El proverbial Gordon Ramsay, desopilante chef inglés, visita un mercado de Londres en busca de un buen cordero para la cena. En uno de los puestos lo recibe un señor calvo, sonriente, portador de un mandil de colores brillantes. Sé que es poco recomendable juzgar a las personas por las apariencias, pero la estampa del mercader, tan sólido en su propio paisaje, tan integrado a su entorno, me lleva a ese paraíso de la gente sencilla, ese casi infinito grupo de individuos que las estadísticas denominan “comunes”.
No se me va de la cabeza que la palabra común puede remitirnos a lo corriente, lo “normal”, pero que también nos evoca algo que nos emparienta con el otro, lo que nos iguala con el prójimo de una manera irrefutable.
¿Cuántas veces, en esa soledad insoportable de quien se mira al espejo sin encontrarse a sí mismo, nos laceramos el corazón en busca de una pócima que calme nuestra desmedida ansiedad por obtener aquello que no tenemos?
Parece tisana de cliché: mira a tu alrededor y disfruta de lo que hay con la serenidad y el gozo de quien se siente rotundamente vivo en un mundo que puede ser hostil o grato según la lente con que lo observas.
Sin embargo, para ser feliz un poco, para comer la porción del pastel que nos ha tocado, no se requiere originalidad, sino el sentido común que nos permite sabernos ínfimos en la gran constelación de seres que, como nosotros, buscan algo que los ayude a vivir.
Claro que a veces del pastel no nos toca ni las migas y el hambre nos hace famélicos sin colmillos, absurdos en nuestra postura con las manos al Cielo o los ojos dirigidos hacia un horizonte inalcanzable.
“Hay que tener la sed de quien no quiere ahogarse”, dice una canción del brasileño Zeca Baleiro. La canto cuando ya nada queda por esperar, en esos días donde todo se vuelve gris y aquello que deseo se escapa como un papalote que fuera rumbo a una isla desierta.
No dejar de tener sueños, obviamente, pero tampoco dejar de mirar hacia todos los lados. Con los ojos bien abiertos, la vida se manifiesta en la cara de un mercader rubicundo, rostro compuesto por una fe en lo que sucede con una convicción que da envidia y contagia.
De eso se trata: de vivir sin la ansiedad de quien espera vivir en otro tiempo. Vivir ahora, vivir ya, con la paciencia de quien corta una flor sin fundir las raíces de la planta, con la esperanza de quien riega un cultivo porque sabe que, tarde o temprano, la tierra dará frutos.