla, pero también Moronga como personaje representa un tipo de latinoamericano que no se rige por el estado de derecho, que no se rige por la ley, que sube por la fuerza, por la violencia y que considera que la legalidad es una estupidez. Moronga es la expresión de eso y tiene relación con la cultura macha, el más fuerte es el que se impone. Esto de andar subiendo la escalera social, por lo que nos dicen, no tiene ningún sentido. Por eso la corrupción, la impunidad, el narcotráfico, es lo que hay.
–¿Qué dirías de la violencia en general, de la violencia mexicana?
–De la violencia mexicana no la sigo lo suficiente, como para poder dar una opinión. Me fui de aquí en el 2003 y en 15 años este país ha cambiado muchísimo. En el caso de El Salvador, hay un patrón de violencia durante el último siglo, es decir, no es algo nuevo, no es algo que vino con la Guerra. He estado haciendo estudios porque estoy en medio de un ensayo sobre eso y El Salvador ha tenido niveles altísimos de homicidios en 1912, 80 asesinatos por cada 100 mil habitantes, que según la ONU esas cifras son el inicio de una plaga. Una sola vez bajó a 4, en 1941. Y todos los demás años está por encima del 30, que es insólito, porque no había conflictos. Es una violencia difícil de explicar más allá de unos niveles de opresión, de marginación, niveles de impunidad que han sido gobernados durante 60 años por el Ejército como Partido político, explota con la Guerra Civil y ahora con las maras salvatruchas. Incluso la forma de asesinato de las maras, con machetes, es una forma de asesinato de todo el siglo XX, hasta 1980.
–Tampoco hay que quedarse como a veces también se dice en México: es la raza
–No, porque todos los salvadoreños no son así. Son fenómenos difíciles de explicar en un contexto social y económico muy duro. ¿Por qué las maras cuajaron en Honduras, Guatemala y el Salvador y no cuajaron en Nicaragua, que es un país más pobre? ¿Por qué no cuajaron en Haití? Creo que el Estado salvadoreño es un Estado que no ha cubierto a su gente, es un Estado fallido antes de que existiera el término “fallido”. No le daban la cobertura mínima a su gente, eran enemigos de la población.
–¿Qué piensas de la violencia mexicana?
–Cuando me fui no había violencia, por lo tanto ahora es un país nuevo para mí. El narcotráfico y la corrupción. Un gobernador que roba lo que han robado en México, es increíble. Si ves el caso de El Salvador tres ex presidentes están enjuiciados y uno de ellos murió en el juicio, de dos partidos distintos, de la izquierda y de la derecha, acusados de robarse 240 millones de dólares, cantidades pequeñas para México. Pero el fenómeno es el mismo, es la cultura moronga.
–¿Cómo ves el caso de Donald Trump?
–Que es muy complejo, el gran reto para la sociedad estadounidense es hasta donde las instituciones van a resistir para soportar el embate.
Fragmento de Moronga, de Horacio Castellanos Moya, con autorización de Alfaguara
Lo descubrí rondándome de nuevo. El día anterior había sido cerca de las cajas registradoras en el Walmart; ahora, en el centro del pueblo, a la salida de una taquería. El rostro se me hacía familiar, de la época de la guerra, pero no lograba ubicarlo.
Era un sábado al final de la tarde.
Las calles estaban desoladas; la resolana aún hería la vista.
Me metí a la vieja Subaru. Encendí el celular. Rudy respondió al otro lado: que todo estaba listo en Merlow City, que llegara cuanto antes, me estaban esperando para el empleo y había un par de casas donde podía alquilar habitaciones amuebladas.
Me dirigí al motel de mala muerte en el que había pernoctado en los últimos días. Pagué la cuenta.
En la madrugada, metí mi ropa y mis cachivaches en la vieja Subaru.
No había nadie de quien despedirme.
Maniobré por los suburbios. No traía cola a la vista. Salí a la autopista 30.
Atrás quedaba Mount Pleasent; más atrás, Dallas.
Me esperaban quince horas de viaje.
Disfrutaba conducir a esa hora, salir de la penumbra en la zona desértica, cuando aún había pocos furgones en la carretera. Enseguida vendrían el sol hiriente, el calor sofocante, el tráfico dominguero.
El amanecer me alcanzó antes de llegar a Texarkana, la frontera del estado.
Pero no me detuve a desayunar sino hasta dos horas más tarde, a un costado de la autopista, en las cercanías de Little Rock. Por el ventanal del restaurante podía observar mi auto, y quién entraba y salía del estacionamiento.
La mesera que me atendió era muy flaca, la cara consumida, los ojos azules un poco desorbitados; tenía tatuajes en el dorso de sus manos. El vaso con agua apestaba a yema de huevo; el café era rancio. No le dejé propina.
Salí de la autopista en Little Rock, como si ese fuese mi destino. Conduje un rato a la deriva; muchos sitios tenían el nombre «Clinton». Luego me metí a una callejuela en la ribera del río Arkansas y me estacioné. Permanecí en el auto, atento a los espejos retrovisores, con las manos en el volante.
Los resabios de una vieja emoción estaban ahí, removiéndose, inquietos. Comenzaría de nuevo, eso era la vida.
Un rato más tarde entraba a la autopista.
No hacía mucho que había cruzado el Misisipi, a la altura de Saint Louis, y subía por la autopista 55, cuando me detuve en un pequeño centro comercial al costado de la carretera. Me estacioné frente a un restaurante Chipotle; ordené unas enchiladas de pollo. Me traje el azafate con los platos a la terraza, para no perder de vista la Subaru. Comía distraído cuando recordé al tipo que me rondaba en Mount Pleasant: era un campesino de La Laguna a quien incorporamos como enfermero al campamento, un rostro sin nombre.
Los obesos de Saint Louis parecían más obesos que los de Texas.
¿Hacía cuánto tiempo no veía a Rudy? ¿Diez años? ¿Trece?
Sus coordenadas me las había dado el Viejo, el otro sobreviviente del pelotón, con quien mantuve contacto.
Rudy estaba casado con una mexicana. Tenían una parejita de niños. Él trabajaba como cocinero en un restaurante japonés; ella en una compañía de limpieza. Y habían residido en Merlow City durante siete años, los suficientes para armar una red de contactos. Es lo que me había contado.
También que ahora se llamaba Esteban. Lo que no importaba, porque Rudy tampoco era su nombre, sino el seudónimo que más le duró durante la guerra.
Ni él ni yo recuperaríamos jamás nuestros nombres originales. Nada tenían que ver ya con nosotros.
Caía el crepúsculo cuando encontré las primeras señales que anunciaban las entradas a Madison. Me fui de paso. Era principios de agosto: los días en el norte aún se alargaban hasta las nueve de la noche.
Merlow City estaba a unos 45 minutos, a medio camino entre Madison y Milwaukee.
Me estacioné frente al pequeño patio delantero de la casa de Rudy. Dejé pasar un par de minutos antes de marcar su número en el teléfono. El aire era húmedo, bochornoso.
Abrió la puerta y avanzó por el patio.
Supe que era él, pese a la gordura y las canas.
Salí del auto y caminé a su encuentro.
Nos abrazamos, primero con cierta desconfianza, luego con alegría.
—Acordate, soy Esteban, Esteban Ríos. No se te vaya a olvidar que me cagás —me dijo en corto, porque su mujer se acercaba tras de él.
Me la presentó.
—José Zeledón —le dije.
Se llamaba Lorena. Una trigueña, entrada en carnes, pero aún de buen ver. Parecía más vieja que Rudy, pero no tan vieja como yo.