Esta es nuestra última postal olímpica o cómo vive un joven escritor los JJOO. A partir de mañana, cuando concluye la justa deportiva en Río de Janeiro, los partidos de distintos deportes, los récords, las medallas, serán un recuerdo. En nuestro caso, una amarga evocación de todo lo que nos falta para llegar a competir de igual con los mejores del mundo
Por Ricardo Benítez Garrido
Ciudad de México, 20 de agosto (SinEmbargo).- Grité los dos goles de Oribe Peralta como merecían ser gritados. La medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres 2012 ya era reconocida como el mayor logro en la historia del futbol mexicano.
Sin embargo, viendo al equipo en el gigantesco podio cantando el himno nacional, sentí por primera vez que el tiempo había transcurrido. A excepción de José de Jesús Corona, Carlos Salcido y Oribe Peralta, todos los demás jugadores eran menores que yo.
Aunque entre ellos y yo sólo había pocos meses de diferencia, lo cierto es que el problema ya no tenía remedio. Desde la infancia me acostumbré a creer que mis ídolos eran adultos. En mi adolescencia caí en cuenta de que gradualmente vería a esos adultos como jóvenes y después como niños, pero fue hasta la mañana del oro olímpico cuando me percaté de que esa transición ya se estaba llevando a cabo.
No obstante, el shock no fue tanto por la edad como por los logros. Mientras los seleccionados alcanzaban un éxito que requería años de entrenamientos, yo sufría un doble jet lag. El primero era fisiológico pues unas horas antes acababa de regresar de Italia, país donde estudié música durante un año. El segundo era emocional y profesional, ya que apenas aterricé en México me di cuenta de que estaba fuera del huso vocacional que me correspondía, no quería dedicarme solamente a la música y quería empezar desde cero en otro ámbito.
Después de la premiación consulté las reacciones de mis contactos de Facebook ante la victoria sobre Brasil. A su modo, todos comentaban el resultado, unos festejándolo y otros criticando la enajenación que producía el futbol en una época en que valía más la pena estar al tanto de la amenaza que Peña Nieto representaba para los próximos seis años en el país.
Después la curiosidad me hizo entrar a los perfiles de todos ellos. Uno por uno, mis ex-compañeros de secundaria y preparatoria actualizaban su estado laboral. Ahora todos eran Manager o Analyst o Advisor y trabajaban en empresas cuyo nombre igualmente estaba en inglés.
Por otro lado, mis colegas músicos subían fotos de su experiencia tocando en la Orquesta Sinfónica Juvenil Carlos Chávez o en la Orquesta Sinfónica de la Escuela Nacional de Música. Comparé mi situación con la de ellos y se me hizo evidente que algo había salido mal en mi trayectoria académica.
En la televisión, Jacobo Zabludovsky y Heriberto Murrieta hablaban acerca del Big Ben y la puntualidad inglesa. Así que metido en la cama con una maleta sin desempacar a mi lado, con un ojo en las redes sociales y otro en el famoso edificio del reloj al que ESPN dedicaba su transmisión, pensé que yo llegaría tarde a cualquier lugar al que decidiera ir.
A mis veintitrés años no tenía ni idea de qué quería hacer con mi vida. Sentía que mis disparos se alejaban poco a poco de un blanco del cuál desconocía su ubicación. Quizá por esta sensación que me inundaba, la única competencia de Londres 2012 que aún tengo fresca en la memoria, además de los partidos de futbol, es la de tiro con arco en la que Aída Román y Mariana Avitia sí que le dieron al blanco, obteniendo medallas de plata y bronce, respectivamente.
Debido a que mi estado anímico empeoraba decidí cerrar mi sesión en Facebook y cambiar el canal. No sé en qué cadena encontré un reportaje en el que dos jóvenes bellísimas recorrían algunos de los lugares londinenses que los Beatles mencionaban en sus canciones.
A medida que las mujeres caminaban por las calles, yo recordaba los años en los que diario escuchaba al cuarteto de Liverpool. El programa llamado “El Club de los Beatles” era mi emisión favorita y me aprendía las canciones gracias a que mi mamá me imprimía la letra de una de ellas cada día. De golpe la desesperanza se volvió una extraña libertad y el futuro se iluminó.
Caí en cuenta de que todo eso se había terminado, los Beatles habían dejado de ser una de mis prioridades. Mi adolescencia se prolongó demasiado pero por fin parecía estar terminando. Entonces me ilusioné y, a pesar de sentirme más desorientado que nunca, recuperé la entereza al sentir que lo mejor estaba por venir.
De igual manera todos nos ilusionamos creyendo que la selección nacional por fin daría el paso que desde hace años quiere dar. El oro olímpico auguraba un mejor futuro. No obstante, dos años después de Londres 2012, el llamado Tri se atoraría nueva y dramáticamente en la antesala de los cuartos de final del Mundial y cuatro años después sería eliminado escandalosamente de la Copa América Centenario, perdiendo siete a cero contra Chile.
Al igual que la selección, no puedo decir que el futuro luminoso que pronosticaba se haya cumplido para mí. A diferencia del futbol mexicano, un futbol que no prosperará mientras los directivos tomen decisiones como la de mantener una ridícula liguilla en lugar de un torneo largo que caracteriza a cualquier liga de prestigio, creo estar trabajando en la dirección correcta.
Sin embargo, también estoy consciente de la irremediable incertidumbre que abraza a la vida y al futbol. Nadie puede negar la posibilidad de que en Rusia 2018 la selección, con todo y la mediocridad que la rodea, pueda llegar a las instancias que se ha puesto como meta desde que tengo memoria. Al fin y al cabo, está claro que sólo el azar tiene permitido caminar de la mano con el tiempo.